Mathias Enard | Literatura Random House

Brújula

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Mathias Enard | Literatura Random House
Mathias Enard | Literatura Random House

Un monólogo. Franz Ritter, musicólogo vienés, en una noche de insomnio por una enfermedad incurable que acaba de serle diagnosticada, a principios de diciembre de 1999,  desgrana en un monólogo los acontecimientos, que acaban siendo frustraciones, que han marcado su vida: su dedicación a la música como musicólogo ante su incapacidad de hacerlo como ejecutante o como compositor; su continuo ir y venir entre Oriente y Occidente, sin lograr pulsar el espíritu que les une; y sus sentimientos con relación a Sarah, el gran amor de su vida, a pesar de haber mantenido con ella una relación que jamás acabó de concretarse. Este flujo de conciencia, enriquecido con las transcripciones de diversos documentos de varias procedencias que atañen a lo relatado y que incluyen citas de otros textos, artículos especializados e intercambios epistolares, es el armazón sobre el que Mathias Enard construye Brújula (Boussole, 2015), novela que le valió el Premio Goncourt en 2015, el galardón más prestigioso de la letras francesas.

El hecho de que cada fragmento de cualquier línea que podamos trazar tenga dos extremos no implica necesariamente que estos deban ser opuestos; es más, sería conveniente que no lo fueran. Bajo este paradigma, Enard amplifica las semejanzas fijando su atención no tanto en esa visión dialéctica como en el hecho de que estos puntos delimitan una misma línea, y explota el hecho de esa complementariedad -al fin y al cabo, no existiría línea sin extremos- experimentando con el campo en que la dicotomía no se hace evidente, con los espacios que contienen en común, aquellos que son indistinguibles o que no se pueden atribuir al uno o al otro.

«En la vida hay heridas que roen como una lepra el alma en la soledad»; esta cita de La lechuza ciega de Sadeq Hedayat que abre la tesis doctoral de Sarah, refleja con puntillosa fidelidad el estado anímico de Ritter, encerrado en su apartamento vienés con la sola compañía de sus recuerdos, el insomnio y unas bolsitas de incógnitas infusiones adquiridas en un impersonal supermercado, el reflejo de la inexcusable crisis de la civilización que él ha conocido y admirado y en la que se ha visto representado. Ni siquiera el opio, ese narcótico que vino de Oriente con ese efecto deseado permanentemente por lo que tiene de evocador y por la facilidad de convertir en real el más insignificante de los deseos, alcanza para sobrellevar la tremenda frustración por la imposibilidad material de cumplir con sus anhelos.

«Oigo apaciblemente esa lejana melodía, miro, en lo alto, a todos esos hombres, todas esas almas que aún se pasean a nuestro alrededor; quién fue Liszt, quién fue Berlioz, quién fue Wagner y todos aquellos a quienes conocieron, Musset, Lamartine, Nerval, una inmensa red de textos, de notas y de imágenes, clara y  precisa, un camino visible sólo por mí que vincula al viejo Von Hammer-Purgstall con todo un mundo de viajeros, de músicos, de poetas, que vincula a Beethoven con Balzac, con James Morier, con Hofmannsthal, con Strauss, con Mahler y con los dulces humos de Estambul y Teherán, acaso es posible que el opio me siga acompañando después de todos estos años, que uno pueda convocar sus efectos como a Dios en la oración; acaso soñaba yo con Sarah en la adormidera, largamente, como esa noche, un largo y profundo deseo, un deseo perfecto, pues no requiere de ninguna satisfacción, de ningún final; un deseo eterno, una interminable erección sin objetivo, eso es lo que provoca el opio.»

Brújula es, como algunas de las grandes novelas de la tradición occidental, una novela sobre la memoria, y al igual que aquéllas, oscila entre la melancolía por el mundo perdido y la euforia experimentada por ese recuerdo.

«La vida es una sinfonía de Mahler, nunca da un paso atrás, nunca vuelve sobre sus pasos. En ese sentimiento del tiempo que es la definición de la melancolía, la conciencia de la finitud, no hay refugio alguno, aparte del opio y del olvido.»

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Brújula explota su trama multiforme exponiendo la versión ritteriana de las conexiones entre Oriente y Occidente localizando gran parte de la trama en los dos grandes pórticos: Viena, la puerta que se cerró a la conquista otomana, la que puso el límite oriental a Occidente, y Estambul, la Sublime Puerta, la frontera occidental de Oriente.

El texto de Enard es también una historia cultural de la Europa oriental del siglo XIX, en función de los contactos y los intercambios que, vía Bósforo, la enriquecen y la convierten en cosmopolita: lo que la mano militar no consiguió lo alcanzó la cultura, la verdadera moneda de cambio que enriquece a todos los participantes en el intercambio; pero es también un canto fúnebre por un Próximo Oriente -el Levante- cuya desaparición se ha llevado consigo todas las conexiones, como ese pariente lejano que murió y nos desconectó con los individuos con los que teníamos relación a través de él.

«Volvimos al hotel dando un rodeo, en la penumbra de los callejones y de los bazares cerrados; hoy todos esos lugares son presa de la guerra, arden o han ardido, las persianas metálicas de las tiendas deformadas por el calor del incendio, la pequeña plaza del Obispado maronita invadida por edificios derrumbados, su asombrosa iglesia latina de doble campanario con tejas rojas devastada por las explosiones; acaso recuperará Alepo su esplendor perdido, tal vez, imposible saberlo, pero hoy nuestra estancia es un sueño por partida doble, perdido en el tiempo y condenado a la vez por la destrucción.»

Ese Oriente Próximo, cuna de la civilización, que casi se libró -con todos los matices- de la tortura de la colonización, se convierte en otro mundo en vías de desaparición aniquilado por sus propios herederos.

«Me pregunto qué pensaría Osama Ibn Munqidh el valiente sobre las hilarantes imágenes de combatientes de la yihad de hoy fotografiados pegándole fuego a esos instrumentos de música, por no islámicos; instrumentos que provienen sin duda de antiguas fanfarrias militares libias, tambores, tambores y trompetas regados con gasolina e incendiados ante una grave tropa de barbudos, tan contentos como si estuviesen quemando al propio Satán. Los mismos tambores y trompetas, más o menos, que los francos copiaran de la música militar otomana unos siglos antes, los mismos tambores y trompetas que los europeos describieran con espanto, pues anunciaban la llegada de los invencibles jenízaros turcos, acompañados por los mehter; ninguna imagen representa con tanto acierto la aterradora batalla que libran los yihadistas, en realidad contra la historia del islam, como esos pobres tipos con traje de faena, en su trozo de desierto, ensañándose con unos tristes instrumentos marciales cuya procedencia ignoran.»

Cada cual ha vivido la degradación a su manera, y esta conclusión es aplicable tanto a los individuos como a las civilizaciones: en Oriente, unos ignorantes barbudos fanáticos armados de anteojeras coránicas destruyen cualquier vestigio de la civilización anterior por la sencilla razón de que no la comprenden, hasta tal punto es superior a ellos, son incapaces de apreciarla. Mientras tanto la ensimismada Europa, un término que con más frecuencia se refiere a una localización geográfica que a un estado de ánimo, sigue hipnotizada mirándose el ombligo y soñando con una grandeza que ha devenido en pesadilla.

«Un Oriente extremo más allá de las llamas de Oriente Próximo; y pensar que en otros tiempos el Imperio otomano era «el hombre enfermo de Europa»: hoy Europa es su propio hombre enfermo y envejecido, un cuerpo abandonado, colgado de su horca, que se deja pudrir convencido de que «París será siempre París», en una treintena de lenguas diferentes».

La última frontera, la definitiva -y esa sí que está trazada minuciosamente por geógrafos escrupulosos- es la exaltación de lo propio que conlleva la anulación del otro. Y en este diseño, Europa se ha convertido en la especialista:

«La construcción de una identidad europea como simpático puzzle de nacionalismos ha borrado todo cuanto ya no cuadraba con sus compartimientos ideológicos. Adiós diferencia, adiós diversidad.»

Y es que, en realidad, Oriente y Occidente no existen como unidades distinguibles; parece imposible trazar una línea fronteriza que aísle ambas zonas geográficas, que señale dónde acaba Oriente y empieza Occidente: la existencia de uno implica necesariamente la del otro en una mezcla indisoluble, más parece una distinción que ha incubado el segregacionismo, el reduccionismo, el fútil intento de separar lo inseparable. «Los orientales no tienen el menor sentido de Oriente. Quien tiene el sentido de Oriente somos nosotros. Los occidentales, nosotros, los rumíes .» (Cita de Lucie Delarue-Mardus). Oriente es un invento occidental -«ese sueño en árabe, en persa y en turco, apátrida, que se llama Oriente»-, un término impreciso que engloba lo desconocido, lo ajeno, lo otro, cuyo contenido se es incapaz de concretar.

«Nosotros mismos, en el desierto, en la tienda de los beduinos, enfrentados no obstante a la realidad más tangible de la vida nómada, nos topábamos con nuestras propias representaciones, las cuales, debido a las expectativas que teníamos, parasitaban la posibilidad de la experiencia de una vida que no era la nuestra; la pobreza de aquellas mujeres y de aquellos hombres nos parecía plena de la poesía de los antiguos, su indigencia nos recordaba a la de los ermitaños y los iluminados, sus supersticiones nos hacían viajar en el tiempo, el exotismo de su condición nos impedía entender su visión real de la existencia.»

El verdadero viaje a Oriente sería, pues, como partir en busca del Preste Juan, al Oriente que se encuentra más allá del Oriente. Pero, exista o no el patriarca legendario, ese es un viaje del todo imposible.

Pero Brújula es también el relato de una historia de amor, imposible como son todas las grandes historias de amor, entre el protagonista y Sarah, una especialista en Oriente, una relación erudita basada en las afinidades intelectivas que trasciende la formalidad para instalarse en una inusual  complicidad afectiva que jamás llega -jamás puede llegar a- materializarse porque su naturaleza es de índole dintinta a la emocional.

Brújula no es un texto irrelevante ni, por tanto, fácil; Ritter es un intelectual y un erudito que puntea -a veces no sólo puntea sino que parece que apoye- su monólogo con una ingente y escogida cantidad de referencias musicales -numerosos intermezzi de todo origen y signo- y literarias -principalmente de autores orientales, particularmente de escritores de origen persa- que dan la medida de sus conocimientos y que delimitan el espacio cultural en el que se desenvuelve él mismo como personaje y la trama de la propia novela.

Brújula es una voz que se inmiscuye en la conciencia del lector entonando un canto fúnebre por la aniquilación del intercambio, el lamento por la pérdidas de la posibilidad de reconocerse en el otro. La contemporaneidad ha superado lo que no pudieron alcanzar ni el atroz colonialismo ni la autosuficiencia de los petrodólares; ni Oriente ni Occidente están libres de culpa, ambos han sucumbido a la atracción del abismo.

«A veces tiendo a pensar que la noche ha caído, que las tinieblas occidentales se han cernido sobre el Oriente de las luces. Que el espíritu, el estudio, los placeres del espíritu y del estudio, del vino de Jayam o de Pessoa no han sobrevivido al siglo XX, que la construcción cosmopolita del mundo ya no se produce en el intercambio del amor y el pensamiento sino en el de la violencia y los objetos manufacturados.»

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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