Virginie Despentes | Foto: Jean-François Paga | Grasset

Certera y salvaje

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Virginie Despentes | Foto: Jean-François Paga | Grasset

A Virginie Despentes (Nancy, 1969) se la recuerda mucho por su debut, la novela Baise-moi (Florent Massot, 1994) -en español, Fóllame (Mondadori, 1998)-, calificada de nihilista y trash, pero la autora cuenta ya con una producción extensa y sólida. En ella destacan el lúcido ensayo autobiográfico y feminista King Kong Théorie (Grasset, 2006) -publicado en español por Melusina (2007)-, en que Despentes dice escribir en calidad de proletaria de la feminidad, y, en el ámbito de la ficción, Les jolies choses (Grasset, 1998) -publicada en español como Lo bueno de verdad (Anagrama, 2001)-, Teen Spirit (Grasset, 2002), Bye bye Blondie (Grasset, 2004; Pol·len, 2013) y sobre todo Apocalypse Bébé (Grasset, 2010), un híbrido de novela policíaca y sátira social que anticipa ya, con su abigarrado mosaico de personajes, el estilo de su última obra. En Francia, los dos primeros volúmenes de la trilogía Vernon Subutex salieron a la venta en 2015, y se espera con expectación el tercero. La traducción española del primer tomo, a cargo de Noemí Sobregués, ha sido publicada en 2016 por Penguin Random House.

Vernon Subutex demuestra y confirma, de modo irrebatible, el talento de la autora para captar el latido de la ciudad –París, a través de un recorrido por sus barrios y su periferia, y, en mucha menor medida, Barcelona- y recrear los pensamientos más íntimos, inconfesables y obsesivos de un pintoresco muestrario de personajes. El título de la trilogía corresponde al nombre de su protagonista, un superviviente del punk rock de los ochenta que no se ha adaptado al ritmo vertiginoso de la historia y la sociedad, y ha quedado atrapado en una versión envejecida aunque muy cool del joven que fue. Como una especie de daimon o mediador, Vernon Subutex atraviesa distintos órdenes, estratos y condiciones; sobre él se proyectan los miedos pero también las aspiraciones frustradas de una suma heteróclita de personajes.

El origen del nombre Vernon Subutex -pseudónimo que Despentes manejó durante un tiempo en Facebook– no se explicita en los dos primeros volúmenes. La clave se halla en el heterónimo que Boris Vian utilizó en su primera novela, J’irais cracher sur vous tombes (1946): Vernon Sullivan. Por otra parte, el término Subutex designa el fármaco de la buprenorfina, utilizado en el tratamiento de la adicción a opiáceos como la morfina y la heroína. Tal vez el apelativo pueda explicarse en razón de un cierto efecto  -sucedáneo o sustitutivo de la droga dura, antídoto contra el odio y la sensación de fracaso- que produce este personaje en quienes tratan con él.

Durante veinticinco años Vernon Subutex regentó una tienda de discos llamada Revolver -claro guiño al negocio de la calle Tallers de Barcelona, ciudad en la que Despentes ha vivido varios años-, pero, desde que la crisis de la industria discográfica no le dejó otra opción que cerrarla, sobrevive sin apenas dinero, “en modo apnea”:

“Vernon nunca ha sido lo bastante perseverante en sus ideas como para estar realmente deprimido. Es lo que siempre lo ha salvado. La gravedad de su situación deja de interesarle.”

Random House
Random House

En su aislamiento y forzada ascesis, Vernon se acostumbra a vivir con la sensación de vacío en el estómago, y se dedica a rememorar su inventario de pérdidas, que se vuelve especialmente macabro cuando llega al apartado de las muertes de amigos, lo que él llama “la serie negra”. Cuando muere Alexandre Bleach, cantante de éxito y producto mediático para bobos –bourgeois-bohèmes; “pijipis”, en la traducción española-, Vernon se queda sin nadie que le pague el alquiler y es desahuciado. Sin ser del todo consciente de su situación, mete cuatro cosas en una bolsa y piensa en alojarse en casa de alguien. Lo más valioso de su exiguo equipaje son las tres cintas de vídeo que Bleach grabó poco antes de morir de sobredosis y que constituyen algo así como su testamento.

“A Alexandre le llegó el éxito como si le hubiera pasado por encima un camión. No daba la impresión de haber salido indemne. Su problema no había sido creerse el mejor, sino su violenta desesperación, que agobiaba a los que lo rodeaban. No es fácil ver a alguien consiguiendo lo que todo el mundo desea, y encima tener que consolarlo […] ¿Fue un buen amigo? –evidentemente no. Pero, en su situación, le parecía del todo imposible ayudar a un cantante posiblemente millonario.”

El primer lugar donde Vernon acude a cobijarse es el apartamento de Emilie, a la que hace mucho que no ve. En sus tiempos de juventud, era como un chico más de la banda -tenía sentido del humor, una buena colección de discos y se crecía en el escenario-, pero ahora trabaja en Fomento y su cresta de antaño ha sido sustituida por un corte de pelo discreto: “Ha hecho todo lo que sus padres querían que hiciera. Salvo tener un hijo, así que lo demás no cuenta”. Después Vernon recurrirá a Xavier, un guionista sin éxito que vive en un piso amplio y confortable con Marie-Ange, su acaudalada esposa y auténtico ascensor social, y su hija de cinco años. Xavier siempre ha sido de derechas -“No es que él haya cambiado, es que el mundo se ha alineado con sus obsesiones”-, y con el tiempo su xenofobia e irascibilidad han ido en aumento.

Vernon se aloja también en casa de Sylvie, que fue una de las primeras novias de Bleach y ahora se enamora loca e inesperadamente del viejo rockero caído en desgracia. Esta mujer, rica heredera con ideología de izquierdas, se siente abandonada por su hijo y se aferra desesperadamente a Vernon, como si fuera su última oportunidad para amar, pero él, hastiado de su dependencia y sobre todo de su bombardeo de reproches -“Sylvie no solo es negativa como una lluvia fina que te hiela todo el día […] alternaba las fases de euforia amorosa con las crisis de agresividad demente”-, acaba huyendo de ella, no sin antes robarle unos cuantos objetos de valor. Sylvie, furibunda, troleará su página de Facebook e inundará las redes con comentarios incendiarios. Después Vernon será acogido por Gaëlle, una butch a la que conoce también de los viejos tiempos, y posteriormente por Patrice, un obrero con rencor de clase que siempre ha maltratado a las mujeres:

“¿Qué actitud debía adoptar? ¿Silbar sabiendo que formaba parte de la clase social de los punching balls, de los felpudos, de los mojones? […] No tengo estatus social. No tengo futuro profesional. Si renuncio a la violencia, ¿en qué momento me siento el amo? Sinceramente, ¿quién respeta a un obrero dócil?”

Además de los viejos amigos de Vernon, se nos van presentando, en capítulos alternos a la narración de sus andanzas, otros personajes concitados por la intriga en torno a las cintas que Alex Bleach grabó en casa de Vernon y le dejó como testamento. Hacen su aparición Laurent Dopalet, un productor adicto al éxito -“Le encanta la efervescencia que va unida a él […] el supervoltaje inaudito, la idea de que todo puede pasar y de que todo pasa”-, y la Hiena, personaje que ya aparecía en Apocalypse Bébé como una detective de métodos poco ortodoxos y con una tentacular red de contactos, y que ahora se dedica fundamentalmente a “repartir hiel” y destruir reputaciones en las redes sociales. Dopalet, hombre poderoso pero muy susceptible a las críticas, es uno de sus principales clientes, y le encomienda ahora la misión de encontrar las grabaciones de Bleach, pues teme que en ellas diga algo que lo pueda perjudicar.

“Lanzar un linchamiento mediático es más fácil que arrancar un buzz positivo —ella dice que sabe hacer las dos cosas, pero la época prefiere la brutalidad. El que ataca es aquel al que se escucha —siempre hay que adoptar un pseudónimo masculino para atacar a alguien […]. El desprecio se transmite con más facilidad que la sarna.”

Desfilan otros muchos personajes por la novela. La joven periodista Lydia Bazooka, una “pin-up estudiosa” que está escribiendo un libro sobre Bleach, entrevista a Vernon y, de  paso, se acuesta con él. Pamela Kant es una estrella porno retirada, como su compañera de piso, Daniel -antes Deborah-, que ha cambiado varias veces de cuerpo -fue obesa de pequeña, esbelta y recauchutada después, y ahora está en transición de género-:

“Cambiar siempre supone perder una parte de uno mismo. Sentimos que se desprende después de un tiempo de adaptación. Es un duelo y un alivio a la vez”.

Marcia, una trans brasileña, encarnará paradójica e irónicamente “la feminidad en su faceta más turbadora”; el hecho de que el serial lover sin ataduras que es Vernon acabe enamorándose de una trans no deja de tener su gracia ni de corroborar la tesis de Judith Butler de que la feminidad es algo performado, poco más que un espejismo cultural. Un contrapunto interesante lo constituye Aisha, una joven que ha abrazado el Islam como modo de rebelarse contra el imperativo de someterse a la sociedad de consumo y ser mero cuerpo: “se niega a vender su cuerpo a los mercados. Se niega a renunciar a su humanidad”.

Finalmente Vernon se verá en la calle, e incluso en esa situación límite huirá de la compasión de la gente que lo había conocido en todo su esplendor. Sencillamente se deja caer, se hunde poco a poco:

“Cuando estás en el bando de los apestados, una clara fractura separa tu mundo del de los que se han librado […]. Las palabras ya no significan lo mismo a cada lado de la frontera”.

Sentado a la altura de las bolsas y zapatos de los transeúntes, para los que se ha vuelto invisible, conoce a vagabundos militantes como Laurent y Olga, que le imparten un curso de introducción a la mendicidad. Vernon se ha convertido en “el tío al que se busca en la red” -hay un hashtag sobre él que utiliza y sigue un montón de gente-, pero él se deja llevar por el delirio, por la música que oye en su cabeza, y huye hacia el parque. A la intemperie, una tranquilidad extraña lo invade, haciéndole sentir en sintonía con el mundo, perdidos los contornos del yo.

“No está ni triste, ni desesperado. Es otro estado de ánimo, que no conoce. Un ruido blanco. La imagen de la pantalla de la tele por la noche, cuando era más joven. Una nube de puntos, un silbido […]. Una vez traspasado el umbral, nada chirría, todo evoluciona con tranquilidad y con una rapidez inquietante: ha pasado al otro lado. El mundo de los activos le parece ya lejano.”

Vernon Subutex presenta una estructura laberíntica y acumulativa; cada sucesivo personaje aporta una nueva mirada y tiene detrás un determinado paisaje social. La instancia narrativa en tercera persona presenta una cualidad adaptable y metamórfica, pues asume el punto de vista del personaje que está bajo el foco en cada momento y que muestra, desde un ángulo distinto, alguna faceta de la personalidad o la trayectoria de los demás. Casi todos están armados con los mimbres del resentimiento -un odio macerado durante años y que se activa al menor gesto del otro-, así como definidos por la relación que mantienen con el poder, ya sea esta de dominio o de sumisión. Están los personajes con rencor de clase, como Patrice, quien considera la rabia como el último reducto de su dignidad, y está la gente con patrimonio, como Sylvie y Marie-Ange, que desprecian de modo natural a los desposeídos. A nivel ideológico, asumen protagonismo los personajes de extrema derecha, que arremeten contra los inmigrantes, culpabilizándolos de expoliar los recursos estatales. Y después está Kiko, lobo de las finanzas que responde al tipo del emprendedor salvaje y despiadado, convencido de que quien pierde la guerra es porque no merece vivir:

“¿Qué tienen los ricos que no tienen los pobres? No se conforman con lo que les dejan. Los tíos como él nunca se comportan como esclavos […]. El que se deja dominar merece que lo dominen. Es la guerra […]. Quién es el más fuerte. El más rápido. Solo eso importa […]. La única pregunta válida es quién inventa los logaritmos”.

Como hemos visto, los personajes estigmatizados o sumidos en el desprestigio social – entre ellos, los que se reapropian de su cuerpo de modo disidente: lesbianas, transexuales, estrellas del porno- están muy bien representados en esta novela que practica un cierto naturalismo de los márgenes -no por casualidad la crítica francesa ha saludado esta obra como Los miserables o La comedia humana del siglo XXI-; eso sí, con una dosis extra de ira y en un argot crudo, expresivo y provocador, marca de la casa.

Vernon Subutex se erige en un mirador privilegiado, con zoom incluido, de la sociedad contemporánea, deshumanizada y hostil, atomizada y mutante. Con una brillante técnica polifónica, desplegada ya en Apocalypse Bébé, Virginie Despentes intercepta la frecuencia mental de los personajes y hace creíbles y crudamente reales sus miserias ideológicas y existenciales; lo mismo permite empatizar al lector con un skinhead que con un sin techo. Todos, incluidos los maltratadores y los xenófobos, exponen con ira y verosimilitud sus argumentos, a través de este narrador en tercera persona que se metamorfosea en función del personaje sobre el que dirige su foco. Y, curiosamente, de todos ellos, acaso sea Vernon Subutex el menos radiografiado. Como si su fondo fuera inalcanzable:

“Los acontecimientos de la noche anterior desfilan por debajo de su cráneo sin suscitar en él la menor reacción. Está apagado. Es un espectador, alguien que se ha colado dentro de sí mismo, un clandestino. Porque al final ha sucedido: el vacío lo ha engullido […]. Las cosas ya no le concernían lo bastante.”

A Vernon le cuesta perseverar en sus pensamientos -tiene “un gran talento para pasar por alto sus emociones”-, y son los demás personajes, desde sus simpatías difusas o sus deseos, quienes lo describen. Vernon los inició en grupos y estilos musicales, y acaso por eso lo envuelve una suerte de aura indestructible; sienten por él una gratitud retroactiva que en cierto modo lo inmuniza contra el odio que cotidianamente vierten sobre el prójimo. Nos cuesta asignarle adjetivos, no porque esté mal dibujado, ni mucho menos, sino porque es el más misterioso de todos, distante y empático a la vez, capaz de bromear y de hacer sentir bien a los demás -según Emilie, sabe “extraer de las conversaciones el elemento divertido y realzarlo, un buen malabarista de las palabras”-, pero un poco ajeno a sí mismo y a su propia desgracia. En su creciente vacío reverberan las obsesiones, apegos y cobardías de toda esa gente que rastrea noticias suyas en la red y que, en la segunda parte de la trilogía, saldrá del enjambre virtual e irá a buscarlo para impregnarse de su apacible disidencia y aliviar así sus propios miedos y frustraciones.

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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