Carmen Laforet | Retrato de Hakima El Kaddouri | WikiMedia Commons

Un referente a pesar de todo

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Carmen Laforet | Retrato de Hakima El Kaddouri | WikiMedia Commons

No corren buenos tiempos, salvo excepciones, para aquel tipo de narrativa que hasta no hace mucho uno podía paladear con sosiego y profundidad, fruto de una prosa cuidada y trabajada con multitud de recursos estilísticos y por ende literarios. El propio texto arrebataba la atención al lector originando un inseparable diálogo entre ambos, pues como señalaba Dámaso Alonso, las obras literarias no nacieron para ser estudiadas y analizadas, sino para ser leídas y directamente intuidas. Ahí radica uno de los logros más notables de la narrativa, en la misteriosa seducción ejercida sobre el lector que se siente transportado a un tiempo y un lugar determinados. Pero para lograr esa intuición, el lector debe asimilar el contenido del texto artístico, pues solo cuando una obra es leída llega a su realización estética, indicaba Félix Vodicka. En este sentido podemos añadir que la respuesta del lector ante la obra de arte implica que ésta no sea interpretada con las mismas motivaciones por las que fue creada, una actitud ya contemplada en el movimiento de la “estética de recepción” de la Escuela de Constanza.  Por ello la valoración del lector ante el texto literario estará de acuerdo con sus conocimientos y las experiencias vividas, determinantes en su capacidad de análisis y espíritu crítico. En consecuencia, el lector no iniciado, sin una ancha sensibilidad receptora, no es exigente ni le preocupa la génesis de su placer, más interesado en lo que sucede que en la forma en que es narrado, un punto de vista muy cercano al conjunto mayoritario de los destinatarios actuales.

Ediciones Destino

Y en esta tesitura nos encontramos con novelas, tales como Nada, de Carmen Laforet, que sigue asombrando al receptor actual, iniciado, seducido por el deleite de penetrar en lo más hondo de la problemática expuesta y desde luego en la manera artística en que es presentada. Una jovencísima Laforet, estudiante de Filosofía y Letras, no solo se alzó con el primer galardón del Nadal, sino que además se convirtió en un best seller de la época, cuando todavía no se sabía qué era eso y todavía mucho más extraño teniendo en cuenta los gustos de aquel momento histórico dominado por clichés asociados a la Sección Femenina y a los principios del nacionalcatolicismo. De esta forma habría que preguntarse si en la actualidad Nada hubiera tenido la misma repercusión desde el punto de vista estético, no tanto por la distancia que supuso la irrupción de una inquietud por una nueva técnica narrativa en aquel periodo de posguerra, sino por las abundantes imágenes y símbolos teñidos de lirismo en la descripción de las sensaciones que la protagonista, Andrea, percibe a su alrededor, circunstancia que se traduce en el profundo significado que esas imágenes espaciales conceden a la trama novelesca. Quizá ese mundo de las sensaciones que tanto ha destacado Laforet en Nada, alcance una de sus cumbres en la escena en que Andrea contempla junto al resto de la familia la partida de su tía Angustias en la estación de tren. Todo un epílogo a la podredumbre moral y represiva en la despedida del personaje:

“Yo la veía con su largo abrigo oscuro, su eterno sombrero, apoyada en el hombro de la madre, inclinándose hasta tocar con su cabeza la cabeza blanca y tuve la sensación de encontrarme ante una de aquellas últimas hojas de otoño, muertas en el árbol antes de que el viento las arranque”.

También el tono lírico se aprecia en el paisaje-estado de ánimo muy propio de la novela urbana, en el que el espacio actúa sobre el comportamiento del personaje y a la inversa, su situación emocional es la lectura de la atmósfera que lo envuelve. Algo así como el silencioso diálogo en el que Andrea interactúa su estado de ánimo con el paisaje de una Barcelona que descubre en sus paseos solitarios, en los que acaba aceptando con resignación y sin titubeos la sórdida realidad y el ocaso de su esperanza:

“La ciudad, cuando empieza a envolverse en el calor del verano, tiene una belleza sofocante, un poco triste. A mí me parecía triste Barcelona, mirándola desde la ventana del estudio de mis amigos, en el atardecer. Desde allí un panorama de azoteas y tejados se veía envuelto en vapores rojizos y las torres de las iglesias antiguas parecían navegar entre olas. Por encima, el cielo sin nubes cambiaba sus colores lisos. De un polvoriento azul pasaba a rojo sangre, oro, amatista. Luego la noche”.

El efecto estético que persiguen las abundantes imágenes vertidas en Nada alcanzan al piso de la calle Aribau, donde reside Andrea temporalmente, un clima asfixiante propio de un submundo cuyos moradores se confunden con sombras grotescas y deformadas, inmersas en una realidad angustiosa que en su deriva se dirigen al caos de su propio hundimiento. No es extraño que el espacio sensorial, es decir, los efectos visuales y sensoriales de los objetos situados en el entorno de los personajes, se encuentre muy presente en la descripción de una atmósfera tan claustrofóbica, asociada al cromatismo y al olfato, ese hedor a porquería de gato que invadía toda la casa. En suma a la pérdida de la realidad:

“Me viene ahora el recuerdo de las noches en la calle de Aribau. Aquellas noches que corrían como un río negro, bajo los puentes de los días, y en las que los olores estancados despedían un vaho de fantasmas”.

Dada la abundancia de estímulos sensoriales como los citados, además de otros que encontramos a lo largo de toda la obra de innegable valor literario,  no se entiende el tono descalificador que determinados críticos han otorgado a la novela de Laforet. Desde cierto «desaliño estilístico y gramatical hasta muchos y graves defectos literarios«. ¿Pero cuantos alumnos de Filosofía y de Filología escriben hoy con tanta maestría como lo hizo Laforet en esta obra? Si esa crítica es tan exigente con Nada ignoramos cuál sería su actitud ante buena parte de la narrativa actual, tan cercana a la superficialidad  y a la inconsistencia textual influenciada por los medios audiovisuales, cuyos efectos han creado lectores con la misma precipitación con que los realizadores presentan las imágenes y los efectos especiales. Es precisamente esta generación de lectores poco iniciados el resultado, no solo de la escasa exigencia de los planes educativos, sino también de la insuficiente implicación de buena parte del profesorado en fomentar y transmitir la curiosidad y el gusto por las letras así como por las humanidades en una sociedad cada vez más huérfana de criterios. Basta acercarnos a determinados textos narrativos de gran venta en librerías para conocer de cerca la construcción tan poco exigente de una sintaxis acelerada que busca atrapar al lector en la rapidez de los hechos y en el desenlace de la historia, sin obstáculos de retóricas ni descripciones espaciales que ralenticen la avidez de un lector apresurado y voraz que no dispone de tiempo para detenerse a reflexionar sobre la profundidad de un texto y la seducción del mismo. No hay tiempo para la intuición, solo para la consumición de historias y desenlaces impactantes. Determinados escritores laureados por sus espectaculares ventas ya conocen de antemano a su público fiel.

Francisco López Porcal

Francisco López Porcal (Mislata, Valencia, 1957). Tras licenciarse en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia y doctorarse por la Universidad Cardenal Herrera-CEU de Valencia, con una investigación acerca de la noción de imaginarios en el espacio ciudadano y sus conexiones con el discurso ficcional de la novela, es colaborador en prensa diaria y en revistas especializadas. Ha publicado en 2019 el ensayo 'La Valencia literaria desde el espacio narrativo' (UNED Alzira-Valencia. Vol 47 colección interciencias) y su primera novela 'Atrapados en el umbral' (2019. Valencia, Ed. Sargantana Spain.

2 Comentarios

  1. Gran trabajo de López Porcal. Una visión lúcida y muy acertada sobre la calidad literaria en diferentes épocas.

  2. Un trabajo minucioso, lleno de rigor, donde Francisco López Porcal consigue acercarnos y reivindicar la enorme calidad literaria de «Nada». Hace que la sintamos presente, viva de nuevo. Al mismo tiempo, nos hace reflexionar sobre la creación artistica y cómo los jóvenes actuales abordan de forma totalmente diferente la lectura de las obras.

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