Alejandra Solórzano | Foto: Rafael Murillo

Caer para salvarnos

La idea del tiempo-espiral vertebra el segundo poemario de Alejandra Solórzano, 'Todo esto sucederá siempre'

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Alejandra Solórzano | Foto: Rafael Murillo

Según la poeta Alejandra Solórzano (Costa Rica, 1980) parece que en el principio fue la caída. Su primer libro publicado en 2015, Detener la historia (solo le precede una plaquette lejana en el tiempo), se abre evocando el final trágico de Evelyn MacHale, anónima joven americana hasta su suicidio al arrojarse desde la planta 86 del Empire State. Su nombre trascendió al difundirse en la prensa una fotografía que inmortalizaba su postura tras la caída aferrada a su collar: “La vida es eso amor //  Una caída // Aferrarme al collar de perlas / con una mano / y sostenerme de él / con la ciudad a los pies / antes del salto”. El segundo, publicado en 2017, Todo esto sucederá siempre, se abre con Jardín japonés, poema dividido en tres partes que comienza así: “Desmembradas sobre areniscas / flores, hojas / quizá alguna pluma o semilla / entorpecerán la sobriedad y el amor sencillo / tal como la realidad / sobre sus sueños”. Puede que sea excesivo mi atrevimiento, pero no me niego a sospechar que la apertura de este segundo esté ligada al arranque del primero, un trueque de imágenes, dos maneras de comenzar describiendo lo mismo: una con figura humana, otra con su ausencia. Como sea, en ambas prevalece una mirada punzante sobre la parte baja del mundo, descendiente.

Indagar sobre qué poéticas sustentan la lírica de Alejandra Solórzano no resulta tan complicado. Mientras la leemos podemos detectar breves fragmentos de obras ajenas que se suceden intermitentemente, encabezando o preludiando la itinerancia de sus propios versos sobre la página. Así, el patente desengaño amoroso plasmado en los poemas de Blanca Varela u Olga Orozco, la implosión de un lenguaje feminista que reemplaza las descripciones supremacistas masculinas sobre el arte de amar en los de Ingeborg Bachmann o Adrianne Rich, la simbiosis entre lucidez y locura en los de Alda Merini o el quejido emancipatorio en los de Luz Méndez de la Vega, patrones que conforman el cóctel que como brebaje nos sirve la poeta centroamericana. Sus dos libros aparecen interconectados por nombres de mujer y sus respectivos modos de entender el mundo. Y qué decir de Ana María Moix, a quien la misma autora se refiere en nota final para revelarnos que el título Todo esto sucederá siempre proviene directamente de uno de sus versos. Es tal la afinidad con todas ellas que, aun sabiendo poco que es mucho, vale para destacar su hermandad en discurso, por ejemplo, con Ingeborg Bachmann, novelista y poeta alemana no tan popular como su coetáneo Paul Celan, de quien entresaco estos versos:

“Allí, nos damos cuenta, no están los inmortales, / tan solo los caídos. / […] Nuestra divinidad, la Historia, nos ha preparado una tumba / de la que no se resucita”.

Como parece evidente, Alejandra Solórzano no avanza sola, forma parte de una marea literaria, tanto de hombres como de mujeres, que construye en torno a la imagen del cuerpo en su descenso una poética feminista del duelo. No solo acude a sus obras por solidaridad, por imagen y semejanza: le sirven de detonante,  de sustento. En nombre de una supuesta colectividad se dedica a virilizar el derrumbe o la caída en fijaciones fotográficas, imágenes congeladas, en múltiples sentidos y con una necesidad insistente, reiterativa. Una muestra:

“Solo / un cuerpo se pregunta / un cuerpo reza / por el eco, el impacto / el sentido / que ocasionó otro cuerpo sobre el suyo”.

Ediciones Espiral

O este otro verso tan velado comparativamente pero tan rotundo: “tu espalda inclinada sobre mis pensamientos”. O “Soy un animal / que ha venido para morder la tierra”. El amor –o el desamor, tanto da— no se mantiene en pie, incólume: cae. Caer no necesariamente conlleva un descenso a los infiernos, también al mismo amor, lo que conlleva reconocimiento de drama, amor contra amor (o desamor contra desamor, repito, tanto da). Considera la exposición fragmentaria una de sus mejores armas, el modo ideal para conseguir expresar tantas sensaciones experienciales y frustrantes, tanto vacío lunado. Y el refuerzo filosófico, la reflexión que trasciende los hechos, su mejor aliado. No le asusta la irracionalidad; claro, entendida -tal como expuso el filósofo y poeta Antidio Cabal- como la “parte irracional de la razón”. La construcción de sus poemas combina ambas características, planificándolos cuales escalones en descenso, plenos de acotaciones de lenguaje, matizaciones que imposibilitan una lectura lineal y segura.

El más reciente de sus dos libros tal vez parezca una confirmación: Todo esto sucederá siempre. Expresado de otra forma: caeremos siempre. ¿Qué va a suceder “siempre” sino lo primeramente sucedido?

(…)

Olvidá la mesa y los papeles
la taza fría del café
nada tienen para vos
mientras observan el agua entrar por tu cuerpo
un profanador que lo hace ceder, aun contra
tu ira.

Escribí.

Dejá nota de esto.

Pronto dejarás de escuchar cómo rompe y
se filtra por tu cuerpo
con que la rabia te hizo
ciclópea y compasiva.

Un día,
el último,
extrañarás la lluvia.

Atención: “extrañarás la lluvia”. La lluvia también cae sobre el suelo: extrañarás la caída, su traducción simultánea.

Teniendo en cuenta la fundamentación filosófica que la poeta procura para engarzar sus versos, en forma como en contenido, traigo a colación este otro párrafo de María Zambrano entresacado de su singular Claros del bosque: “Ningún acto humano puede darse sino siguiendo una escala, ascensional sin duda, con la amenaza, rara vez evitada enteramente, de la caída. Y aunque esta escala se siga con una cierta continuidad, se dan en ella períodos decisivos, etapas, detenciones”. En sintonía con ella, también Solórzano participa de esta “sabiduría poética” en la que razón y conocimiento van de la mano. Casi diría que el balbuceo de sus versos –disgregación significativa como valor estético— incluye lo dicho y lo no dicho (que también en el libro se dice) en un intento de apresar en lenguaje lo que resulta inefable, no contentándose con los elementos emotivos, hasta atrapar el dolor del ser humano en toda su profundidad y conseguir visibilizarlo. En los dos libros siempre hay un más allá que se sobreentiende, al que nos remite, al que no se alcanza ni siquiera con el verso pero al que apunta: el asunto al que se refiere, nunca a una mera descripción de hechos recientes, es a lo que ella misma define en algún poema como “ontología lírica del amor”. Ardua empresa, aunque merecido esfuerzo: hacernos conscientes del golpe, del estampido del amor contra el amor mismo: “Colisionar sobre el espejismo de una / ventana indiferente”, o “estrellas fijas que guardan posibilidades teóricas / para cuerpos que hacen el amor sin tocarse”. No hay vacío total sino desdicha que rebosa el vaso.

Desde un análisis más concreto y contextual, la obra de Alejandra Solórzano se inscribe en el conjunto manifiestamente presencial de las mujeres poetas en la tradición costarricense, donde “cada una imprimiendo su acento individual, coincide con las demás en la búsqueda por una identidad de lo auténticamente femenino”, como bien lo supo ver en su momento Ana Istarú –icono tradicional de este colectivo– en frase que mantiene su vigencia décadas después de haberla manifestado. La lista sería larga: incluyendo a la misma Istarú, Eunice Odio, Carmen Naranjo, Virginia Grütter, Ana Antillón, Julieta Dobles, Mía Gallegos, Mayra Jiménez, Marjorie Ross, Magda Zabala, Diana Ávila, Meritxell Serrano, María Montero, Laura Fuentes, Angélica Murillo, Paola Valverde, Carolina Quintero, Silvia Piranesi y un largo etcétera, hasta el punto que, como indica el estudioso Ramiro Lagos en su artículo Vanguardia femenina de la poesía Centroamericana, “de trascendencia a trascendencia la poesía femenina deja de ser una poesía sin importancia, dentro y fuera de Costa Rica”. La cita viene bien si tenemos en cuenta que Alejandra Solórzano se explica mejor transculturalmente, pues ha compartido y comparte nacionalidad, tan costarricense como guatemalteca, indistintamente. De cualquier forma, el sesgo desintegrador de su poesía apunta a un ensanchamiento de lo señalado por Istarú, una cooperación. Escribe: “Caminar / naturalmente / (…). // Abrirse paso en el laberinto / entre el tumulto”. El avance continúa, a él se suma. O más contundentemente expresado con estos otros dos versos suyos:

Stop nena
no cerrés la puerta al salir.

Todo esto sucederá siempre contiene una voz de otra voz, una prestación políglota de otras voces incapaces de expresión o bien silenciadas por el ruido del mundo: voz de voces, amor de amores, desolación de desolaciones, fragmento de fragmentos. En este sentido Detener la historia, su libro primero, funciona como antecedente fijador de lo que en este ahora se aborda, al tiempo que define su poética, por otra parte nada interesada en una proposición limitada a ser entendida, ni siquiera comprendida. Al contrario: mediante el esparcimiento estrófico, la descomposición acelerada de sus versos –como quien solo puede ofrecer las cenizas de lo verdadero, de lo auténtico– consigue cincelar una poética innovadora centrada en el susurro. Detrás de sus modos sincopados irradia lo político, una dimensión humana escondida en el fondo que interconecta cada verso, entrelaza su aparente diseminación escritural. Cada palabra detrás de otra no hace más que pulir hasta el infinito el mensaje, la otredad más profunda que todo cuerpo esconde.

Quien reconozca en este libro solo congoja se equivoca. Cae, el cuerpo cae: todo cuerpo tropieza y cae, “sin auxilio de nadie”. La compasión, un deber ético.

Antonio Jiménez Paz

Antonio Jiménez Paz (Islas Canarias, 1961), es autor de los poemarios Los ciclos de la piel (Ed. La Palma, 1992); Tratado de ornitología (La Calle de La Costa, 1994). Diario de la distancia (Huerga & Fierro, 1996) y Casi todo es mío (Baile del Sol, 2008). También ejerce la crítica y publica reseñas literarias.

2 Comentarios

  1. Agradecemos profundamente desde Costa Rica la publicación de críticas literarias realizadas por el filósofo y escritor Antonio Jiménez Paz, quien ha realizado una labor de investigación profunda desde hace años, sobre la escritura costarricense.
    Le tenemos en alta estima por la profundidad académica de sus estudios y deseamos que Revista Letras continúe abriendo las puertas a una labor tan importante como la que Antonio Jiménez realiza.

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