'La forma del agua' | Guillermo del Toro

La forma del agua

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‘La forma del agua’ | Guillermo del Toro

La última película de Guillermo del Toro llega a España a principios de año después de inaugurar el Festival de Sitges y de haber sido reconocida con el León de Oro en Venecia. Lo que hace el director en La forma del agua es presentarnos la complicidad de una criatura enigmática (una especie de anfibio encerrado en un laboratorio secreto) con la mujer que limpia el lugar. Ambos comparten un lenguaje propio, elaborado a partir de las miradas y los gestos, que les permite conectar sin necesidad de juzgarse.

La actriz Sally Hawkins interpreta a Elisa, la mujer solitaria y muda que, en plena Guerra Fría, se interesa por ese ser acuático (Doug Jones) con el que coincide en un búnker de alta seguridad. Pese a no ser considerado humano, el prisionero es capaz de sentir todos los matices de las emociones.

Más allá de los elementos fantásticos, el director de El laberinto del fauno pone aquí el acento en el encuentro con el otro. No es raro que Elisa no pueda hablar, y es que esa “princesa sin voz” es la única capaz de conectar (a veces, a través de la música) con lo inefable.

Decía Ryszard Kapuscinski en su libro Encuentro con el Otro que nos solemos relacionar con el diferente, históricamente, de tres maneras: a través de la guerra, construyendo un muro, o gracias al diálogo. Aquí el cineasta mexicano parece responder al periodista polaco añadiendo un cuarto elemento, y es el de la seducción. Una seducción mutua que tiene que ver con el deseo y la compasión (la pasión compartida). A Elisa, el anfibio (que cada vez corre más peligro) no le trata como a una discapacitada. El lenguaje se constituye, pues, desde otra dimensión.

Cartel del filme

The Shape of Water, que ha sido escrita por el propio Del Toro junto a Vanessa Taylor, respira una estética muy singular que se refleja en el uso del color. No se trata tanto de repetir los clichés de la relación entre la heroína y el monstruo (hay poco de la Bella y la Bestia) como de indagar realmente en los arquetipos que nos hacen preguntarnos sobre cómo elegimos a nuestros enemigos y los estigmatizamos.

Juan Eduardo Cirlot, en su Diccionario de símbolos, nos recuerda que la inmersión significa el retorno a lo preformal (el título del filme es más que sugerente), con su doble sentido de muerte y disolución, pero también de renacimiento y nueva circulación, pues “multiplica el potencial de la vida”.

El cineasta pone el foco en 1962, en un momento en el que el gobierno norteamericano es capaz de cualquier cosa para que nadie ponga en duda su hegemonía. Cruzan todos los límites para avanzar en una carrera que, en realidad, no lleva a ninguna parte. Pero, sin embargo, no es una película histórica. Si cambiáramos el contexto, el interrogante seguiría igual de abierto. ¿Ha llegado el momento de acercarse al extranjero, a la otredad, sin la ambición de consumirlo como si fuera un producto? ¿Esa afición carcelaria es miedo a lo desconocido o el síntoma del fracaso de toda una civilización encerrada en sí misma?

No podemos obviar el paralelismo que, tal vez de manera muy sutil, Del Toro parece proponernos con la imagen de este anfibio y la simbología del bautismo. Cuando hundimos nuestra cabeza en el agua, dejó expuesto Juan Crisóstomo, “el hombre viejo resulta inmerso y enterrado enteramente. Cuando salimos del agua, el hombre nuevo aparece súbitamente”. Lo que hace Elisa es, precisamente, dejar salir a ese hombre nuevo, más espiritual, más profundo. Aunque no deja de ser misterioso es, paradójicamente, el más transparente de todos.

La puesta en escena de Guillermo del Toro puede ser leída desde una perspectiva más política (un nuevo ciudadano norteamericano que se niega a volver a una Guerra Fría) o más alquímica (la unión de elementos dispares es lo que constituye las esencias, y no las falsas purezas). La forma del agua nos muestra un universo en el que la mujer trabajadora es la que pone en jaque a todo el sistema. Sin retóricas vacías. Con acción directa. “Si no hacemos nada, no somos nada”, nos llega a decir.

Cirlot nos explica que la inmersión corresponde a la gran entrega de las formas a la fluencia que las deshace. Por eso Oannes, el personaje mítico que revela a los humanos la cultura, es representado como mitad hombre y mitad pez. Y expresiones como “surgido de las ondas” o “salvado de las aguas” simbolizan la fecundidad y son una imagen metafórica del parto. El hombre nuevo, pues, nace gracias a la mujer. Pero no es algo meramente físico, por supuesto. Parece que Del Toro intenta decirnos, desde la poética de su cuento contemporáneo, que saquemos la cabeza del agua de una vez. Y veamos que la lucha de la mujer es una lucha de todos. Un combate compartido contra el poder que nos captura y nos amordaza con tal de homogeneizarnos.


Este artículo pertenece a Agua y Cultura, sección patrocinada por la Fundación Aquae.

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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