Ilustración de la portada de 'farándula' | Anagrama

El afán de espolear

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Marta Sanz | Foto: María Teresa Slanzi
Marta Sanz | Foto: María Teresa Slanzi

“A Valeria le habían mentido al hacerle creer que el éxito era la dignidad con la que uno desempeñaba su trabajo un día detrás de otro. La valentía de no darle a la gente lo que espera. La alegría por el trabajo bien hecho. Mentiras y más mentiras. El consuelo del pobre […]. Lo que importaba era la felicidad que uno nunca encontraba dentro de sus vísceras solitarias y caducas. Lo que importaba era el foco y el foco y el foco. Y el aplauso. Y el papel cuché.”

Marta Sanz (Madrid, 1967) se sitúa en la corriente del realismo crítico, testimonial y comprometido que lleva implícito un posicionamiento ético. En sus obras de narrativa, las vidas ficticias que presenta y disecciona sirven para radiografiar la sociedad, que sólo se puede captar a través de la intimidad de sus individuos. Así, en Animales domésticos (2003) y Susana y los viejos (2006), realizaba certeros retratos sociales y psicológicos en que cada personaje decidía cómo engañarse a sí mismo o, por el contrario, cómo superar lúcidamente los modelos impuestos y abandonarse a un sinfín de contradicciones íntimas. En La lección de anatomía (2008; 2014), autorretrato desde el teatro anatómico, la autora partía de su propia biografía y trayectoria para analizar una sociedad y un estado de cosas, y aplicaba el escalpelo del lenguaje a la realidad de nuestros días. En Daniela Astor y la caja negra (2013), Sanz se asomaba a la Transición española para reconstruir la historia sentimental de la época, y exploraba la relación entre realidad y representación, tema este último en el que ahonda en su novela más reciente, Farándula, la que aquí nos ocupa.

Farándula, obra ganadora del Premio Herralde de Novela 2015 y publicada por la editorial Anagrama, se cierne sobre el inestable mundo del teatro. En más de una ocasión ha declarado la autora, a propósito de esta novela, que escogió focalizar en la profesión de actor porque el medio teatral constituye la cara más visible, icónica y ostentosa de la cultura, que pasa por pésimos y enajenados momentos. Sanz realiza aquí, a través de distintos personajes, una exhaustiva investigación literaria de los entresijos del yo actoral, y vincula sus altibajos a causas exógenas como, entre otras, la precariedad de este oficio, con picos de hasta un 90% de paro, o su sobreexposición al sensacionalismo de los medios y a la ira de las masas. Con todo, no elude la espinosa y polémica pregunta de hasta qué punto los propios profesionales del sector han sido responsables, con su aquiescencia o su conformismo, del desprestigio y la estigmatización de que son objeto.

Anagrama
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La novela principia con una sucesión de imágenes agolpadas en la mente de Valeria Falcón, una actriz “de nombre aéreo, espectacular, y aspecto endeble, anodino”, en los breves instantes en que el tacón de una de sus botas se queda clavado en la rendija de un respiradero y ella se ve asaltada por un torbellino de imágenes y sonidos que afluyen y confluyen en la madrileña Puerta del Sol y sus aledaños: pancartas, hombres anuncio, policías, vendedores ambulantes, atuendos a la moda, flecos de conversación, politonos de móviles, armonías industriales, etc. Esta enumeración caótica es toda una declaración de principios y anticipa la estética que marcará toda la novela. Sanz aborda la realidad, sí, pero desde un lenguaje sobredimensionado, expresionista y acumulativo, que a menudo busca el feísmo y la metáfora vibrante y demoledora, como modo de contestar a la precariedad expresiva que define al actual estilo hegemónico.

Se trata de una novela coral, en que se nos muestran retazos de las vidas y contradicciones de varios actores de distintas generaciones y talantes. El personaje que adquiere mayor relevancia, y que hace de eslabón generacional entre las otras dos actrices, es Valeria Falcón, autoexigente y siempre insatisfecha con su trabajo; taciturna y a ratos hosca; aburrida, de tan honesta, y éticamente insobornable. También constituye “el ejemplo vivo de que tener talento nunca ha sido suficiente para triunfar”.

Ana Urrutia, una vieja gloria del teatro con una legendaria reputación de indomable y arisca -“Torera de salón, doña Ana Urrutia se rompía la garganta, se meaba de risa, soltaba una maldad tras otra y se amigaba con hombres difíciles”-, malvive en un pisito mal ventilado y atiborrado de libros, carteles y bibelots, olvidada por todos excepto por Valeria Falcón, que un día la encuentra inconsciente en el suelo, víctima de un ictus, y se encarga de meterla en una residencia. Valeria asiste con profundo asco al linchamiento de la gran dama del teatro por parte de los medios de comunicación más amarillistas, que anuncian con gozo incontenido la decadencia de un mito:

“La leyenda de Ana Urrutia ensuciaba, como mancha de nicotina, esos papeles que la actriz recitó como nadie. Ahora sólo importaban la bancarrota y el síndrome de Diógenes. La leyenda color amarillo tifoideo sobre la máscara funeraria del astro apagado […]. Detrás de los titulares de los programas sensacionalistas de la televisión que anunciaban el deterioro físico de la actriz y su ruina, Valeria adivinó la ira del público. La misma satisfacción y el mismo resentimiento que se experimenta cuando alguien famoso muere […] un punto de vergonzosa felicidad ante la desgracia ajena.”

Natalia de Miguel, “apetitoso producto lácteo expuesto en las pasarelas del supermercado”, es una joven aspirante a actriz a la que Valeria alquila una habitación. La chica, indisciplinada y autocomplaciente, se esfuerza por mantener intactas su espontaneidad y su frescura: “Quería ser auténtica y se resistía un poquito a la didáctica”. Es una díscola disimulada, así como una adepta de los manuales de autoayuda, el buenrrollismo y el pensamiento positivo a toda costa -eso que Marta Sanz llama ideología Silicon Valley, propia del neoliberalismo, y que vende la idea de que la inteligencia es la capacidad de adaptación al medio, eliminando toda posibilidad de disensión y pensamiento crítico-. A pesar de que se toma la actuación como un juego, Natalia de Miguel se acaba revelando como una gran actriz, primero como clown al estilo rubia tonta en un reality show, y luego en el teatro, interpretando a Eve Harrington en Eva al desnudo, transposición escénica de la película de Joseph L. Mankiewicz.

Lorenzo Lucas es un actor cincuentón que de joven hizo mimo en la calle y trabajó gratis en los barrios obreros pero que después perdió la inocencia, en parte por frecuentar a personajes turbios y venenosos como Ana Urrutia, y empezó a convertirse en todo aquello que había despreciado. Conoce bien lo que es estar parado y empieza a rebelarse contra ese promover la supervivencia del teatro a costa del pan de sus hijos. Cuando conoce a la joven Natalia, se siente irremisiblemente atraído por su dulzura autista y su indolencia laboral, hasta el punto de terminar casándose con ella. Y, sin embargo, no puede dejar de preguntarse si es “tonta natural o teñida” esa joven que parece haber crecido con una bolsa de plástico en la cabeza: “Con un antifaz. Con tapones para los oídos. Inmersa en un palúdico -afiebrado, comatoso, alucinado- mundo interior”.

Daniel Valls fue un actor de reparto en malas producciones nacionales hasta que empezó a obtener papeles lucidos en otros países europeos y “Una vez triturado por las aspas de la suerte -la suerte es una minipímer-, no supo si alegrarse o echarse a llorar”. Ha llegado a lo más alto y vive en París con su esposa Charlotte Saint-Clair, una broker sofisticada y pulquérrima, una jaca rubia que confunde la filantropía con el marketing, una “ruletista engrasadora de los resortes del mundo”, implacable en los negocios pero volcada en el cuidado de su marido. La cuenta corriente y el tren de vida de Daniel Valls desacreditan sus actos de resistencia política, pero él se niega a hacer voto de pobreza o a predicar con el ejemplo. El público, protegido por el anonimato que Internet auspicia, se ensaña con Valls: lo insulta y vapulea, e incluso le desea todo tipo de muertes, a cual más dolorosa; ello le acaba acarreando al actor la animadversión de los productores televisivos y de su propia agente.

Aparecen también, fugazmente, Mariana Galán y Adolfo Villaseca, una anciana pareja de actores que, con sus huelgas y reivindicaciones, iniciaron a Lorenzo Lucas en la lucha por los derechos y la dignidad del oficio, y que se han ganado la vida como han podido -“Mariana había hecho anuncios de limpia-hogar general y analgésicos, y había interpretado papeles de chacha súcuba y se había pasado años metida dentro de una rana de felpa”-, ahorrando siempre para poder montar sus pequeños espectáculos tocados por la gracia y capaces de contar cosas sencillas y de llegar a un público cómplice. Mariana y Adolfo ejemplifican la paradoja de que sólo desde abajo y desde un relativo anonimato se puede servir a la comunidad. El capítulo dedicado a estos dos actores se titula “Pureza”, y por una vez no se trata de una ironía.

Los personajes generan empatía porque Sanz sabe dotarlos de luces y sombras. Si, por un lado, se nos habla del “flagelante onanismo” de Daniel Valls, por el otro se le presenta como un personaje atormentado que vive inmerso en una dolorosa y ulcerante contradicción: “necesitaba complacer al público y, a la vez, complacer al público le parecía una actitud súcuba, barata, una prostitución”. Su hondura moral se hace evidente en las reflexiones que agitan sus demonios más íntimos. Se pregunta si el éxito tiene que enmudecer por fuerza a las figuras públicas; si la riqueza siempre despierta suspicacias, y si el dinero lo legitima todo excepto la conciencia política. Por su parte, Lorenzo Lucas se lamenta de que en la coyuntura actual sea incompatible participar en un espectáculo interesante, crítico y corrosivo, y al mismo tiempo gozar de dignidad como trabajador. También Álex Grande, director del montaje teatral Eva al desnudo, reflexiona acerca de las figuras más mediáticas de Hollywood y el modo como, incapaces de concebir actos privados y decisiones morales que no sean mera propaganda o maquillaje, aderezan su imagen con causas benéficas.

Marta Sanz también pone en primer término la actitud censora de gente anónima, su insensata capacidad para encumbrar o destruir instantáneamente, a golpe de clic, a los profesionales del arte y la cultura. Así, en el capítulo titulado “El rojo de Clicquot” se yuxtaponen decenas de mensajes breves y lapidarios contra Daniel Valls, que deviene blanco perfecto y chivo expiatorio de la bilis ajena, el malestar, la furia y el resentimiento. En un capítulo anterior, “Julita Luján, trol de jardín”, una anciana que comparte residencia con Ana Urrutia aprovecha que ésta, postrada en su silla de ruedas, no puede hablar ni defenderse, para sermonearla sobre su altanería y libertinaje, y le recuerda que un actor se debe a su público y que el cliente siempre tiene la razón. Al incluir en la novela la descontrolada e iracunda opinión de gente anónima, Sanz pone de manifiesto cómo la autocensura de los artistas hoy en día se debe, más que a las leyes y dictados de la industria, al temor a la ira de un público que se muestra mucho más comprensivo y empático con los alardes caritativos de las grandes estrellas que con las declaraciones públicas de un actor solvente en favor de una política de izquierdas.

La novela, levantada sobre un andamiaje coral con secuencias y protagonistas alternos, ofrece una serie de historias cruzadas de actores, actrices, espectadores, televidentes y usuarios de las redes sociales, y nos regala escenas impagables como la del photocall en la gala de los Premios Goya, en que los actores, enfundados en vestidos prestados y un glamour ficticio, se ven obligados a encajar, con deportividad y savoir faire, insinuaciones pérfidas y ataques gratuitos; o como la del estreno del montaje Eva al desnudo, en que la otrora actriz Mili asiste estupefacta al espectáculo que transcurre no tanto en escena como en el patio de butacas, donde se agita un público joven y maleducado que se le antoja, por sus usos e impudor, poco menos que alienígena, “Unicornios irrecuperables que se comportaban como niños a la hora del recreo”.

En el epílogo que sigue a los dos bloques en que se estructura la novela, “Faralaes” y “Tarántula” -porque la farándula es, en palabras de Ana Urrutia, una mezcla de faralaes y tarántula, de purpurina y compromiso-, Valeria Falcón se revela como la autora de las páginas anteriores, en las que ha asumido literariamente las personalidades de sus amigos y conocidos. Se trata de una narradora capaz de ponerse en la piel de los artistas pero también de pensarse como una cruel comentarista de las redes, como la resentida Julita Luján o como el conserje fisgón que vendió a los medios las fotos de la miseria de Urrutia.

“Escribir no me libera. Es el desnudo y el desnudo es la pose, el gesto que descubre quiénes somos o quiénes quisimos ser. Me pongo el traje de Natalia, me visto de Ana Urrutia y sobre mi ojo superpongo su ojo reptiliano. Interpreto. Siempre acabamos a cuatro patas, con los empastes al aire. Muertos de frío. Nos tapamos las vergüenzas con la mano […]. Yo no escribo para que nadie se reconozca en su parte inteligente, sino en su más abyecta y entrañable vulgaridad […]. Hoy mi empatía se muestra en la antipatía con la que escribo.”

Marta Sanz, empeñada en no incurrir en falsarias simplificaciones, adjudica a muchos de sus personajes una conciencia meticulosa y autocrítica como la que ella misma demostró tener poniéndose contra las cuerdas en la autobiográfica La lección de anatomía. Suyos son el humor corrosivo, la inteligencia inconformista, la radicalidad del estilo y la capacidad analítica y pesquisidora que atribuye a Valeria Falcón. Fiel a las convicciones expuestas en su ensayo No tan incendiario (2014), Sanz practica una literatura de la resistencia y coloca a sus lectores en un brete cognoscitivo e ideológico, con la voluntad de cuestionar las certezas aprendidas, renombrar lo real e intervenir en la sociedad. Su literatura busca incidir en la transformación de las cosas y se rebela contra la devaluación o impugnación de la función social del artista y del intelectual. Frente al lenguaje anoréxico que impera en la narrativa actual, frente al estilo funcional, despojado y confortable que invita a la resignación y a la autocomplacencia, Marta Sanz aboga por un lenguaje rico y vivaz, sembrado de giros coloquiales y referencias de actualidad, certeras y deslumbrantes metáforas, extensas enumeraciones y un humor grotesco y deformante, entendido como herramienta de diagnóstico no complaciente. El estilo radicalizado de Farándula, novela en clave de sátira polifónica, expresiva y punzante, está acorde con la indignación que vehicula, y sirve muy bien al propósito de su autora de espolear la conciencia del lector.

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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