Diego Sánchez Aguilar | Foto: Candaya

Revelación y crisis

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Diego Sánchez Aguilar | Foto: Candaya

Es sabido que la palabra apocalipsis, tan utilizada para referirse al fin del mundo, a la segunda y terrible venida del mesías judeocristiano o a las tragedias naturales o artificiales que el cine retrata como escenarios que ponen a prueba lo “humano de la humanidad”, su capacidad de empatía y de horror, es etimológicamente un término que se traduce como “revelación” o “descubrimiento”. El nombre correcto para aquel libro del Nuevo Testamento que habla del juicio final sería, pues, como en la lengua inglesa, Libro de las revelaciones.

Factbook, El libro de los hechos, de Diego Sánchez Aguilar, con evidente resabio a referencia bíblica en el título, es un libro de las revelaciones o libro de los descubrimientos.

Tres son las líneas narrativas que conforman el torrente de esta historia: Rosa, profesora de escuela pública, ha padecido la flama de la indignación desde el 15M hasta las diarias peticiones en Change.org, sin embargo, la indignación se ha convertido ya en impotencia, en inactividad, en reproche; Gustavo, guionista de series televisivas, hedonista encapsulado en una esfera de evasivos, y elusivos, compromisos con el mundo y consigo mismo, ha llegado a un punto de inflexión: en una costa abandonada espera a que se precipite un final que él mismo no puede procurarse; por último, una voz anónima, burocrática, intenta explicar la vigilancia que el Estado mantiene sobre las redes sociales y, en especial, sobre Factbook, y su posible relación con una serie de ahorcamientos que llena los telediarios y los convierte en una novela negra, una historia de misterio que se desarrolla ante los ojos de los espectadores.

La escritura, así lo creo, llevada a sus consecuencias más íntimas, más honestas, se sucede casi como un delirio, como un proceso de revelación. No hablo, desde luego, de un modo místico, sino de un régimen individual, de historia individual, como si a través del delirio de la escritura nos fuera posible desentrañar, sacar de la entraña, lo que más nos ha herido, lo que más nos ha hecho felices. No es un descubrimiento catártico o purgatorio, no se trata tampoco de encontrar lo que nadie ha visto, lo que antes no existió, se trata de una exposición silenciosa y privada, un modo de reconocer y desconocer. Pienso en Molly Bloom, en Charles Kinbote. Es casi una revelación que nadie espera, que nadie quiere o que todos conocen ya, cada uno desde su lugar en el mundo, y a nadie afecta salvo a quien recién la descubre. La escritura es revelación, apocalipsis.

Editorial Candaya

La revelación, luego, destruye al mensajero. Como a Juan, como a Moisés, como a Prometeo. Y esto es, creo, entre tantas otras, una espina en el corazón de la novela de Diego: Gustavo y Rosa son mensajeros de una revelación, de un proceso de escrutinio al presente sin recurrir a la nostalgia como método: sin idealizar, sin colorear lo perdido, sin gozar los sufrimientos superados, los esfuerzos acometidos, las lecciones aprendidas o echadas en saco roto: no, su método no es nostálgico, es melancólico, y hay una diferencia fundamental en ello: el nostálgico es un método de reconfiguración del pasado, de reinvención, de selección y descarte, reescritura mediante el engaño de la memoria: idealización de un pasado que siempre es mejor; la melancolía, en cambio, es la obsesión, el peso negro de la culpa y la vergüenza: lo obsesivo como recursividad: volver una y otra vez a aquella relación que se pudrió, a esa vida complicada, a ese mal día definitivo, y buscar ahí, con minuciosidad, los clavos ardientes, las razones que no pueden verse a simple vista (porque no existen, y se sabe), los detalles de morbosa precisión que nada explican y que nunca cambian pero que no dejamos de percibir o de presentir porque la obsesión melancólica es así: repetición interminada del pasado que siempre es imperfecto, prospección de un futuro cada vez cancelado al imaginarlo: “este es el destino, pero porque lo he pensado, tal vez no ocurrirá”, parece que se dicen a sí mismos los personajes de Factbook.

Nada hay por corregir, nada por planear. Ahí reside, en parte, la destrucción de quien porta el mensaje. La obsesión, sin embargo, que es lo mismo que decir la historia, sigue avanzando, porque la revelación es una revelación de las ruinas, aunque sean las ruinas de ese futuro al que constantemente renunciamos. Y las ruinas siempre nos hacen creer que la historia puede avanzar.

Como en los libros necesarios, el contexto de Factbook es indispensable para lograr su función de espejo: los efectos de la crisis española, y mundial, hacia el final de la primera década del XXI; los bancos y los gobiernos coludidos en grandes desfalcos; los desahucios, sus múltiples rostros; los movimientos civiles de aquella primavera que se ofrecía esperanzadora, que prometía una nueva forma en que los individuos, agrupados, participarían en la vida pública, abandonada quién sabe desde cuándo por los empujes del neoliberalismo, del capitalismo, del consumismo, que los mantuvo ocupados en una vida prestada, sacada a golpe de hipotecas (monetarias, sí, pero también de tiempo, de trabajo, de relaciones). Aquí la escritura sucede desde el consumo extenuado, desde la alienación y el cansancio de cada individuo solitario. Es ahí donde comienza la voz de los personajes.

Y en el tiempo, una de las piezas fundamentales del libro, un modo de hacer el tiempo que es un presente interminable (como este presente que ya debería haber quedado atrás, pero se perpetua), congelado en un futuro posible y cercano que un apocalipsis (en el sentido de destrucción, pero también en el de la revelación) ha producido por medio de un terremoto que dejó desolada la Manga del Mar Menor, desde donde Gustavo observa su vida y el fin de su mundo.

Pienso en el inicio de Muerte sin fin (1939), de José Gorostiza:

“Lleno de mí, sitiado en mi epidermis/por un dios inasible que me ahoga,/mentido acaso/por su radiante atmósfera de luces/que oculta mi conciencia derramada,/mis alas rotas en esquirlas de aire/mi torpe andar a tientas por el lodo;//lleno de mí –ahíto- me descubro […]”.

Y pienso que es así como se descubren los personajes de Factbook, “ahítos”, “llenos de sí”, “sitiados por un dios inasible que ahoga”: la abstracción (dios, el estado, la globalización económica, la crisis, los partidos políticos, las multinacionales, las ONG, Internet, las redes sociales, la pareja, la familia) los agobia, los arroja directamente a su propia epidermis, al más intenso contacto consigo mismos, ahí donde la vida es insoportable porque sólo queda el obsesivo método melancólico (el de la culpa y la vergüenza sobre el futuro, más que sobre el pasado) para tratar de descubrir, revelar, qué es lo que los ha destruido, cuando de antemano saben que no hay nada, que ellos mismos son la revelación. Cortázar fue premonitorio: no hay mensaje, hay mensajeros: ellos son el mensaje.

Entramos al libro cuando el mundo ya se ha agotado, y lo percibimos en la extenuación de Gustavo y Rosa: la revelación no nos lleva a la locura, ni al final, ni a la muerte, sino a la contemplación de la locura, el final o la muerte. No estamos en el centro de la vorágine, sino a sus puertas porque el vendaval ya nos ha destrozado, pero nunca quisimos reconocer que ya lo sabíamos.

¿Cómo es la vida soñada, idealizada, cuando, en lugar de despertar, el sueño se extiende y se desgasta y persiste y nos persigue y no podemos salir a la vigilia ni volver al origen benévolo? Entonces regreso a Gorostiza, a Muerte sin fin, y a la idea de la soledad y la abstracción: porque la revelación, en el fondo, deshace nuestra conciencia de lo colectivo y nos pone de frente contra la intimidad, contra la individualidad perdida que antes de la revelación formaba parte, tan campantemente, de lo abstracto, del todo, de aquello que será destruido cuando todo se extienda demasiado en los obsesivos detalles: la participación de Rosa en los colectivos y movimientos sociales de su momento que, desde el punto álgido del 15M hasta el desgaste total, pasan a convertirse, de organismos sociales, de multitudes personales, a siglas, con organigramas y colores y estatutos y páginas web, más parecidos a un partido político que  a un grupo de vecinos preocupados; pero también le pasa a Gustavo en su mundo particular: mediante las involuntarias, pero precisas, crónicas que ofrece en la televisión española hace el relato de la vida ideal, primero en Maquetas, poniendo de manifiesto la brecha insalvable entre el deseo y lo (im)posible, y luego, con la segunda serie que escribe, Crisis, participa de la invención de un presente en el que la miseria y la farsa son virtudes heroicas.

La lucha del individuo contra lo abstracto, cuando incluso él mismo deviene abstracción, sueño perdido. El mensajero es aquel que ha obtenido conciencia-de-sí: Gustavo y Rosa han vivido, constantemente, contra la corriente, contra el estado natural de las cosas: los mensajeros (recordemos otra vez a Moisés, a Juan, a Prometeo, pero también a Simón, el mago), los que llevan la revelación, se convierten en parias, en individuos segregados por sus voces incomprensibles, por sus miradas sesgadas, o bien, encuentran a otros mensajeros, otros que como ello están solos y lo saben, pero entonces la revelación pierde fuerza, aminora su empuje, su calidad de secreto y esperanza, y ser parte del grupo de mensajeros es una forma de derrota, de resistencia suave, de lento apocalipsis, para hacer referencia a una de las historias imaginadas por Gustavo y Rosa durante su vida juntos: un asteroide se aproxima a la Tierra y no hay manera de evitar la destrucción: su viaje, sin embargo, es lento, tan lento que todo mundo se acostumbra a la presencia de esa luz en el cielo que anuncia que en algún momento llegará el caos. Se habitúan todos a la eminencia del fin, tanto que ya no transforma sus vidas.

Entonces, Gustavo y Rosa, mensajeros, vuelven a huir: esta vez él se enclaustra en la posibilidad de una muerte asistida, de un congelamiento para no despertar después, para no estar despierto ya nunca, y se recluye en ese hotel abandonado en la costa, junto a otros que están, como él, esperando el fin y su continuidad, o la continuidad que viene después del fin. La nada.

Ella, en cambio, abandona ese mundo de militancia, de activismo, de relaciones con plataformas sociales que ahora, ya se dijo, parecen más un partido político a la usanza: la abstracción contra la que luchaba logra que todo, incluso aquello que se le opone, deba optar por la forma abstracta, devenir una entidad incorpórea, porque lo concreto no puede tocar a lo abstracto y, con el tiempo, toda abstracción se convierte en una entelequia. Es ahí cuando Rosa descubre Factbook, esa red social en la que se ofrecen solamente datos: el mundo, la vida, reducidos a un puñado de números, cantidades, nombres. El mundo hecho cifra. Y a través de su participación en la red social, en “el libro de los hechos”, Rosa encuentra ese otro mundo donde, al igual que Gustavo en aquel hotel perdido, en una especie de mundo post-apocalíptico, es decir, post-revelaciones, finalmente lo revelado ya no tiene sentido, se rompe la abstracción, se regresa al cuerpo, a lo tangible, a la carne. A la muerte.

En Gustavo el cuerpo al que volver es su propio cuerpo, su mortalidad, su relación con el espacio destruido que lo rodea: el mar vacío, los edificios rotos, el posible salto desde un balcón abandonado. En Rosa es el cuerpo de los ahorcados que van apareciendo, desde el comienzo del libro, mecidos por el viento entre las patas de los toros de Osborne. Nuestro cuerpo, el cuerpo de los otros.

Se sucede un viaje conceptual a través del libro: primero el dato como semilla, germen, que conduce al «hecho», articulación histórica, relación y relato, y de ahí al símbolo, precisión y significado de lo que nos hiere. Y es que en lo simbólico hay carne también, no sólo idea. Es ahí, en el símbolo, donde reconocemos lo ausente, lo perdido; es ahí donde lo desaparecido recupera su nombre, y sólo lo que tiene nombre puede morir: el dato duro no vale nada por sí mismo, por tanto es necesario su historicidad, su paso de ente a ser, aquello que es atravesado por la historia, nuestra historia, la historia de Gustavo y Rosa, de la España de las primeras dos décadas del xxi, de un mundo sin límites pero cercado, encerrado en la corrupción, en el deseo del fin de la corrupción, en el encontronazo de las abstracciones, de las necesidades colectivas e individuales que, parece, no coinciden.

Diego Sánchez Aguilar ha escrito una novela que es pura intemperie. Es difícil trascender el mero plano narrativo, la secuencia de hechos, y lograr que el texto literario se encarne en símbolo de algo. Desde las crisis económicas y sociales hasta las individuales, las familiares, las culturales (la crisis de la idea de cultura como modo de resistencia social, por ejemplo, convertida en modo de aislamiento, de pasividad, como en el caso de Gustavo), las crisis amorosas, las creativas, las de la integridad individual y la coherencia, en fin, la novela de Diego es un libro, también, de las crisis. Libro, por tanto, necesario.

Eduardo Ruiz Sosa

Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, Sinaloa, México, 1983). Estudió ingeniería industrial en el Instituto Tecnológico de Culiacán. Master y Doctorado en Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Barcelona. Máster en Creación Literaria en la Universidad Pompeu Fabra. Doctorando en Filología Española en la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha publicado el libro de cuentos 'La voluntad de marcharse' (Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2008), con el que obtuvo el Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo; la novela 'Anatomía de la memoria' (Candaya, Barcelona, 2014), con la que obtuvo la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens (2012) y el libro de crónicas 'Primera silva de sombra' (Caballo de Troya, México, 2018). Textos de diversa índole (artículos, ensayos, crónicas) han sido publicados en medios impresos y digitales como 'Literal', 'TextoS', 'La Palabra y el Hombre', 'El Universal', entre otros. Sus campos de investigación son la historia de la ciencia, la historia de la literatura, la historia cultural y la relación entre historia, ciencia y literatura. De 2015 a 2018 fue profesor investigador de la Facultad de Historia de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Actualmente reside en Barcelona.

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