«La muerte del adversario», de Hans Keilson

La muerte del adversario. Hans Keilson
Traducción de Carles Andreu
Minúscula (Barcelona, 2010)

Abreviaremos la noticia del pacto benengélico preliminar: la novela se presenta como un conjunto de memorias enterradas y desenterradas para el lector (algo que está en la raíz de lo que de verdad sucedió con el manuscrito del mismo Keilson: comenzado a escribir en 1942, escondido bajo tierra y reanudado más tarde. Fue publicado en 1959). Sólo se apunta una llana intención: «léalo y luego podemos hablar de ello».

La palabra judío y el nombre del canciller están omitidos. La palabra partido aparece una sola vez.

Y todo empieza verdaderamente bien, con una potencia cuidada y resonante, con lo que las abuelas llamarían un buen chorro de voz. Una alocución casi desde el púlpito en la que se exponen, durante una primera parte de corte maldororiano, las claves de todo el libro: el hombre sin curiosidad por la propia muerte, interesado sólo en la muerte del enemigo; la definición del enemigo como aquel ser que carga con dos promesas: la amenaza y la felicidad.

Todo es preludio, a lo largo de esas páginas: se hace una apelación a la dureza de carácter. No sobreponerse a la pérdida de los amigos y no saber disfrutar del pensamiento de la muerte del oponente es de incapaces; aunque, de hecho, el protagonista va a tratar, hasta cierto punto, de amar a su enemigo.

Se me ocurre que quizás no deberíamos preparar al futuro lector así, para una lectura castigadora que se prometería cercana a la frialdad de Agota Kristof, porque después de esas primeras páginas el tono se vuelve mucho más reposado; la expectativa debe ser otra.

The Most Dangerous Game

Entramos en lo que se revelará como el cuerpo central y más extenso de la novela: el relato de una infancia y adolescencia aprendiendo a conocer al enemigo. La evolución temporal de la trama es paralela a los progresos de Adolf Hitler, con el protagonista asistiendo incluso a algún mitin temprano y, más adelante, a actos públicos ya masivos. El conflicto que favorece quien habla en primera persona es el siguiente: empeñado en conseguir una objetividad con la que juzgar a su adversario, pone el acento en la relación, de carácter mucho más íntimo, que se establece entre enemigos. La complicidad entre contendientes. En consecuencia, es excluido de su comunidad —de los acorralados—.

No es extraño, entonces, que un motivo constante vaya a ser el de la falsificación, la honestidad de «la mentira noble»: no se puede hacer trampas para resaltar la mezquindad del enemigo: es necesario enfrentarse sólo después de haber llegado a una cierta altura en la enemistad. Se requiere una dignificación del avasallamiento y un calculado control de ofrecimiento de la Otra Mejilla. Prestigio para la palabra odio, que no es una pasión baja, y descrédito para la palabra venganza. Otro dúo de sustantivos es rencor y compañía, que no se oponen.

Poster promocional de "I Saw The Devil" (Kim Jee-woon, 2010)

I Saw the Devil

El año pasado, en el Festival de Sitges, se estrenaba una película de Kim Jee-woon con el título de más arriba: una historia de venganza en que el castigado despertaba a solas una y otra vez después de cada encuentro brutal con el vengador, reemprendía el proceso de huida y, al poco tiempo, volvía a ser interceptado y llevado —en una salvaje y penúltima ocasión— a la inconsciencia. Cómico.

Nada más fácil que ver la truculencia como algo que no es cómico. Lo traemos a colación a propósito de las ideas de legitimidad del odio que devana la voz protagonista de La muerte del adversario —que, a partir de ese punto que hemos señalado, después del sermón sonoro sobre el Enemigo, se ha convertido en algo más parecido a un admirador de la virilidad de su compañero de clase, algo a medio camino entre los colegiales de Les enfants terribles y los del Törless—.

En Jean Améry (Más allá de la culpa y la expiación), el resultado de odio y violencia era un resuelto apagón de la persona. En Keilson, el relato vira ahora hacia una sobria voz en off de Aquellos maravillosos años poco más amarga. Una cotidianidad súbita. Y comienzan un psicologicismo y unas alegorías que, en mi opinión, no han envejecido nada bien: la mochila, en la que se guardan penas y otras cargas; algo más de un párrafo en torno a disparar una cámara/ disparar un arma; páginas sobre el enemigo, que «desafía al adversario, en el que detecta sus propios demonios»; los ciervos que necesitan lobos para que su vida tenga sentido; la amargura de la enemistad trae la dulzura del conocimiento: sofismas y paradojas desgastadas; el capítulo en los grandes almacenes e incluso el de la destrucción de las lápidas de un cementerio; la afirmación de que fabricando al enemigo, uno llega al enunciado «ahora sé quién soy». No soy el otro. Vale. Bien.

Hans Keilson (Foto: Florian Oertel - wikipedia)

Un Bildungsroman en el desierto de los tártaros

Porque La muerte del adversario aún vuelve a alcanzar puntos de esplendor, si bien es verdad que se amansan perceptiblemente los encabronamientos (disculpen el tecnicismo) del régimen verbal y algunos artificios atractivos pierden intensidad. Se olvida la furia a favor de pasajes en los que la labor de consignación es casi la de Solzhenitsyn (lo sé escribir de diferentes formas, pero por suerte sólo puedo pronunciarlo de una).

Afortunadamente, Keilson vuelve a captarnos. Primero confiándonos cómo descubre el verdadero odio: la primera vez que escucha la voz de su enemigo; y enseguida, desarrollando como tema la figura del persuasor, de los seductores y los seducidos. Intentando ahora elevar la categoría de aquél que habla sin autodominio, del enajenado que toma la palabra:

«[…] se convertía en un desconocido para sí  mismo […]. Otras veces, en cambio, pensaba que lo que se cernía sobre él era él mismo» (p. 150)

Hans Keilson reflexiona aquí sobre cómo la ira calvatruena, el chisporroteo de saliva del Führer, pueden contagiar la brutalidad entre «gentes de buena pasta». La primera persona del narrador, sin embargo, continúa alabando a aquellos que se expresan mediante el éxtasis. La Gracia, la Misión inspirada.

Y llega el soberbio párrafo sobre la nosiedad, con el que me parece que se puede cerrar el libro por la obertura que uno prefiera. Describe la oratoria del (ya) Jefe de Estado:

«[…] entonces se agarra a él [al no] y fusiona todos los noes en aquel no afirmativo, de su boca cuelga tan solo un triple no, pero al mismo tiempo el oído percibe el sí que resuena de fondo, el sí profundo y potente que arranca el no de su no negador y lo extirpa para siempre de su negación. Dile que sí a un no y todo lo que es no quedará afirmado […] un principio carente ya de toda diferencia» (p. 181)

Para redondear el motivo nunca olvidado de la falsificación, pongámonos fin con la escena de las fotografías falseadas en las que los judíos posan disfrazados de heridos:

«Hoy finjo que me han disparado en el estómago y me hacen fotos. Pero mañana a lo mejor me habrán disparado de verdad y entonces me acordaré de cuando me sacaron una foto mientras fingía. A lo mejor está mal fingir, pero mañana dejará de estar mal» (p. 263)

Es cierto que sigo echando de menos el preámbulo sobre la repulsión con que comienza el libro, pero eso es un asunto sentimental.

Rubén Martín G.
http://cuadernocelinegrado.blogspot.com

Contenidos Extras

Tráiler de I Saw the Devil (Kim Jee-woon, 2010)

Rubén Martín G.

Rubén Martín G. (Cerdanyola del Vallès, 1979). Escritor. Ha publicado recientemente "Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios" con Alpha Decay.

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