Erecteion | Foto: Albert Lladó

Atenas, diario de viaje

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Erecteion | Foto: Albert Lladó
Erecteion | Foto: Albert Lladó

¿Qué es lo que suena entre los árboles de Atenas? Son cigarras, cigarras que lloran y celebran. Es sábado y el calor cubre la caliza con una manta de arena. El palo selfie, nuestro atavismo contemporáneo, es el mástil que ondea en la Acrópolis. Y el gato joven, escondido entre las grúas del Partenón, mira a este ejército que dispara reflejos y compulsiones. Ese gato es el vínculo, el cordón umbilical, de los griegos con Egipto. El animal, silente, es guardián y vigía.

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Las seis cariátides no creen, ya, en la intemperie. Lo que vemos aquí son copias, y habrá que bajar al majestuoso nuevo museo de la Acrópolis para ver las columnas originales. Qué extrañamiento lo de estas mujeres jónicas. No es la minuciosidad de la túnica que cae. No es el hechizo del torso. Ni la pierna que invita. Es precisamente la falta de una de ellas, la segunda por la izquierda, lo que hace de ese conjunto el más potente de las ruinas. Sabemos que en el siglo XIX lord Elgin arrancó la mayoría de piezas de la fortificación y las vendió al British. Y ese vacío, ahora, es también escultórico. Es la vergüenza del expolio. Pero, a la vez, la matriz que, desde la nada, dibuja todo. Es, sí, el asombro de la presencia dentro de la ausencia.

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Nos sentamos en el Teatro de Dionisio. Justo en el medio aún se aprecia la circunferencia (todo en esta ciudad son cicatrices) donde estaba la timele, el altar desde donde levantar el Tragos (la cabra), el trofeo que dará nombre a la Tragedia. Hasta 15.000 personas podían estar allí, sentadas, viendo cómo Esquilo, Sófocles y Eurípides hilvanaban historias capaces de ofrecer mimesis, purificación y catarsis. ¿Cuáles son, ahora, nuestras máscaras?

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Paseamos sin prisa por el Ágora. Casi milagrosamente, estamos solos. Hay que construir estoas y ninfeos con la imaginación, aquí. Sólo el templo de Hefesto mantiene más o menos entero su rostro, en el que Teseo y Heracles hacen de las suyas. Colocamos las manos detrás y caminamos, en silencio, imitando al Sócrates que nos presentó Roberto Rossellini en 1970. El sabio, viejo y despistado, que se divertía rizando el rizo del argumento ajeno, estirando del ovillo la hipocresía y la falacia. Releemos estos días Las nubes de Aristófanes. Al final de la comedia, el agricultor ateniense, al que intenta sin éxito instruir el filósofo, quiere quemarle la casa. El teatro es, en esa época, el mass media de la ciudad. Estrepsíades le acusa de insultar a los dioses. Esa imagen del pensador, caricaturizado como un sofista de medio pelo, se escampará como aceite por Atenas. Hasta que lleven al antiguo héroe de la democracia -sabemos que luchó en la guerra del Peloponeso- a la pena de muerte. Ahora esas piedras desordenadas sí prenden sentido. Es el mercado, ayer y hoy, tan capaz de construir comunidad como de sacrificarla.

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Bajamos serpenteando las calles de Anafiótika. El barrio fue construido, en el siglo XIX, por trabajadores venidos de las isla de Anáfi, y aquí levantan, como en su tierra natal, un laberinto de casas blancas y azules. Plaka ya es otra cosa, con bellas plazas, por supuesto, pero ya invadidas por las marabuntas del turisteo.

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Siguen bramando, con un compás milimétrico, las cigarras de Atenas. Nos hospedamos en el barrio de Exárcheia. Aquí los grafitis son los tatuajes de una sociedad que ha pasado por todos los estadios de la indignación. La plaza vuelve a ser ágora, ahora contemporánea, y los palimpsestos de este lugar -entre el movimiento anarquista y la estética antiglobalización- nos hablan a trompicones. Los perros, excitados, corren de un lugar a otro. Hay un hermoso cine al aire libre, el BOE (y nos hace gracia el nombre porque no tiene nada de Boletín Oficial del Estado, sino todo lo contrario), y en las terrazas sigue la tertulia abierta como una ventana. Cuánta mirada esculpida por la estafa. Una sonrisa allí vale más, se ilumina la carne ennegrecida por el sol de agosto. Pedimos una cerveza en el quiosco de la plaza. De repente, un ataque de hipo nos acecha. Hace años que no nos pasa. No hay forma de frenarlo. Ese hipo -que no podía tener un nombre más griego- nos recuerda cuánto tiene de espasmo esto de estar vivo.

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Es domingo por la mañana y hay mercado callejero en El Pireo. Móviles usados, cerámica, zapatos aplastados. Llegan los cruceros a esta, otra ciudad, en la que la calma llena los cafés frente a los veleros. Dicen que el antiguo puerto de Zéa constituyó la principal base naval de Atenas en el siglo V a. C. Quién sabe si es esta agua salada la que Poseidón ofreció a la ciudad al clavar su tridente. El olivo de Atenea no siempre ha protegido la paz de estas gentes. Parakaló, oímos una y otra vez en los vagones de regreso. La pobreza también es una guerra.

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Prisión de Sócrates | Foto: Albert Lladó
Prisión de Sócrates | Foto: Albert Lladó

La Acrópolis es casi más interesante desde afuera. La colina de Filopapo es el mejor lugar para darse cuenta de que esto no es un parque temático. Hay silencio en la prisión de Sócrates. Y una cierta y extraña calma en Pnyx, el lugar en el que semanalmente se reunía el que dicen que fue el primer congreso democrático de la historia. No hay parafernalias, la roca desnuda y rosa, y el verde indómito, nos lleva a la cumbre. Aseguran que estos caminos aún los recorren las musas.

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La tarde se resiste a caer del todo. Detrás de las palmeras, un grupo de tortugas descansan, apelotonadas, aprovechando la sombra de los Jardines Nacionales. Zenón está por todas partes.

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El lunes la plaza Omónia suena a claxon y a bocina. Alguien, no muy lejos, se inyecta lo poco que le queda de heroína. El mercado central exhibe la plata de su pescado, y cada parada tiene en el pasillo una mesa para cortar la carne. Hay pulpo, especias y frutos secos. Los viejos riegan con las mangueras.

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La urbe enseña músculo en  Syntagma. Si andamos desde allí, por la avenida Panepistimiou, llegamos a una tríada de edificios. La Biblioteca Nacional, la Universidad de Atenas y la Academia de las Artes muestran el dorado de sus columnas y frescos. Cerca, en la avenida Venizelou, encontraremos la mayoría de museos de la capital griega. Desde el magnífico Benaki al que está dedicado, íntegramente, al arte cicládico. Vale la pena acercarse al Museo Bizantino porque hace poco tiempo que ha abierto sus jardines. Aparentemente no tienen nada de especial. Pero allí está, ahora lo sabemos, el yacimiento de lo que fue el Liceo de Aristóteles. El extraño y extranjero, una vez más, tiene que salir de la ciudad para repensarla. En la periferia también se camina. Con las manos en la espalda.

Templo de Hefesto | Foto: Albert Lladó
Templo de Hefesto | Foto: Albert Lladó

 

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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