El año 2440

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Louis S. Mercier | Dominio público | WikiMedia Commons

«Desgraciado el escritor que halaga su siglo y acaba de adormecerlo, que lo acuna con la historia de sus héroes antiguos y de las virtudes que ya no posee, que palia el mal, que lo mima y lo devora y que, como si fuera un charlatán hábil y embaucador, le dice que tiene una frente radiante de salud mientras que la gangrena está destruyendo sus miembros. El escritor valeroso no se vale de esa peligrosa mentira sino que advierte: ¡oh, ciudadanos! No, no os parecéis a vuestros padres: sois educados y crueles y no tenéis más que la apariencia de la humanidad. Sois cobardes y astutos y ni siquiera tenéis el valor de los grandes delitos. Vuestros crímenes son tan pequeños como vosotros.»

Si bien la literatura utópica atraviesa transversalmente la historia de la literatura desde sus inicios, es innegable que es en épocas pre-revolucionarias donde alcanza su apogeo y pierde, si acaso, parte de su carácter meramente literario para embeberse de contenido filosófico. La época inmediatamente anterior a la Revolución de Octubre podría ser un ejemplo paradigmático, al igual que, anteriormente, el Siglo de las Luces y los años anteriores a la Revolución Francesa: se está prefigurando una nueva sociedad y la literatura se toma el encargo de anticiparla.

Sin embargo, a diferencia de las utopías anteriores -y de la mayoría de las posteriores-, el escenario del sueño de Louis S. Mercier en El año 2440 (L’An 2440, Rêve s’il en fut jamais, Amsterdam, 1771) no es una isla perdida en la inmensidad del océano ni un lejano planeta allende nuestra galaxia sino la ciudad en la que residía: El Año 2440 no es la primera novela ubicada en la capital de Francia pero probablemente sea la primera gran novela de París.

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El hecho de que fuera publicada en Amsterdam -o que así conste en la primera edición; no sería la primera obra publicada realmente en París pero ubicada fuera de Francia– da una idea de la polémica que desató su publicación y de los problemas con la censura -que, efectivamente, la prohibió- que tuvo que acarrear. Publicada en 1771, aunque se editaron dos versiones posteriores, en 1786 y 1799, con añadidos del propio Mercier, bajo el reinado de Luis XV (1715-1774), el absolutismo estaba tocado de muerte pero aun en sus últimos estertores no podía permitir el ensalzamiento del liberalismo y la denuncia de los abusos y de la opresión de l’Ancien Régime que suponía la obra, aunque no por ello, o precisamente por esa razón, se erigió en un éxito inmediato, y disfrutó de más de veinticinco ediciones en los treinta años restantes del siglo XVIII.

Como no podía ser de otro modo, el ideal que dibuja El año 2440 retrata una ciudad y una sociedad -esta es, tal vez, una de las aportaciones más modernas de Mercier, la constatación de que la revolución social debe sustentarse sobre la base de una revolución urbana, el macrocosmos y el microcosmos, el contenedor y el contenido, en perfecta armonía- generadas a través de los mecanismos de la Razón. Bajo ese paradigma, por tanto, Mercier abjurará tanto del ateísmo en favor de la religión natural como del materialismo, señalándose en estos temas de forma opuesta a algunos de los supuestos programáticos de los revolucionarios.

Una de las diferencias más notables entre la utopía de Mercier y los temas de sus contemporáneos es la importancia que reconoce al individualismo. Lejos de otorgar a la sociedad como ente colectivo el carácter rector y corrector de los aspectos concernientes a la vida en común, Mercier hace descansar en el individuo la responsabilidad de la adecuación a la vida social. Adjudicando a la Razón un papel por encima de sus posibilidades, deja a la voluntad individual, por ejemplo, el pago de los impuestos, o a la del propio reo la aplicación de la pena capital. Son precisamente estos desajustes que desafían a la lógica humana los que sobrecargan el carácter de profecía de índole política para sembrar al texto en el fértil campo de la utopía.

Otro de los méritos de la utopía de Mercier, relacionado con lo que se ha expuesto anteriormente con referencia a París, es la proximidad que provoca el hecho que se desenvuelva en el mundo conocido. Lejos de la extrañeza, debida a la distancia o a la nula concreción, que provoca en el lector el escenario de la isla desierta o del planeta situado fuera de nuestro alcance, Mercier ubica su utopía en un lugar que puede ser reconocido y después de una evolución que entra en el campo de lo posible; la sociedad perfecta no nace de la nada ni se debe a la intervención de ningún Deus ex machina, sino que es el fruto de la aplicación de los presupuestos racionales sobre una situación de partida conocida y reconocible. No han sido los habitante de la Luna, gracias a su superior intelecto, quienes han alcanzado la perfección, sino los propios humanos, con sus defectos y sus virtudes, los que han conseguido reproducir la sociedad perfecta que vislumbraron los philosophes. Esa misma proximidad, por otro lado, ese reconocimiento, son los que acercan a la esfera de lo posible a la sociedad utópica que describe.

El recurso narrativo del que se sirve Mercier, su naufragio en una isla desierta, su viaje a los imperios celestes, es el del sueño. Después de recoger de un viajero inglés una detallada y prolija relación de las carencias de la Francia del siglo XVIII, la desigualdad entre las distintas capas sociales, el caos circulatorio de la capital, el deficiente saneamiento, la desfigurada arquitectura ornamental, la soberbia en las costumbres y el desenfreno en las acciones, el exceso de proyectos y la imposibilidad de llevarlos a término, el narrador de El año 2440, firmemente impresionado, se acuesta y «despierta», en sueños, en ese año. Después de recuperarse de su sorpresa, inicia un período de observación de la sociedad que le rodea, inquiere acerca de su organización y reflexiona acerca de la comparación con el París y la Francia contemporáneos.

La sociedad en la que ha «despertado» ha eliminado por inútiles y perturbadores todos los elementos suntuarios, principalmente aquellos que servían para identificar los estratos sociales, así como -gran parte de- los derechos por nacimiento, sustituidos por la retribución en función de los méritos a que cada ciudadano se ha hecho acreedor. París ha sufrido una profunda transformación urbanística que la ha convertido en una ciudad habitable. En cuanto a la administración, se han simplificado los procesos judiciales y se ha dejado en manos de jueces íntegros y funcionarios útiles, y se ha suprimido la censura. La enseñanza en un deber del Estado y está dirigida tanto a la instrucción como a la búsqueda de la felicidad. Aunque se admite la existencia de un Ser Supremo -han desaparecido los curas, la órdenes religiosas y las jerarquías eclesiásticas-, la religión ha dejado de formar parte de la esfera pública y ya nadie publica ni discute acerca de ella porque Dios sólo es cognoscible mediante el pensamiento y la introspección. Se mantiene la pena de muerte para ciertos delitos de sangre, pero más como una forma de evitar el calvario del encierro y por acortar el suplicio de la privación de libertad que como castigo, y siempre de acuerdo con el reo. En cuanto a las cuestiones artísticas, el fin de cualquier arte no debe ser ni el entretenimiento ni el relleno para momentos ociosos sino la búsqueda de la perfección de la naturaleza humana, y todos los intervinientes deben actuar de acuerdo con ese principio. Afortunadamente, la discusión acerca de la idoneidad  del arte alcanza sólo al contemporáneo porque después el tiempo y el criterio son los que otorgarán la inmortalidad o la irrelevancia: todo arte libre conseguirá perdurar en la memoria de la Humanidad.

Producto inequívoco de su tiempo, es claro que algunos de sus vaticinios, por defecto o por exceso, distan mucho de verse cumplidos -o eso parece, aun teniendo en cuenta los trescientos años de plazo-; a pesar de esos «desaciertos», algunas de las predicciones no deben ser enjuiciadas teniendo en cuenta ni nuestra perspectiva ni el dudoso avance que pudieran significar, sino considerando cuál era el punto de partida. Por esa razón, El año 2440 debería leerse con la perspectiva temporal de su fecha de publicación, no tanto como una prospección hacia el futuro como un reflejo de la situación real de una sociedad en un momento en que, tal vez por primera ocasión, tuvo en su poder las herramientas para proyectar un futuro mejor.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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