Iván Humanes

Dialogar el aislamiento. Álex Chico habla con Iván Humanes

Los caníbales. Iván Humanes
Libros del Innombrable (Zaragoza, 2011)

Me encuentro en una nave industrial, en una fábrica, seguramente abandonada, en la periferia barcelonesa. No sé cómo he llegado hasta aquí, ni por qué he despertado en una butaca. Frente a mí, separados por una mesa y un pequeño flexo que desprende una luz intermitente, está Iván Humanes. Una ventana minúscula, en el otro extremo de la sala, nos permite ver a lo lejos la torre de Collserola. Lo demás, descampado y más fábricas.

Para Iván Humanes la escena le es familiar. Sólo quieren que hablemos, me dice. Y añade, con ciertas desgana, sé cómo funciona todo, charlamos un rato y luego abren la puerta. Me explica que no es la primera vez. Ya ha estado en situaciones similares en otras ocasiones y sabe, por experiencia, que lo único que puede hacerse es pasar el tiempo hablando y fumando. Me pide disculpas, como si él fuera el responsable. Le excuso, pero él insiste. Cree conocer la causa del aislamiento y esa causa no es otra que la lectura. Le ha pasado a otros lectores. Ya me ocurrió, me explica, con La memoria del laberinto, con 101 coños o con La emboscada. Leen estos libros y se encuentran aquí, encerrados en medio de la nada. Me habla de Agustín Calvo Galán, de Antonio Tello, de Raúl Herrero. Ahora es culpa de Los caníbales y para explicármelo me señala un libro, en cuya portada aparece una ilustración del infierno. Él me corrige: no es el infierno, es una escena cotidiana. Seres que se limitan a devorar partes del cuerpo, sobre una hoguera. Cortesía de Juan Francisco Nevado, señala. No le conozco, igual que no conozco a Tello, ni a Herrero, ni a Calvo Galán.

Ningún movimieno fuera. Me asombra la serenidad de Iván. Ya ha estado aquí antes, es cierto, aun así me sorprende su templanza. Como si nunca hubiera salido de un lugar como este. Como si este fuera, en realidad, su único lugar. Me habla de las múltiples formas de canibalismo, cosa que, por extraño que parezca, me tranquiliza. Habla de su precisión estética, matemática, de la belleza detrás de cada corte, del horror como una forma de deleitación. Sabe de lo que habla. Convive, por azar, con varios sicarios. Sabe cómo funcionan y qué supone para ellos su trabajo. Los conoce bien. Para él no son más que gente que está siempre en alerta, atentos. Personas cuya tarea no es sólo asesinar, sino convertir el asesinato en una forma de vida. No los juzga. De hecho, dudo que Iván me esté hablando a mi ahora mismo. Habla en voz alta, sólo eso.

Nunca ha sabido quién le encierra con sus lectores. A veces cree que ese enemigo está dentro de la fábrica, dentro incluso de la sala. Me habla de Frigg: se construyó un muro para aislarse del mundo y protegerse. Sin embargo, esa amenaza estaba dentro. Obviar el exterior es un engaño: el enemigo siempre logra colarse. La única manera de librarse de ese mal es aprender a convivir con él. Lo repite un par de veces y añade un nombre que no consigo descifrar. ¿Pronuncia una erre simple, como la erre de Borges o la de Cortázar o la de Proust o la de Paul Éluard? ¿O es una erre múltiple, como la de Carroll, Rousseau o Perrault? (De lo que estoy seguro es de que su español no se parece demasiado al mío).

¿Por qué no soy del todo consciente? ¿Por qué voy descubriendo los objetos poco a poco? ¿Por qué distingo, al cabo de un buen rato, un espejo justo al lado de la puerta? Es Iván quien me advierte. Me pongo a su lado y los dos aparecemos reflejados entre los marcos del espejo. Sujeta mi brazo y me pide que espere, que siga fijando la vista en el cristal. Lo que ocurre ahí delante es diferente, dice. Tiene razón. En este lugar, donde el tiempo también se detiene, pararse y observar es la única actividad posible. Y lo que sucede ante nosotros no tiene nada que ver con el lugar que ocupamos. El espejo refleja otra escena y luego otra. Se suceden las imágenes: campos de batalla, puertas, ascensores, nuevos espejos, sótanos. Sabemos que es imposible cruzar el espejo y, no obstante, esa sensación nos da la clave para escapar de un espacio como este. El reflejo que proyecta nos muestra, por un momento, el acceso al búnker: una escalera que conduce a una plaza central, y desde allí a una hilera de senderos que se bifurcan. En medio de la plaza, un profundo socavón del que parece imposible salir. Los que allí caen, me dice Iván, cometen el error de querer salir por la superficie. Si escalan, el hueco se hará mucho más profundo. La salida quedará cada vez más lejos. Hay que hacer justo lo contrario: hay que escarbar en el suelo y buscar la salida debajo.

No sé si el ajedrez lleva ahí todo el tiempo. Ya dije que esos objetos se me aparecen sin darme apenas cuenta. Es Iván quien me señala el tablero, como antes me había señalado la ventana o el espejo. Ese es su don: dar cuenta de lo intangible, de lo inexplicable. Allí, y señala a la mesa, podría situarse un punto oscuro del universo. Hay que ver el mundo en un grano de arena, me dice, y se acerca al tablero.

Iván Humanes (foto: afinidadesnarrativas.blogspot.com)

El caso es que hay un ajedrez, con las fichas revueltas sobre el tablero. Observo a Iván mover una torre, un caballo y la reina. No hay rey, dice, así que sólo tiene peones para ganar la partida (y añade: lo pequeño, lo imperceptible, puede dominar el mundo). Desconozco el ajedrez, sus movimientos, sus tácticas.  Un arte ajeno para mí y que Iván Humanes parece conocer a la perfección. Sus personajes representan una ficha y como ellos tienen una función determinada. La vida cabe en un tablero de ajedrez. Más aún: la vida es un tablero de ajedrez. Aperturas, desapariciones, disecciones, sacrificios. Un universo en donde cada movimiento cuenta, porque desencadena una nueva jugada, tal vez la definitiva. Alguien, desde algún lugar remoto, maneja la partida. No sabemos quién es, añade, y seguramente nunca lo sepamos, porque el jugador cambia, adopta tácticas distintas, varía sus intenciones según el momento y la circunstancia. Debemos aceptarlo, parece decirme Humanes. Y continuar con la partida, buscando esos movimientos alternativos, que escapen incluso a las intenciones del jugador desconocido. Si ahora todo se redujera a una partida, dice Iván, podría ciertamente ganarle. Me explica que prefiere las aperturas abiertas a las cerradas, dar salida rápida a las piezas, ronronear durante el juego, como un gato acorralado. Y si intuye que se le escapa la victoria, sería capaz de arrasar el tablero, acabar con cada pieza, destrozar la mesa que sujeta el juego, volver a empezar. Pero no puedo, señala. Nunca me han dado la oportunidad de desafiarles. Quizás Iván escribe por ese motivo. La escritura es el resultado de una ausencia, de una frustración tal vez. De una imposibilidad. La literatura le acerca a ese vacío, que intenta llenar con palabras, frases, ideas. Todo un mundo de universos posibles, por lo imposible que resulta acercarse al universo. Ahora entiendo por qué muchos escriben: porque no son capaces de hacer otra cosa.

La puerta sigue cerrada. O eso creo. Ninguno se ha tomado la molestia de acercarse hasta allí, tomar el pomo y apretar con fuerza. Sin embargo, de nada serviría forzar la cerradura. Estamos seguros de que detrás habrá otra puerta y luego otra y así tanto esfuerzo iría en nuestra contra. Minaría nuestro ánimo. No obstante, pruebo suerte, me dirijo a la puerta y aprieto fuertemente el pomo. Es inútil, me dice Iván, el futuro es un largo pasillo. Si hay una salida, no se mostrará de esa manera. Camino inverso, me recuerda: ante una puerta cerrada, construir más puertas cerradas. Ante el exceso de vida o de literatura, más vida y literatura. Ante el canibalismo, más canibalismo: emocional, político, militar, económico. Social, artístico, familiar, intelectual.

Sólo hay que esperar una llamada. Una voz me dirá cuál es mi nuevo encargo, me advierte. Alguien le expondrá su misión e Iván tendrá que acatarla. Así ha funcionado hasta hoy, reconoce. Eso hace que siempre viva al margen, aislado, en las afueras. Si todos sufrimos algún tipo de condena, esa es sin duda la suya. Al menos él, me digo, ha sabido identificarla. Si quiere ser libre, tiene que desaparecer del todo. No sólo tiene que evitar, sino renunciar a su propia identidad. No sabe contra quién lucha, como aquel boxeador… ¿King Elvis? No sabe hasta dónde se extiende el laberinto, ni el verdadero rostro de su amo, ni cuántos forman ese pequeño ejército que espera a los bárbaros, ni cúantos muros tiene que construir para luego derrocarlos, piedra a piedra, por el simple placer de devorar. Sólo conserva el instinto, la intuición, y con ella trata de salir a flote.

El teléfono, que siempre estuvo ahí, a un lado de la puerta, ha comenzado a sonar. Iván descuelga el aparato y recibe instrucciones. La puerta se abre. No le pregunto qué le han dicho, ni qué ha prometido hacer para que pudiéramos finalmente salir y comenzar a atravesar este campo lleno de maleza y fábricas. De hecho, no nos decimos nada hasta que nos despedimos. Los primeros bloques dan paso a la ciudad y una terrible sensación de estatismo, de calma tensa, sobrevuela los edificios de hormigón y cemento tan propios de la periferia.

¿Y ahora qué?, le pregunto. Ahora nada, responde.

No insisto. Algunos escritores prefieren no hablar de lo próximo que van a escribir.

[Este texto es sólo una continuación, o una respuesta, a Dialogando poemas. Iván Humanes habla con Álex Chico, publicado en esta misma revista].

Álex Chico
Blog Isla de Elca

Álex Chico

Álex Chico (Plasencia, 1980). Es profesor y director de la revista cultural 'Quimera'. Ha publicado novelas de ensayo ficción, poemarios y cuadernos de notas. 'Los cuerpos partidos' es su última novela.

2 Comentarios

  1. […] La última vez que nos citamos Álex y yo fue en una nave industrial, en una fábrica. Y el recuerdo del lugar no es baladí. El detalle sembraba la descripción que hizo Chico del momento. Me lo comenta nada más escuchar “habitación encerrada”. Que había una minúscula ventana en uno de los extremos de la sala, que se veía la torre de Collserola, que él recuerda que despertó en una butaca y entre nosotros había una mesa, un flexo en el techo desprendía una luz intermitente. Y es que Un lugar para nadie es una vivisección del lugar y del instante. Quizás las respuestas a uno se encuentren en el detalle, en la búsqueda de lo geográfico a través de la mirada interior, y a la inversa, de lo interior a través de la extrapolación de las referencias externas. Parece que está pensando lo mismo, pues regresa a Clemot y me comenta que no deja de ser curioso que este autor haya publicado un libro donde el motivo también es el viaje. El viaje y la memoria que sirven de autoconocimiento. […]

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