Honor de Cavalleria | Albert Serra

La extraña locura de Don Quijote

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Honor de Cavalleria | Albert Serra

Don Quijote de la Mancha no estaba loco. No lo estuvo en toda su vida. Fue siempre Alonso Quijano el bueno. Me di cuenta mientras leía por tercera vez la insigne novela en la que Miguel de Cervantes escribió las aventuras de aquel hidalgo valiente, sensible, profundo, decidido, exquisitamente amable y enamorado de su ideal. Lo que pasa es que el señor Quijano —“o Quijana, o Quesada, que en esto no están de acuerdo los historiadores”— descubrió que para ser coherente con sus ideales no tenía otro remedio que sufrir los inconvenientes de aparecer como un extraño, como un tipo raro, como un loco ante el mundo. La extravagancia y la ridiculez de sus armas —estaban pasadas de moda incluso para su época— no expresan otra cosa que el choque entre su actitud y las costumbres de su tiempo. En medio de un mundo semicorrompido, lleno de falsedad y picaresca, don Quijote cumple audazmente con sus convicciones y sólo consigue, de momento, ser objeto del escarnio y la ira de mucha gente. Seamos sinceros, lector: ¿no has observado tú, en nuestros días, a muchas personas que van cubiertas con la armadura de su esfuerzo y de sus buenos principios; una armadura tachada de grotesca, precisamente, por aquellos que ven su comportamiento como una reprobación para su desidia?

Don Quijote de la Mancha lucha contra su debilidad. Sabe —como sabemos todos— que es una lucha sin tregua; pero no se arredra, ni decide aprovechar su vida con actividades más placenteras, sino que se lanza, con toda la ridiculez que pueda suscitar entre los vulgares, a sufrir los sinsabores de un esfuerzo cuya recompensa no consiste en honores ni riquezas. Por eso toma como divisa aquellos versos medievales de los libros de caballerías:

«Mis arreos son las armas,
mi descanso el pelear,
mi cama las duras peñas,
mi dormir, siempre velar.»

Alonso Quijano es un loco, sí: pero no en el sentido literal, sino en el figurado de hombre poseído por un ansia de superarse que rige todos sus actos; un loco en el sentido más bello del término. Toda la narración de sus aventuras está plagada de momentos en que su cordura se hace patente. Entre todos ellos escojo uno; uno en que, hablando seriamente con Sancho, le revela gran parte de la simbología de su profesión caballeresca:

“Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros.”

Don Quijote centra un porcentaje importante de su esfuerzo en convencer a su escudero de que es posible ser mejor en medio de este mundo; y para conseguirlo, sencillamente, brega por serlo, aunque por ello se ve apaleado más veces de las que quisiera. Sin embargo, en su ejemplo hay algo con una fuerza tal que anida en Sancho, y lo inflama, y hace que a pesar de los palos y las amarguras, el escudero acabe la historia tan «loco» como su amo.

“Matar ‘en los gigantes’ a la soberbia…”; qué declaración más delicada, y, también, más clara de que Alonso Quijano es consciente de la realidad en todo momento. El hidalgo manchego, en la soledad de los campos castellanos, inventa situaciones que le permitan poner por obra sus buenos sentimientos. Desea equilibrar la imaginaria balanza de la Justicia —cuyo plato de las iniquidades ve tan cargado— poniendo acciones elevadas y nobles en el plato contrario. Él mismo confiesa la cualidad irreal, simbólica, de los gigantes y otras invenciones como personificaciones de las cosas que verdaderamente quiere combatir.

Don Alonso Quijano sueña, pero no es un loco; fantasea, pero no es un mentecato. ¿Acaso no sueñas tú, lector, que conservas las fuerzas de la juventud? ¿No te has visto, en tu fantasía, dueño de ti mismo y lleno de cualidades admirables? ¿No te contemplas protagonizando gestas y culminando proezas, todas fundadas en una valentía que no tienes? Y, no obstante, bien sabes que no estás loco.

Todo el patetismo, todo el ridículo que pueden destilar los avatares de don Quijote a lo largo de su historia no superan el patetismo y ridiculez que somos capaces de alcanzar nosotros en los acontecimientos más cotidianos. La locura, por tanto, no es un diagnóstico correcto para la actitud del manchego universal.

Hay mucho que aprender en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha; muchos significados escondidos en las pláticas acaecidas entre caballero y escudero; muchos sentimientos para ser contrastados con nuestros propios sentimientos; muchos defectos e injusticias que convertir en gigantes, o en vestiglos, para vencerlos; y por encima de todo la figura de don Quijote, tan cuerdo que, situado entre la gente, parece loco.

Alonso Quijano es un héroe de generosidad, coherencia, entereza, convicción, valentía y sensibilidad. ¿Quién se atreverá a serlo en nuestros días?

Juan Vicente Yago

Juan Vicente Yago Martí —Sueca, 1971— es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Cardenal Herrera-CEU. Es escritor y profesor de lengua y literatura.
Publica regularmente artículos de opinión en el diario Levante-EMV, y ganó el Premio Recvll de periodismo 2013 con su ensayo ‘Hipotecar el futur’. En 2015 ganó el Accésit del Premio Nacional de Periodismo ‘Francisco Valdés’ con su artículo ‘Las pedradas finlandesas’. Hasta el momento ha publicado tres libros de ensayo y tres selecciones de artículos periodísticos aparecidos en varios periódicos.

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