El ala izquierda

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Mircea Cartarescu | Foto: Cosmin Bumbutz | WikiMedia Commons

«Â¡Cuánta necrofilia hay en el recuerdo!»

Editado en castellano por el empecinamiento enfermizo del editor de una pequeña editorial independiente madrileña, Mircea Cartarescu, considerado en su país como uno de los escritores más relevantes de las letras rumanas actuales, tuvo un éxito relativo en castellano, a pesar de las buenas críticas mediáticas, reducido a lectores conocedores de la literatura centroeuropea contemporánea. La literatura rumana, vecina de las grandes literaturas mittleuropeas, a pesar de ser, ateniendo a su dimensión, una de las más prolíficas de la literariamente marginada literatura de los países de la órbita soviética, había exportado a occidente a autores como Mircea Eliade y Camil Petrescu, pero sus escritores más conocidos por el gran público fueron exiliados que acabaron adoptando otras lenguas de expresión, como Celan con el alemán y Tzara, Wiesel, Ionescu y Cioran con el francés; a partir de todos ellos, excepto casos relativamente anecdóticos –Ana Blandiana, Mihail Sebastian-, se abrió una brecha que se prolongó por décadas en la que no llegaron noticias del único país de la Europa del Este, con la recientemente independizada Moldavia, con lengua románica.

Ediciones Impedimenta

Todo parece indicar que Mircea Cartarescu ha venido a rellenar ese boquete; si el año pasado sorprendió con el enciclopédico Solenoide, este 2018 arranca la edición de la que los conocedores consideran su obra cumbre, la trilogía Cegador (Orbitor), de la cual este El ala izquierda (Aripa stângă, 1996, merecedor, entre otros, del premio Gregor Von Rezzori) constituye su primer volumen; para 2019 está anunciado, en la misma editorial, El cuerpo (Corpul, 2002), y para 2020 la conclusión, El ala derecha (Aripa dreaptă, 2007). Como en todos aquellos libros que apelan más a la inteligencia del lector que a su emoción -esta es una apreciación de índole personal sujeta a todos los cuestionamientos que se quiera-, no hay forma de resumir ni extractar el argumento de El ala izquierda, y eso contando con que la novela desarrolle un tema determinado, una afirmación muy controvertible; el primer volumen de Cegador es de una ambición desmesurada que, más que a un libro, a lo que se ve enfrentado el lector es a todo un mundo; cerrado, oscuro y, a ratos, impenetrable como lo acaban siendo todos, pero un mundo al fin y al cabo. Estupefacto como el salvaje ante un arma de fuego, este lector no ve otra forma de salir de su asombro que escribir estas notas de lectura con el convencimiento de que nada de lo que diga podrá dar una idea de la impresión que le produjo su lectura ni, mucho menos, de la calidad del texto.

«Podría intentar  (como hago desde hace tres meses) volver al lugar de donde nadie ha vuelto, recordar lo que nadie recuerda, entender lo que nadie alcanza a entender: quién soy, qué soy.»

Los sueños, la imaginación y los recuerdos son instancias mediante las cuales el ser humano suele  relacionarse con su pasado que, curiosamente, llevan implícito cierto carácter azaroso: parece ser que los sueños, con independencia de su función terapéutica, provienen de lo más profundo de nuestro inconsciente y, como tales, no son programables ni manipulables; la imaginación, un proceso que, a diferencia de los sueños, suele ser consciente, pone en relación ciertos hechos cuando no están presentes, hayan sucedido o no, pero la variedad de vínculos que puede suscitar tiene también un sospechoso carácter aleatorio; los recuerdos, finalmente, parecen poseer un mecanismo de disparo que escapa a la comprensión, y si bien su generación parece potestativa, su cualidad tiene equívocos visos de eventualidad.

«Recuerdo, es decir, invento.»

Otra instancia de relación con el pasado son los objetos, cuya materialidad -o realidad, o verdad- los dota de un pasado propio, objetivo -u objetivable-, intrínseco a su propia naturaleza -es decir, que tienen una realidad propia-, que no tiene por qué tener relación alguna con la experiencia que tenemos de ellos, con nuestra verdad.

«De la oscuridad a la luz, del plomo al cristal, del aplastamiento a la levitación, del todo a la nada se deshilacha la absurda trayectoria de nuestra vida hasta acabar en un jirón de vacío.»

El ala izquierda puede leerse como la huella que deja en el sujeto la acción combinada de las cuatro instancias, los sueños, la imaginación, los recuerdos y los objetos -considerando los hechos como objetos inmateriales-, en la búsqueda de sí mismo, así como el registro literario de la imposibilidad de distinguirlas.

«Todo es extraño, porque todo se remonta muy atrás en el tiempo. Y porque todo está en ese lugar en el que no se distingue el sueño del recuerdo, pues las grandes zonas del mundo no estaban entonces separadas unas de otras. Y vivir el extrañamiento, sentir una emoción, quedarse petrificado ante una imagen fantástica significa siempre lo mismo: regresar, volver, descender al núcleo arcaico de tu mente, mirar con el ojo de una larva humana, pensar algo que no es un pensamiento con un cerebro que no es todavía un cerebro y que funde en un núcleo de placer desgarrador eso que nosotros, al crecer, separamos.»

Los mitos, otra forma de relación con el pasado, hunden sus raíces en la profundidad abismal del tiempo, inaccesibles a la comprensión humana, que forja su forma narrativa, el único acercamiento permitido, por mediación de las leyendas. Una vez incorporadas al acervo común de la colectividad, adquieren vida propia y se independizan de sus creadores hasta el punto de que estos llegan a olvidar que fueron ellos mismos quienes las forjaron. Es a partir de ese momento que adquieren el poder de influir de manera decisiva en la vida de los hombres porque estos, los olvidados artífices, le han otorgado naturaleza taumatúrgica.

«El espacio es el paraíso, el tiempo es el infierno. Y qué extraño resulta que, al igual que en el símbolo de la bipolaridad, en el centro de la sombra se encuentre la luz y que en la luz esté la semilla de la sombra. Pues, al fin y al cabo, ¿qué es la memoria, ese manantial venenoso del centro de nuestra mente, del paraíso, con sus pozos de mármol torneado, con su agua temblorosa, verde como la hiel, con el dragón de alas de murciélago que la custodia? ¿Y qué es el amor, el agua límpida y fresca de las profundidades del infierno sexual, la perla cenicienta de la concha de fuego y de aullidos desgarradores? La memoria, el reino del tiempo sin tiempo. El amor, el espacio del territorio sin espacio. Las semillas opuestas y, sin embargo, tan semejantes de nuestra existencia, unidas por encima de la gran simetría y anulándose en un único sentimiento inmenso: la nostalgia.»

De este modo, el mundo mitológico invade el mundo real y le impone sus condiciones. El Bucarest real, la ciudad gozosa a orillas del Dambovita, se transforma en una Tir na nÓg, a la que se accede desde la ciudad real a través de callejuelas que se despliegan a medida que se recorren, donde las dimensiones del espacio y del tiempo se confunden y en la que pululan personajes legendarios que el ojo humano distingue como soldados del III Reich o de la reciente invasión soviética pero que trascienden la realidad para imponerse a cualquier forma de percepción terrenal, influida por el ambiente feérico, el crepúsculo otoñal permanente, y envuelta en una mezcla ineludible de olor a putrefacción y a desinfectante.

«Todos aquellos pueblos estaban enfermos y tullidos. Cada uno presentaba un estigma diferente, cientos de miles de enfermedades mostraban sus secuelas ante nuestros ojos, era un espectáculo patético pero fascinante. Ese hombre joven de perfil griego, tan altivo que los tendones del cuello le aplastaban la nuez, se había amoldado a su forma a la perfección, fundiéndose con ella, si un ántrax venenoso en la axila izquierda no lo hubiera distinguido de entre sus iguales, no definiera su verdadero ser. Todos vivían gracias a aquellas enfermedades que les servían de nombre, de cualidades e incluso tal vez de alma. Labios leporinos, dedos palmeados, vientres hinchados por la cirrosis, hernias umbilicales como melones, lepra y sarna ennoblecían aquellos cuerpos rosados que, de otro modo, portarían el sello de una empalagosa perfección.»

Esa queste, esa búsqueda, no puede reproducirse ni de forma secuencial ni de forma direccional, pues toda relación causa-efecto sería una especulación sometida a la influencia del sujeto; ante la imposibilidad manifiesta de representarla mediante los sistemas clásicos de modelo, parece imprescindible hacerlo mediante un acercamiento fractal, mediante la simulación del proceso creador, la única forma posible de racionalizar el caos, pasado, presente y futuro concurriendo de forma simultánea y cuyo análisis solo puede emprenderse a partir de las repeticiones inapreciables a simple vista o mediante los métodos de observación tradicional.

«Nada, no existe nada -dijo lentamente el Albino en medio de aquel silencio ensordecedor-. Somos delicadas telarañas hinchadas y desgarradas por el viento. Somos franjas de interferencia en una pompa de jabón, multicolores, húmedas, desesperadas… Sarcoptos en la piel de una pompa de jabón, que depositan en ella sus huevos y sus excrementos… Nuestro mundo no tiene peso ni sentido. Somos simulacros de una irrealidad que es a su vez un simulacro. Y solo si se contempla su grosor desde el extremo superior o inferior, superponiendo una capa traslúcida sobre otras, esa escalera de irrealidad se vuelve opaca hasta tornarse real. Pero no existe un extremo superior ni inferior, y tampoco existen ojos que puedan mirar desde allí. Hoja sobre hoja sobre hoja, nuestro mundo es un libro con páginas de membranas.»

De forma semejante a la de ciertos caracteres físicos, cabe la posibilidad que el ser humano herede también parte de las habilidades de sus progenitores, una especie de poso psíquico provocado por esas experiencias y que, de forma inconsciente e involuntaria, esté preparado para afrontar situaciones vitales para las cuales esa herencia sea de utilidad:

«Yo no he tenido infancia ni juventud. En vano las busco en mi memoria, así como en vano intentas recordar la eternidad previa al nacimiento. Sin embargo, existe ahí una luz gris, un matiz, algo más claro que el negro a través del cual representamos la nada y que, de hecho, sin representarla, sin mostrar nada, es siquiera la señal de que existe el aparato a través del cual podría aparecer algo».

Esta hipótesis, por supuesto, daría al traste tanto con el sentimiento de identidad única del sujeto como con el significado que otorgamos al concepto de recuerdo, y la supuesta firmeza del triángulo formado por la realidad, el sueño y la memoria se vería menoscabada por la consustancial fragilidad de la hipótesis que considera ese triángulo el campo donde se juega la vida.

«[…] estamos entre el pasado y el futuro como el cuerpo vermiforme de una mariposa entre sus dos alas. Podemos utilizar una de ellas para volar, pues hemos tendido filamentos nerviosos hasta sus márgenes; la otra nos resulta desconocida, como si nos faltara un ojo por esa parte. Pero ¿cómo vamos a volar con una sola ala? Profetas, iluminados, herejes de la simetría anticipan lo que podríamos ser y lo que tendremos que ser. Y eso que ellos ven per speculum in aenigmate lo veremos todos con claridad, al menos con tanta claridad como vemos el pasado. Entonces también nuestra torturante nostalgia estará entera, el tiempo no existirá ya, la memoria y el amor serán todo uno, el cerebro y el sexo serán uno, y nosotros seremos como los ángeles.»

El ala izquierda es un gran texto y, a la vez, un reto lector de altura.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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