Zarzarosa | Foto: Eliens | Pixabay Commons

Zarza-Rosa

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Zarzarosa | Foto: Eliens | Pixabay Commons

Zarza-Rosa (Ronce-Rosa, 2017), es uno de los últimos textos, a día de hoy, publicados por el prolífico y polifacético -a la par que desconcertante- escritor francés, Éric Chevillard, que forma parte de la cuadra de autores de Éditions de Minuit, una pertenencia que se ha convertido, a pesar de su diversidad, en categoría. Prácticamente inédito en castellano, el conjunto de su inclasificable obra contiene más de treinta textos que se sitúan en los límites de la ficción, pero su trabajo más insólito, por su origen y por su desarrollo, es la serie de cuadernos en forma de Diario llamados L’Autofictif, en los que, desde el año 2007, escribe tres textos diarios de la más variada naturaleza, que comienzan en su blog personal y que son transcritos con posterioridad a un libro anual.

«Me encanta mirar a la gente. Caminan con el aire de quien sabe totalmente adónde hay que ir, pero van en distintas direcciones. Algunos pensaron que es mejor tener un perro. Hay señoras con ropa que otras jamás se querrían poner. De hecho, la gente no se pone de acuerdo sobre nada. Uno sale del quiosco justo cuando otro prefiere entrar en la farmacia. Y ambos están seguros de estar haciendo lo mejor. Nadie se dice que es el único que lee ese periódico sobre ese banco o el único que hurga en su bolso, y que por lo tanto todos los otros, que no obstante son muchos, piensan que eso no vale la pena y que uno pasa al costado de la vida.»

Shangrila Ediciones

Zarza-Rosa, el texto, propiamente dicho, es un cuaderno secreto que una niña que se llama Rosa, o Zarza-Rosa, que es como la llaman, escribe para sí misma y que, a pesar de dejar la llave del candado que lo cierra atada al aro para que no se pierda, espera de la gente de bien que no lo lea; restricción que nosotros, los lectores, rompemos al leerlo, pero que solo podemos conocer si lo leemos -¿qué convención rompemos cuando leemos que no deberíamos leerlo? ¿Deberíamos dejarlo cuando nos enteramos, por el propio texto, que no somos los destinatarios?-. Pero el relato de Zarza-Rosa toma, de forma simultánea, una doble y contradictoria faceta: tono de monólogo porque no existe interlocutor -etimológicamente, «el que habla entre los demás», pero también «el que interrumpe al hablar»- directo; pero también de diálogo, aunque sin respuestas, con el propio cuaderno, descartada por principio -recuérdese la llave de cierre- la interacción con el posible lector, objeto que recibe en forma pasiva sus intervenciones pero que las condiciona debido a su mera existencia.

«[…] (ustedes no pueden verlo, estoy sentada en los escalones de una iglesia y escribo estas palabras y por supuesto ellas ya no serán verdaderas en el momento en el que sean leídas, si lo son, en ese momento yo estaré por cierto en otra parte porque me he dado diez minutos según el reloj del campanario para contar la cosa extraordinaria que acaba de ocurrirme) […]»

Zarza-Rosa forma parte de una peculiar unidad familiar formada por dos atracadores y una menor, estructura que se mantiene unida de forma insólita hasta la desaparición de los dos maleantes, una noche que no regresan de sus trabajos. A partir de ese momento -en el cual podemos datar el comienzo del cuaderno, aunque no de la acción-, Zarza-Rosa emprende una odisea urbana, con numerosos puntos en común y varias referencias indirectas al viaje de Ulises camino de Itaca, en busca de su cómplice; ese periplo a través de la ciudad, señalado con una serie de flechas indicativas trazadas en los lugares por donde pasa para facilitar el reencuentro con sus secuaces, le descubrirá un mundo desconocido difícilmente valorable con sus parámetros y de cuya existencia dejará testimonio en su cuaderno.

«Me mostraba una banqueta, en el vestíbulo del castillo. Aproveché para contar todo lo que tal vez acaban de leer, tenía la memoria colmada y era hora de que trasvasara algo antes de que ya no pudiera retener nada. Cuando eso ocurre, ya no nos ocurre nada más porque no tenemos más lugar para los recuerdos, y por eso los viejos casi no se mueven, como yo ahora sobre la banqueta. Me imagino como una muñeca sin niño para jugar o como mi panda rojo sentado en este momento en un rincón de mi habitación. Pero cuando escribo, tengo la sensación de desbrozar un espacio invadido de zarzas y de rosas donde podré volver a vivir, incluso a correr, si quiero.»

Pero Zarza-Rosa sufre dificultades a la hora de discriminar los hechos ocurridos en realidad y aquellos que expone en su cuaderno, y aunque gestiona esa inconveniente dualidad con la habilidad de un tahúr, también es cierto que parece afectar a su frágil estabilidad mental. La realidad viva no es más real que la realidad que se crea cuando se escriben unos hechos en un cuaderno. No se limita a esperar a Godot, sale en su busca, y aunque esta es igual de infructuosa que la espera pasiva, los frutos de esa queste son utilizados para crear una imagen, parcial y particular, difícilmente compartible, pero no por ello menos sustantiva, de la realidad, a menudo con razonamientos que se sitúan por debajo del nivel de la deducción; son razonados, es cierto, pero la lógica que los rige no es ni la elemental propia del razonar de la infancia ni la absurda de la locura: al mantener una estructura interna congruente -tal vez incluso sólida, a su manera-, consigue una apariencia de solidez que rebate la fragilidad aparente.

Para ello, debe saber administrar la disonancia evidente entre los hechos acaecidos en el mundo real y los inventados por ella misma -incluyendo en estos su percepción de aquellos, que da lugar a hechos nuevos-, y la dificultad en la discriminación de la preponderancia, aunque su conducta se ajusta y se justifica siempre en su mundo personal, adaptando, incluso subvirtiendo, la lógica de aquel a este. Para ello, Zarza-Rosa echa mano del recurso más cercano, el lenguaje -el protagonista subyacente de la novela y de otras obras del autor-, con un doble propósito: mediar en la contienda entre las palabras cuyo significado trasciende la gramática y aquellas que, simplemente, no significan nada; y dotar a la escritura del papel de testimonio de la existencia: no vivo para escribir ni escribo para vivir; vivo, luego escribo.

«No es para librarme de lo que escribo que escribo en este cuaderno, esto es lo que quiero decir. Por el contrario, estos son mis preciados secretos, este es mi tesoro de filibustera. Toda mi colección de ornitóloga etimologista. Si un día pierdo este cuaderno, no haría falta que de golpe me encuentre sin nada, con el cuerpo completamente blanco. Pero no creo. Cuando cuento, tengo más bien la sensación de que mis mejillas arden, mi piel debe estar roja de sangre como la servilleta de Escoria. Pero la sangre se queda en mi cuerpo con mis recuerdos. Lo que no impide que las páginas de este cuaderno se cubran de tinta.»

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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