«Las solidaridades misteriosas», de Pascal Quignard

Las.solidaridades.misteriosasLas solidaridades misteriosas.
Pascal Quignard
Traducción de Ignacio Vidal-Folch
Galaxia Gutenberg (Barcelona, 2012)

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Hay libros cuya lectura sorprende porque avivan la conciencia de pertenencia a un mundo, a un paisaje; otros fascinan por su capacidad de despertar emocionas abisales, intensas, renuentes a ser explicadas; muchos dejan una huella lo suficientemente poderosa para considerarla indeleble gracias a ese proceso de reconocimiento que un personaje esculpido con talento y emoción aporta a nuestra vida; algunos, al fin, están escritos con maestría y su discurso nos implica. Pero pocos destacan por cobijar entre sus páginas todos estos elementos. Las solidaridades misteriosas es uno de ellos. Podríamos hacer un resumen de la historia, pero no estaríamos reflejando lo más importante de la novela. Que trata, por ejemplo,  de una mujer de mediana edad, Claire, cuyo regreso a la tierra de sus orígenes, en la costa bretona, despierta un poderoso amor de juventud y una inquietante fascinación por la belleza del paisaje, que agudizan tanto su necesidad de defender la naturaleza contra los embates humanos como un hondo sentido de comunión primordial con ella. Que distintas voces -su hija recuperada, su hermano, algunos vecinos- reconstruyen en su polifonía ese intenso proceso de mímesis, desgranando su visión de esta mujer extraordinaria. Que su argumento contiene un relato de amor imposible, otro memorial, y un drama latente de sobria belleza. La historia, en efecto, aunque posea un extraño encanto, no destacaría sola si no fuera acompañada de elementos sorprendentes, que hacen que todo parezca en ella, sí, sorprendente y sobriamente exquisito.

Porque lo importante aquí está en el material con que esculpe Pascal Quignard su prosa, en el color y ritmo de su lenguaje y en la óptica con que devana uno a uno los hilos interiores de su fascinante personaje principal. Frases cortas, fragmentos breves, capítulos en ocasiones mínimos no son meros caprichos estilísticos sino la textura necesaria de un cuadro figurativo en el que se aplica a los elementos reales una paleta y unos trazos personalísimos que expliquen lo que en principio podría parecer inefable: el mundo fuertemente emotivo y transgresor de una personalidad fuera de todo canon. Ambicioso proyecto el de Quignard que no habría dado resultados aceptables si su proyección intimista no hubiera venido acompañada de una acerada sensibilidad, envolvente, sugestiva. ¿Qué es lo que hace que en esta novela los elementos emocionales sean más importantes que el propio argumento o, dicho de otra forma, que el argumento en sí sean estos elementos emocionales, esa prospección en las entrañas del hombre a través de Claire? He escrito antes que, para mí, lo importante es la textura del estilo, la palabra como materia. En primer lugar, el fragmentarismo propio del discurso de esta novela, tan posmoderno, tan lírico, produce un efecto de poema en prosa, de ingenio construido con partes autónomas… y que sin embargo avanza con extraordinaria ligereza. A veces le bastan a Quignard tres líneas para formar un capítulo: “Una mañana, ella abrió la puerta, y había llegado el verano. Se acuclilló al sol cerca de la pequeña palmera excelsa. Estuvo viéndole atravesar la bahía en su lancha” (p. 143). Y ya está. Ni más ni menos. Con esta sobriedad ha descrito todo un mundo. Del mismo modo, actúa con las reiteraciones léxicas, más propias de otros géneros como la poesía, y que en prosa suelen parecer engorrosas: “Le tendía la mejilla y él le dio un beso en la mejilla”. “Él abrió sus brazos, la tomó en sus brazos” (p. 55), pero que Quignard consigue que resulten espléndidas.

Pascal Quignard (foto: devoir-de-philosophie.com)
Pascal Quignard (foto: devoir-de-philosophie.com)

Quizá aquí resida su gran fuerza lírica: sus frases cortas, cortantes, sobrias, su polisemia, su fragmentarismo, su habilidad para dosificar la información objetiva y su ensimismamiento logran efectos rítmicos y profundamente emocionales. Su prosa está cargada de ritmo emocional, de entrañamiento. El lector, estoy segura, no podrá escapar de los hondos remolinos emocionales que lo esculpen. Porque nadie como Quignard para hacer retroceder la mente a alguno de esos estadios fundacionales de la emoción, cercanos a la amígdala cerebral, lugar donde se cuecen nuestros sentimientos más intensos y primitivos. Los puntos de vista y diferentes perspectivas que sobre esta interesante y atormentada mujer de cuarenta y siete años se despliegan, dan fe de una personalidad que busca en su propia vida, en sus sentimientos, una explicación que avale su lugar en el mundo, que justifique su existencia. Más allá de la locura, lo que Pascal Quignard pretende es mostrar a un ser excepcional que se aparta de todas las normas y convenciones al uso y que diseña de manera heterodoxa su propia relación consigo misma y con la tierra. En realidad, se nos habla de cómo puede verterse otra mirada sobre el mundo y sobre el hombre, más allá de estereotipos urbanos sólidos y banales. “En mamá, dice Juliette, siempre era cuestión de mirar” (p. 166). “Las manías más extravagantes de mi hermana, dice Paul, se convirtieron en faros … Ella prefería los caminos fangosos que las avenidas de las villas” (p. 174) Y ya en la última parte del libro, después de que Claire hubiera pasado por crisis de angustia -¡Qué bien describe Pascal Quignard estos estados tan habituales en los seres humanos del primer mundo!: “Prisión por todas partes, impaciencia por todas partes, angustia por todas partes”, escribe en la p. 163-: “Se puso a tener compasión de todo, de las marismas, de las gaviotas, de los bambús, de los árboles, de las piedras” (p. 200), logrando al fin el estado de paz que precede en el misticismo a quienes encuentran algo parecido al sentido de la verdad, la conciencia oceánica, de unidad: “Una paz extraña, total, alcanzó a Claire… Ahora todo estaba desprovisto de todo terror. Todo era sublime. Ella estaba en casa en todas partes; estaba como al comienzo en el origen. Estaba en la extraña paz, efervescente y radical, del surgimiento de todo…” (p. 186).

Por último, el título obedece también a estas consignas fabulosas, entre la misteriosa solidaridad de Claire con su hermano, hasta la no menos misteriosa solidaridad que funde a Claire con su tierra, Bretaña: La Clairté, Saint Étienne, Saint Malo, Saint Énogat, el mar y la landa: “Un día me explicó (Claire) que el paisaje… de repente se abría, venía hacia ella y era el mismo lugar el que la insertaba en él, la contenía de golpe, venía a protegerla, hacía caer la soledad, la curaba. Su mente se vaciaba en el paisaje” (p. 175).  Porque en este libro hay un profundo amor a la naturaleza, quizá el único amor verdadero de Claire aparte de Simon. Su sensibilidad y su introspección se acentúan en sus interminables caminatas por el campo y los acantilados. El proceso de pertenencia a un lugar, a la tierra, implica, viene a decir, un paulatino desprendimiento de las cosas de este mundo: “No se imagina uno la libertad de la miseria; el alivio incomprensible, el tesoro increíble, la zona de espontaneidad de la naturaleza y de la vida” (p. 189).

Ilustración, en tinta china y acuarela, de Yolanda Izard
Ilustración, en tinta china y acuarela, de Yolanda Izard

Cuando terminé de leer por primera vez este libro, enseguida tuve la necesidad de escribir sobre él, y estas fueron las anotaciones que hice, que suscribo ahora de nuevo y que transcribo de manera literal: Si habéis sentido alguna vez la angustia de vivir -pero también la sabiduría luminosa de algunas palabras y de algunos seres-, la desolación, el abandono, la comunión con la naturaleza, y su tristeza -pero también la gracia-. Si sabéis que la literatura es dolor y no os preocupa volver a sentirlo desde la carne ajena hecha con la sutileza y la rabia y la poesía de las palabras. Si queréis encontrar frases proféticas que os hablan de lo que nunca nadie os ha hablado, de eso que tiene que ver con el entrañamiento y el desgarro y el fulgor. Si queréis un placer esquivo, y conmoveros, y una prosa que se ve y te agarra por las venas, y no te suelta hasta la palabra fin, y aun después su sombra te ampara cuando duermes. Si quieres sentir una misteriosa solidaridad con tus hermanos los hombres -y siempre que no hayan caído en las redes de la banalidad-, tan misteriosa que forma parte del paisaje porque allí donde habita todo es uno. Si sabes que “Dios es, verdaderamente, el Verbo. Todo, sin excepción, e incluso lo más bajo, una vez nombrado, aumenta su existencia, acentúa su independencia, se hace suntuoso”, y reconoces con una enorme felicidad que frases como esta no pueden de ninguna manera expresarse mejor…, entonces debes leer Las solidaridades misteriosas de Pascal Quignard.

Un libro envolvente. Escrito con la sensibilidad exquisita de la emoción; no la primaria, sino la sobria, profunda y refinada propia de los seres evolucionados, sin ataduras ni estrecheces: libre y pulida.

Yolanda Izard

 

Yolanda Izard

Yolanda Izard Anaya, (Béjar, 1959), escritora y crítica literaria. Ha publicado las novelas 'La mirada atenta' y 'Paisajes para evitar la noche', además de tres poemarios y una Selección de Poemas en la Transición. Colaboradora habitual del suplemento cultural de 'El Norte de Castilla', y de las revistas digitales 'Sigueleyendo', 'Granite&Rainbow' y 'Subverso'.

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