«Los señores de las finanzas», de Liaquat Ahamed

Los señores de las finanzas. Liaquat Ahamed
Traducción de Jorge Paredes
Premio Pulitzer 2010
Ediciones Deusto (Barcelona, 2010)

[Aviso importante: en esta reseña hay muchos adjetivos].

Antes de que empecemos a soltar recetas, como decía un mentor que tuve, hagamos algo de historia.

La razón de que haya terminado desperdiciando con la literatura más tiempo que con cualquier otro hobby o distracción obedece a cuatro factores sencillos de explicar y analizar. Uno, en casa de mis padres había muchos libros. Dos, frente a la casa de mis padres había una biblioteca. Tres, mi tío tenía una librería. Cuatro, con veintipocos años me independicé de esas influencias ambientales y me dediqué a viajar con el objetivo de ganar dinero. Evidentemente, esta última fue la razón definitiva de que acabara leyendo en lugar de pintar (se me daba bien) o armar un razonable ruido con la guitarra eléctrica (no se me daba mal). Soy economista, y literatura y economía son aficiones indisolublemente unidas. La segunda no se manifiesta por escrito sin los medios de la primera. Y la primera no puede subsistir sin los principios emanados por la segunda. La economía es mi esposa, y la literatura mi amante. Leo porque mi economía me lo permite: ninguna de las dos son parejas celosas. Sin embargo un exceso de amor por la literatura que deje a la economía en segundo plano es algo inaceptable por ésta: realidad y ficción conviven armoniosamente en tanto que aquélla predomina sobre ésta; cuando el equilibrio se rompe, se produce un crac cuyas consecuencias van mucho más allá de la mera pérdida del favor de la economía.

Por eso intento mantener los pies en el suelo con varios trucos que quiero ir compartiendo con vosotros, enfermillos de literatura. El más bonito de todos ellos consiste en intercalar entre el, así llamado, hardcore literario libros cuya temática no tenga nada que ver con la mentira. Funciona como cuando abres la ventana tras haber fumado durante horas. En ese momento miras el cenicero y piensas quién diablos se habrá tragado toda esa basura. Así, recuerdo un título salvífico que leí durante un par de noches lluviosas en un hotel de Santander, hace catorce años. Era El dinero, de John Kenneth Galbraith. Antes de que ardiera el Windsor, compraba periódicamente libros de empresa en su planta baja. A lo largo de los años, la descortesía de diversos aeropuertos y aerolíneas me deparó lecturas sobre sistemas productivos, marketing, economía nacional, publicidad y sistemas financieros. En 2009 pasé buenos ratos de lectura en un 100 montaditos del barrio de Nervión, en Sevilla, leyendo jQuery in Action, de Bear Bibeault y Yehuda Katz, probablemente el mejor escrito de todos los libros que leí ese año. Uno de los que más he releído ha sido La Meta, de Eliyahu M. Goldratt y Jeff Cox, con permiso de En busca de la excelencia —y derivados— de Thomas Peters y Robert Waterman. Afortunadamente son muchos. Viajar me ha liberado con frecuencia de la tiranía de la cotidianidad, y he podido utilizar los tiempos muertos de una manera más provechosa: descubrí a William Gass en el tren que une Valencia y Castellón; mi primer Foster Wallace sucedió a tres grados bajo cero en Guadalajara; leía a Bolaño en Platja d’Aro, sin saber que el monstruo vivía a escasos kilómetros de allí. La nochevieja de 2009 me sorprendió leyendo los Cuentos completos de Nabokov en un piso del Centre Point House, en Londres, y en esta de hace un par de semanas me lo pasé en grande con la lectura de Los señores de las finanzas, de Liaquat Ahamed. Procuro, pues, un equilibrio razonable en pos de una, para mí, necesaria salud cultural.

Liaquat Ahamed (Foto: Deusto)

Este último libro es, además, el mejor punto de partida histórico para comprender los fundamentos de por qué estamos como estamos. Me refiero a lo económicamente jodidos que estamos a nivel global. Desde que la crisis se dejó sentir con todas sus letras, se han reproducido las explicaciones neófitas sobre sus posibles causas. Hay personajes televisivos que han ganado mucho dinero haciendo didáctica de mesa camilla con las explicaciones sobre la crisis. Y todavía no lo hemos visto todo. Como decía Super Ratón, no se vayan todavía, aún hay más. Pero no son éstos lugar ni contexto adecuados para hacer vaticinios de este tipo, además de que cualquier previsión suele quedarse corta. Dado que nos afecta directamente, moderamos las dosis de pesimismo en nuestros pronunciamientos públicos —no digamos ya en los privados, ese conjunto de ilusiones sin fundamento—. Aunque no debe ser tan malo cuando el autoengaño, como placebo, lo practican hasta quienes tienen la osadía de dirigirnos —esa gentecilla— sin tener la más remota idea de por dónde les vendrá la próxima.

Curiosamente, todo esto ya había pasado antes, tras la Primera Guerra Mundial. Y quienes se esfuerzan en buscar diferencias entre situaciones no saben de qué están hablando. Es como si un cardiólogo dijera que un infartado es distinto a otro en tanto que ambos han recibido su premio por vía de excesos diferentes: exceso de estrés, exceso de alimentación descompensada, exceso de sedentarismo, exceso de drogas legales o ilegales. En todos los casos estaremos hablando de un exceso de algo o de un cóctel de éstos. Lo importante es el resultado, no la combinación exacta en la dosis de excesos. Se es alcohólico por beber alcohol en exceso, da igual si Smirnoff o Ballantine’s; o fumador si se fuma sin control, sin importar si las cajetillas son de Marlboro o de Camel. Llegados a un determinado punto, lo de menos es la marca que te ha llevado hasta allí. Lo relevante es asumir que se te ha ido la mano o, en el caso de la economía, que has sido tan imbécil como para no prever que tus actos acabarían por hacerte todo ese daño que han terminado por hacerte.

Tras la Gran Guerra, los conocimientos sobre el funcionamiento de la economía no estaban tan desarrollados como, en apariencia, lo están hoy día. No había bancos centrales públicos per se, estando éstos en manos privadas. Las grandes economías basaban la emisión de dinero en la posesión de oro, y era su cantidad bruta la que dictaba la capacidad de un país para poner más o menos dinero en circulación. Algo absurdo, teniendo en cuenta que el oro, como mineral que es, se obtiene del subsuelo. Hacer depender una economía de esto es casi lo mismo que moverla al son de unas maracas. Sin embargo, las cosas estaban así, y a las naciones, incluida la perdedora Alemania, se les iba el alma por regresar, tras la guerra, a tipos de cambio entre monedas basados en el patrón oro.

A cuatro hombres se les achaca esta obsesión: los entonces gobernadores de los bancos de Inglaterra, Alemania, Francia y la Fed de Nueva York. En el libro, Premio Pulitzer 2010, Liaquat Ahamed hace una cuidadosa exposición histórica de las causas y devenires que facilitaron tal sucesión de turbulencias y desastres. La perspectiva con que está escrito es básicamente monetaria, con las necesarias trazas de economía real. Y en contra de lo que pudiera parecer, en el desarrollo de los acontecimientos en los variados escenarios mundiales, el suspense —aun conociendo de antemano cuál será el desenlace— es máximo. Un thriller, pues, de finanzas globales ambientado en un par de décadas que cambiaron el mundo hasta entonces conocido. Emoción con la ventaja de que todo lo que se narra entre sus páginas es verídico. Como suele decirse, la realidad supera (superó) a la ficción.

Imagen: www.debates-politica.com

He disfrutado mucho con este libro por varias razones. Una, la expuesta sobre la necesaria, para mí, cura de ficción. Otra, la forma en que el libro ha sido escrito —y traducido—, que lo ha hecho merecedor de un premio tan prestigioso como el Pulitzer. Y, sobre todo ello, la oportunidad de revitalizar nociones y conocimientos que estaban ahí desde hace dos décadas, y cuya vigencia es absoluta e indudable. No hay posibilidad de queja en tanto no se comprenda el esquema de fuerzas que lleva a una sociedad al borde del abismo. La ignorancia es prima hermana de la permisividad. Y los acontecimientos que estamos viviendo desde finales de 2008 han sido provocados por una conjunción de fuerzas terroríficamente similar a la que causó los sucesivos cracs económicos del primer tercio del siglo veinte. Ignorancia, irresponsabilidad, desregulación, conservadurismo, arrogancia, miedo, egoísmo, especulación, abandono, enriquecimiento injusto: idénticos factores ochenta años después, aunque en un entorno ambiental diferente y con una composición mucho más perniciosa; ya se sabe que los virus mutan, de ahí la ineficacia de determinadas vacunas. Y de todas estas características, me reservo para el final la que creo más importante: la estupidez. Estupidez por querer mantener en los años veinte sistemas antediluvianos que favorecían y premiaban el desequilibrio, y estupidez en los noughties (los años cero del presente siglo) por no saber valorar a tiempo las consecuencias negativas de tales desequilibrios. Estupidez en la post belle epoque por facilitar las condiciones de la absurda pujanza de unos (EEUU) y el hundimiento de otros (Reino Unido, Alemania), y estupidez ahora por allanar el camino de una falsa prosperidad generalizada: la creación de un espejismo de posibilidades sin base real de esfuerzo, aptitud y capacidad en la mayoría de los casos. Resulta increíble que, tras el primer apagón económico (la quiebra de Lehman Brothers y la cascada de pérdidas de confianza posterior), las primeras medidas que se tomaran en 2008 estuvieran fundamentadas en modelos keynesianos, cuya aplicación obtuvo, antes de la llegada de Hitler al poder, unos buenos aunque breves resultados en la Alemania de aquella época. Si tan claro parecía que las situaciones eran similares, ¿por qué no se tomaron medidas preventivas? La respuesta en párrafos aparte.

Los señores de las finanzas es una historia que pedía a gritos ser escrita. Por desgracia, la gente con títulos académicos idénticos al mío (excepto por el nombre del titulado) ha preferido dedicarse en masa a hacerles el juego a bancos y cajas de ahorro, desperdiciando algo de talento y muchas vidas en un trabajo realmente anodino. También los hay, a patadas, rellenando impresos o tecleando números en software de contabilidad. Si a todo este despropósito social le unimos la propensión humana a opinar y pontificar sin saber de qué se habla, no es de extrañar que la economía mundial haya acabado en manos de una incompetente panda de iluminados que sólo busca el bienestar propio, cosificando a esa otredad que son todos los demás. Desentrañar todas esas capas de estupidez es el objetivo real de obras así. Desposeerlas de juegos políticos populistas. Arrancarles las ramas de demagogia. Destilar la esencia del problema en unos cuantos porqués sencillos, dándole no obstante al desarrollo el tono y ambientación que la hace tan interesante y diferente de las crónicas miopes con que el periodismo inexperto acostumbra a confundir y aburrir a su audiencia. Y además ser valiente, subtitulando la obra con un contundente Los cuatro hombres que arruinaron el mundo.

¿A quiénes se les adjudicará tal subtítulo dentro de unos años, narrando la crisis actual? No a los indocumentados de Lehman Brothers; no a los desalmados difusores del invento subprime, ni a los atolondrados prestatarios ninja. Más bien, de nuevo, a osados gobernadores de bancos centrales, a políticos incompetentes y a consejeros ineptos. Estamos en manos de un puñado de imbéciles que conseguirán, parafraseando el subtítulo del libro de Ahamed, arruinar el mundo.

Ilustración: Suz - squashdonkey.co.uk

Un mundo, éste, de diferencias. Siempre lo ha sido y, bajo los paradigmas actuales comúnmente aceptados/tolerados, la tónica no cambiará, o lo hará a peor. Un personaje de Douglas Coupland decía que, en una distopía despojada de las comodidades a que estamos acostumbrados, le resultaría insoportable alzar la vista al cielo y ver pasar un avión en el que se adivinara algún rico personaje en su interior. Lo paradójico es que eso ya está sucediendo. Una gigantesca masa sin recursos —que, inquietantemente, no se percatan de su situación, de que no tienen recursos— se dedica a ver disfrutar a unos pocos en sus reactores privados. Cada vez que un capullo de ésos tira de la cadena, el resto se ahoga un poco más en su mierda. La tolerancia de los desposeídos es directamente proporcional a su ceguera, a su ignorancia, a su pancismo, a su falsa felicidad. Abrid los ojos y hagamos algo, pues, o será lo de hasta ahora: un sálvese quien pueda. Sugiero que empecéis por leer, de vez en cuando, este otro tipo de libros.

José Luis Amores
http://bolmangani.blogspot.com

José Luis Amores

José Luis Amores (Málaga, 1968) es Licenciado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Málaga. Especializado en marketing, ha fundado varias compañías que después ha vendido a diversas multinacionales. En la actualidad ejerce su profesión como freelance. Ha sido colaborador de Diario Málaga y de la revista Papel Literario.

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