Descifrando con lupa el folio que ocupa el universo

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 Incauto | Foto: Eliana Nieves | Flickr Commons
Incauto | Foto: Eliana Nieves | Flickr Commons

La fascinación que han suscitado desde antiguo los géneros literarios muy pequeños (el aforismo, el apotegma, la sentencia, el epigrama, etc.) es tal que los mejores escritores y los filósofos más elevados no ahorraron, para aquellos que lograron manejarlos bien, los más gigantescos elogios.

Una de las prosas más sublimes del siglo XIX -la de Nietzsche- eligió el formato aforístico para rasgar con trazo minúsculo y afiladísima inteligencia los tapices de las extensas filosofías sistemáticas de su tiempo. Es conocido también que el autor de Más allá del bien y del mal, escogió para su breve listado de literatura alemana imprescindible, los textos igualmente breves del maestro de la concisión: Lichtenberg.

A su vez, Lichtenberg en esa “Vía Láctea de ocurrencias” que constituyen sus divertidísimas y (aparentemente) diminutas diatribas sobre el hombre y contra el mundo, dispone muchas de ellas a favor de la misma brevedad:

“No escribáis un libro sobre temas que puedan llenar un artículo en algún seminario -dice el aforismo- lo que un gran necio dice en su libro sería soportable si pudiera formularlo con dos palabras”.

Muchos años después, uno de los herederos directos de las intenciones-Lichtenberg, Elias Canetti, incorpora a ese universo trazado en pocas líneas, la conciencia sutil del tamaño enorme de aquello que se dice en pocas palabras:

“Frases en una palabra. Frases infinitas”.

Y entre gemas de ese género exigente y conciso, algunos cultivaron (de Horacio a Jules Renard) con una laboriosidad afín a la de los insectos diminutos, un terreno propio lleno de innovación, gracia y poesía. Un género que encontró en el hombre que descubrió que los cisnes meten la cabeza en el lago para ver si hay fantasmas debajo de su cama, a uno de sus labradores melancólicos más acertados. La innovadora destreza de Ramón Gómez de la Serna en el dibujo mental de las Greguerías (esa mixtura de metáfora y humorismo) nos acerca mucho a Micras (Diputación de Málaga. Delegación de Cultura y Educación, 2015) la obra del escritor José Calvo González que estamos reseñando.

Diputación de Málaga
Diputación de Málaga

José Calvo González (Sevilla, 1956) es escritor y Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Málaga. Sitúo conscientemente en primer lugar su oficio de escritor porque creo que es ése el que impregna toda su producción escrita y no sólo su producción literaria. Esto es, que José Calvo sea antes que otra cosa escritor significa que la totalidad de sus escritos (también los más académicos) están cuidados con la elegancia y la conciencia propias de un escritor. De un escritor que se asume como creador. Es también por ello, me atrevo a seguir diciendo, que el objeto de su escritura más literaria, particularmente en Micras pero no sólo en esta obra, es la propia escritura: la escritura como acto de creación. Volveremos enseguida sobre esta cuestión. Creo, decía, que José Calvo es, ante todo, escritor pero eso me exige decir algo sobre su ubicación como escritor a partir de ese otro campo por el que muchos le conocimos: el jurídico, o, mejor, el filosófico jurídico.

En relación con su campo de conocimiento más específico, la filosofía jurídica o filosofía del derecho, podemos comenzar diciendo que corresponde a José Calvo una intención integradora. Esto es, a él se le deben algunos de los más finos (y en algún punto más valientes) intentos de integrar el arte y la literatura en los estudios jurídicos. Gracias a tantos estudios sobre cultura artística, literaria y jurídica como El escudo de Perseo: la cultura literaria del derecho, El alma y la ley: Tolstoi entre juristas, o sus aproximaciones humanísticas a Quevedo, Swift o el cervantismo, hace tiempo que podemos afirmar que el autor de Micras es uno de los referentes imprescindibles del campo Derecho y Literatura a nivel internacional.

¿Y de la literatura fuera del campo afectado por el derecho?

Sí, uno puede haberse esforzado en integrar la literatura (también la pintura, el arte en general, o la música) en el campo de estudio del derecho como una vía de afectar esos estudios al ámbito más general de las humanidades; uno puede dedicarse a comprender (y ayudar a comprender a los demás) las relaciones del derecho con la literatura o a examinar al derecho en tanto que literatura (una forma de narrarse, de narrar, justificar y argumentar) y no por ello sentirse impelido, ni siquiera interesado, en escribir una sola línea con intención poética, o simplemente con intención… literaria.

También puede suceder que sí. Es decir, que el estudioso de la literatura y de sus relaciones e intersecciones (intersecciones también instrumentales, estructurales, institucionales, etc.) con otras ciencias o campos del saber, se sienta atraído por la posibilidad de escribir. Una primera advertencia cabría de entrada aquí: no es nada, nada, nada fácil que las dos cosas se le den bien.

En efecto, hay muchas posibilidades de que ambas cosas no se den bien y no porque el jurídico sea refractario a la literatura (hay muchos escritores que estudiaron derecho y algunos que compaginaron -a menudo con más audacia que constancia- la literatura con la práctica jurídica o la docencia del derecho), simplemente sucede que no todos hicieron las dos cosas bien. Una cuestión de talento, pero, sobre todo, una cuestión de estadística. Hoy hay en los anaqueles comerciales mucha mediocridad y grandes temerarios. No es fácil escribir y no todo el mundo escribe bien.

José Calvo, sí.

El autor de Micras, y antes de Micras de Una mano de tinta (2002), Objetos de escritorio (2006) Trazos & Trizas (2007) pertenece al grupo de los que pueden hacer bien dos cosas distintas alternativamente e incluso dos cosas distintas a la vez.

“Escribir -leíamos en Trazos & trizas- es la inventio per se como el placer de reescribirse”.

Y entre thrillers tipográficos, filosofía (ad libitum), epistemologías vívidas (“El desengaño es el obsequio del conocimiento que nos saca del error”); bestiarios en el tono jocoso-lúgubre de Ferrer Lerín (¡estupenda la micro parábola novelada Otro gallo le cantara!) microrrelatos sobre el arte, la niñez y la poesía, José Calvo incluía ironía, heterodoxia, poesía y pensamiento, todo, todo, todo a la vez.

Déjeme que diga algo más sobre eso de hacer bien dos cosas (¡o todo!) a la vez. Tiene que ver, precisamente, con la ironía, el pensamiento y la heterodoxia. A ver, a la reflexión sobre el proceso de escribir puesto en relación con el tipo de deje heterodoxo que deja la deserción del derecho (la deserción como relativización, en el mejor sentido, como distanciamiento de su exceso formal y su aire sacro) le he dedicado algunos insomnios, insomnios que a juzgar por la claridad de las conclusiones a las que he llegado, más bien deberían parecerme nebulosos duermevelas. Sí, al desvío de la senda del derecho le he dedicado pensamientos brumosos e improductivos, sobre todo. Déjeme, no obstante, compartirlos con usted.

Decía que he pensado en ello muchas veces, de hecho yo mismo he acuñado (creo que solo para mí) la categoría jurídico-literaria del torcido. Llamo torcido al escritor que habiendo estudiado derecho, se desvió luego hacia la vocación propiamente literaria no sólo para escribir, sino para escribir… torciendo. A menudo, no sólo para escribir torciendo sino para torcer -ya desde allí- otro tipo de normativa: el gusto más extendido, la ortodoxia dogmática, el uso, la forma mejor vista, el canon literario. Es decir, caracteriza al torcido una doble nota: habiendo estudiado derecho (habiendo estudiado dogmáticamente las normas), se separa luego de la norma para entrar en la literatura y una vez allí, como si ya anidara definitivamente en él la más profunda de la desconfianza hacia las normas, manifiesta (consciente o inconscientemente) la subversiva voluntad de sublevar la forma en su cobijo (desacatar las normas de la casa de la forma, por así decir).

«La estupidez y la insensibilidad me parecen inscritas en el programa. Mediocridad de alma y ausencia total de imaginación entre los mejores de la clase», dejó escrito Paul Valery tras su paso por los estudios de derecho en Montpellier.

Escritores que estudiaron derecho y escribieron hay muchos y no por ellos son torcidos. Un torcido, recordémoslo, es alguien que estudió derecho… ¡y se torció para torcer! El requisito de torcerse para torcer hace que ni Grishman ni Von Sirach sean dos torcidos. Escriben sobre derecho pero sobre todo escriben derechos. Tampoco es un torcido García Márquez; ni lo es, por ejemplo, el escritor de origen húngaro Stephen Vizinczey, autor de la estupenda En brazos de la mujer madura o de ese retrato malhumorado de la justicia norteamericana que es Un millonario inocente. Vizinczey estudió con Lukács en Budapest, pero su inglés, como el de Nabokov, como el de Conrad, de un esplendor modélico, sólo es raro por una calidad inexigible en el foráneo y no porque desafíe toda clasificación.

Witold Gombrowicz es, en cambio, un torcido en toda regla si se nos admite la contradicción en términos. El autor de Ferdydurke estudió derecho en Varsovia y luego supo mejor que nadie darle una forma a la inmadurez: ese tiempo de la vida contra-putrefacto, esa forma joven de crecer sin marchitarse, es decir, esa forma de extrañarse de la evolución de nuestra propia forma.  Bohumil Hrabal estudió derecho y publicó más allá de la mitad de su vida sus Clases de baile para adultos y alumnos aventajados, rara obra que hace que el escritor de Brno además de muy querido por nosotros sea todo un torcido. André Gide cuyo padre era profesor de derecho en la Universidad de Paris se desvió de lo que se espera de un jurado para dejarnos No juzguéis, problemático análisis de casos que escapaban a las reglas de la psicología tradicional y de la justicia: un torcido. De los torcidos patrios (aunque sepamos por Rilke que la infancia es la única patria digna de tal nombre) vuelve a acercarnos a la obra de José Calvo el raro estudioso de derecho don Ramón. También Javier Tomeo -licenciado en derecho y criminología en la Universidad de Barcelona- utilizó, estoy de ello bien seguro, el torcimiento de una ciencia tendente a la tradición, la jerarquía, la seriedad y el dogmatismo para enhebrar dos de sus historias más personales: el torcimiento notarial de El castillo de la carta cifrada (1979) y esa entrevista de trabajo que deviene lección psicoanalítica de derecho laboral: Amado monstruo (1985). El poeta argentino Oliverio Girondo, lector de Nietzsche y estudioso de juristas, es, a mi entender, otro perfecto ejemplo de torcido. La vitalidad de En la masmédula (1953) -con todos sus significados profusos,  múltiples y polivalentes- puede leerse como un hálito desesperado destructor de los sentidos, perfecto contrapunto al formalismo estético pero también jurídico; Ángel Bustos poeta torcido (raro + derecho) fue retorcido por la dictadura argentina… No es este el lugar más apropiado para recoger el torcimiento de estupendos aforistas que renunciaron cabalmente a la docencia del derecho como Pablo Miravet, ni descargas eléctricas llenas de furia y retorcimiento como las que propinó sobre las normas de la moral social, el mismísimo Baudelaire o E. T. A. Hoffman, autor de Los elixires del diablo (antes de que el imaginario cinematográfico asociara íntimamente -vaya usted a saber porqué- al abogado con el mismísimo Satán).

Debemos terminar aquí la digresión a propósito de la subjetividad particular y la ontología literario-personal de José Calvo y ya sólo apuntaré que el mejor de los torcidos Franz Kafka estudió derecho -obligado por su padre- y al terminar las prácticas en los tribunales ingresó como pasante en una agencia de accidentes laborales para desarrollar luego, ¡competentemente!, un trabajo burocrático que le procuró experiencia y dinero para acometer su empeño íntimo de torcer lo más derecho: su deslumbrante afán de desalinear con palabras no sólo el mundo que él había conocido sino también el mundo entero que nosotros estábamos destinados a conocer.

¡¿A qué venía todo esto, por amor de Dios?!

A averiguar si la prosa y la poesía visual de Calvo se podía situar bajo el rótulo del torcido. No sé, no estoy seguro, de que José Calvo sea un integrante pacífico del hipotético grupo de torcidos. A primera vista no parece que su esfuerzo, encaminado a integrar, sea propiamente subversivo y sin embargo hay un trazo en Micras que tiene que ver, según lo veo, con el vértigo de la escritura como acto de soberanía, con la acción performativa (demiúrgica) de la escritura, acción de decir-hacer afín a esa función ejecutiva del lenguaje tan cara al fenómeno jurídico. Pero me reservo para la última línea de esta reseña mi aventurada opinión a ese respecto.

De lo que estoy seguro, tras leer Micras pero también micro-textos memorables de Objetos de escritorio como estos: “Bajo la rueda de repuesto, ovillada, una gata surrealista soñaba el gato hidráulico” o “Los grandes dirigibles desovan globos aerostáticos”, es de que José Calvo está embarcado en aquel proyecto de visión amplia de Kundera, la posibilidad de aproximarse y entender toda una época a partir de una novela, una pintura, una filosofía, un tema musical. Hay en Micras poesía visual, juegos, marcas, hermenéutica de los útiles del escritor y de la escritura, metáforas de las grafías pero también hay -entre registro de greco latinos e inventario de hallazgos para el complejo formato chino de los micro-textos- cultura, derecho (“De verbo, et nominibus, et lege”), pensamiento, filosofía, melomanía y Musica libera.

Micras principia con Sola Scriptura: origen, pluma y otras tecnologías, troubles in mind, escritorio, génesis (“Puso Jehová en el Mar Negro la tinta sobrante del escribir el mundo”), texturas, buena educación, relajación y tensión del escritor con el cuaderno:

«La hoja lechosa. Y en mi mano una taza de café negro. La hoja frente a mí, arrojando su guante blanco».

Hay papiroflexias, papelería, hermenéutica del sentido porque el eje temático sobre el que gira la última obra literaria de José Calvo es -debe haber quedado de manifiesto ya- la propia escritura.

La tercera persona que recorría con zapatos blancos las páginas de sus obras anteriores da paso aquí, según lo veo, a la mirada, no siempre confiada, del escritor sobre su escritorio, esto es, sobre su microcosmos más querido: inminencias, tipología y metafísica de la blancura, amor, odio. No es tan raro. Es sabido que el escritor resulta muy a menudo un personaje más de la escritura. También lo pueden ser sus utensilios: Conan Doyle conminó a Sherlock a pensar con el trazo de la pluma, Paul Auster dedicó The Story of My Typewriter a su Olimpia SM9. Don de Lillo ha insistido en muchos lugares sobre la materialidad marmórea del tecleo, la escultura que resulta del golpeteo en una determinada máquina de escribir. José Calvo continua en esa clave el argumento solipsista de Trizas y trazos y de Objetos de escritorio, el papel, la pluma, la palabra y la tinta: un universo. Y a través del punto como orificio de las introspecciones (más que como mirilla de la vida circundante) desfilan con suaves telas ataviadas, la página desnuda, la pagina erotizante, polisemias, ecos de la vanguardia, anáforas, homofonías, el lenguaje, la existencia y el vacío que procuran al final las palabras y la vida.

El aliento poético de Micras sopla por igual en la poesía visual con una marcada querencia por la figuración tipográfica y un impulso afín al que deben compartir cultivadores tan exigentes y estimables como Nicos Vassilakis, Bartolomé Ferrando, Pierre d. La, Tchello d’ Barro, Martin Gubbins, José María Calleja o Sergio Pinto Briones entre muchos otros poetas de ese género de impacto imaginativo inmediato y graciosamente feroz.

Y así gozamos: Pro-Letario, Para-Abecedarium, figuras, siluetas, letras de diseño, acumulación de representaciones e imágenes mentales, hallazgos de la imaginación sobre la línea o mejor, entre líneas. Y aquí como la greguería de Don Ramón, el retrato en que se basa la imagen mental que se hace el lector de Micras puede surgir de forma espontánea pero su formulación lingüística es siempre fina y casi siempre muy elaborada. Todos los artilugios de la Papelería o de la Hermenéutica del sentido recogen sintética, ingeniosa y humorísticamente ideas sobre el (sólo en apariencia seguro) abismo de la escritura.

El de la brevedad es un género materialmente asomado a un precipicio, pues aventura, si es correcto, a un farallón profundo de sentidos. Pero al mismo tiempo, el de la brevedad es formalmente un género muy hospitalario y entre las Micras hay citas, fábulas milésimas, guiños a la niñez como los que en Objetos de escritorio se dedicaban por igual a H. G. Wells o a la estocada en zig-zag del vuelo de una mosca, aforismos tentativos, neo-términos (vehemencia senil, canapés de foei-glass), greguerías: “La línea de margen es el quitamiedos del escritor al vacío”; “As de bastos, o la letra con sangre entra”; “En el mus de la escritura se envida con la réplica”; “Al término de la vida el final es una línea continua”; definiciones, ocurrencias de doble lectura, metáforas. ¿Algo más? Sí, ecos de Borges (Letra chinesa, Terror blanco); metaliteratura (Cortázar que habitas en las alturas), lichtenbergianas, lenguas y juegos, fantasías caligráficas, teoría del cuento del terror con guiño (muy merecido) a Potocki, sueños, ideas luminosas de la letra i.

Sí, neo-lengua que entronca con las propuestas semánticas por el río de las isofonías, las Zoologías parafrásticas, artesanías, collages y tropismos de esa conspiración de moluscos que resulta el conchabarse, o de esa ontología del escarabajo, ese animal siempre cabizbajo como aquel ministro afligido. Formato minimalista, texturas, estilo poético, poética de la minuciosidad. la paronomasia, la dilogía, la paradoja, el oxímoron o el calambur: Epistolario, Lecturalia Errata, sed non corrigenda, Praescripta calligraphica.

Amplié su mundo, lector, acerque su lupa a Micras, observe lo pequeño. Desconfíe de esta página, mire un folio en blanco y dude también de él. ¿Podríamos observar, o mejor, podríamos disfrutar del titilar lejano de una estrella, si ésta no nos pareciera, contra toda evidencia, apenas un punto diminuto dibujado en un negro tapiz irresoluble? ¿Son las estrellas lo puntos fijos o los puntos suspensivos de nuestro firmamento? ¿Debemos a algún demiurgo hiperactivo y loco el esfuerzo de haberlo reducido todo a una palabra para que pudiéramos leerlo así? Metafísica contradictoria de los folios (el folio es un espacio limitado sin embargo todos las historias pueden darse en él), anatomía de los anales del mundo, naturaleza de duda de los hombres, brevedad del texto afín a la ridícula brevedad de nuestra vida, relatos que nos explican.

Sí, mucho después de que Marco Aurelio eligiera en su Meditaciones, el formato disperso, breve y fragmentado fuera de la cronología del mundo para dirigirse a un yo también cuarteado, después también de Lichtenberg que lo llenó de un humor insuperable, Battaglia, Bundgaard, Eco, Falzon, Pitigrilli o Steiner, entre muchos, muchos, muchos otros, se sintieron atraídos por un género que -siempre lo he pensado así- guarda una desconcertante afinidad con nuestra particular ontología. “Él se escribió a sí mismo en trozos”, escribió Canetti. Quienes pensamos que el mundo hace años que desapareció y sólo quedan ya algunos trozos (concretamente jirones de piel quemada y rastros de metralla) tendemos a la torcedura, a verlo todo dislocado.

¿Es José Calvo un torcido? Nos comprometimos atrás a responder en la última línea (epitafio azaroso de los folios) esa cuestión. Diré -me considero un hombre de palabra- que quienes leemos a José Calvo salimos sabiendo siempre alguna cosa más pero no cualquier cosa más. Milton, Kafka, Kasimir Malevitch, Wittgenstein, Isidoro de Sevilla… Coetzee. En un movimiento de batuta con la pluma, este escritor de Málaga en busca de la expresión mínima -para el amante de la literatura eso equivale a decir de la expresión imprescindible- deja en el aire igual que se abandona el águila en la cima de una montaña invisible, la desconcertante posibilidad de que el ágrafo sea la nieve de la hoja en blanco del futuro. Dicho de otra forma, mostrando con lupa todas las grafía del folio donde cabe el universo, el escritor José Calvo sabe que escribir es crear en el sentido en que pensar, decir y hacer es vivir.

El lector que sepa distinguir el tono de folio blanco en el tono irrepetible del día que hoy comienza, hallará en Micras la fórmula tanto del canon como de la heterodoxia: esa alquimia de tinta que permite ajustar pero también torcer y retorcer bien la apariencia más obvia de las cosas.

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico (Valencia, 1969) es profesor universitario, crítico de cine y escritor. Colabora con críticas culturales y literarias en distintos medios y es autor de los ensayos 'Chéjov en la calle 42: mérito y decepción' y 'La tortura: aspectos sociales y estético-culturales', el libro de narrativa breve 'Una casa holandesa' y la novela 'Singular'.

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