«Oscuro suave», de Pablo Javier Pérez López

Oscuro.suaveOscuro suave. Pablo Javier Pérez López
Prólogo de Carlos Chauen
Editorial Manuscritos (Madrid, 2013)

Pablo Javier Pérez López es uno de esos raros ejemplares de bardo que honra a una antiquísima tradición de más de dos milenios y medio; es, ante todo, un transmisor, en un sentido visceral y atávico, y un “amaestrador de nubes”. Muy escasos son -y este poemario es diáfano en este sentido- aquellos que hayan vivido su oficio poético de forma tan convencida y natural: un Whitman, un Campos, un León Felipe acaso. Los temas predilectos de su autor no son, no pretenden ser, algo oculto para el lector medio de poesía, demostrando que sus dotes de comunicador -y todos aquellos que hayan asistido a alguna de sus conferencias o recitales pueden atestiguarlo- son indudables. Pero no es la única cualidad de este poeta, en adelante, el Poeta.

La palabra del Poeta adquiere una hondísima esencialidad caeiriana “No puede mirarse el mundo sin los ojos” que ha sido afectuosamente aplaudida por vates de la talla de Antonio Gamoneda. Tal es su esencialidad que con pocos autores -de repente me viene Petrarca a la mente, por ejemplo- puede intuirse de forma más meridiana la conciencia de que, como el propio Pablo Javier Pérez afirma en una muy reciente entrevista en esta misma revista literaria, “uno siempre escribe y reescribe el mismo poema”. Pero también de que es posible hacerlo experimentando y provocando en el lector el mismo temblor.

El Poeta que, tal un yanomamo de “un poblado olvidado de la Amazonía / (…) un Reino lleno de sin porqués” que destruyera sistemáticamente la memoria con tal de hacer la existencia más digna de ser vivida, escarba bajo la seca y cuarteada adultez en busca de una corriente subterránea de inocencia y amor, que “é a eterna inocência”, como escribiera Caeiro. En sus versos, casi se diría que enhebra la réplica perfecta al soviético Konstantin Vanshenkin, cuando éste afirmaba categóricamente:

Acompañado de fieles seguidores

cobarde cual almirante pirata, el granujilla las muchachas tiraba de las trenzas,

los cuadernos limpios quitándoles.

(…) Partió con la muchacha al lado el comandante.

Y el subordinado no pudo comprender

que con esto salía de la infancia.

Pablo Javier Pérez López (foto: Juan Ribón)
Pablo Javier Pérez López (foto: Juan Ribón)

El Poeta, lúcido Peter Pan que, en su asombro, pugna tozudamente por mantener su boca abierta a toda costa, “dejando un irregular reguero de baba caliente por la orilla sombría del mundo”; que no claudica en su nostálgico gateo con tal de hollar, con todas y cada uno de sus dedos, la tierra mojada; es la tierra que es engendradora y que tolera gozosa sobre sí los juegos de patio de colegio la tierra que más pronto o más tarde volverá a morder el filósofo de salón, descabalgando violentamente del caballo de sus certezas.

Porque el autor conoce bien los secarrales de la filosofía. Sabe que se trata de un aristado edificio sustentado por niños encorbatados, edificio siempre a punto de resquebrajarse a causa esa terrible carcoma que es la palabra autocomplaciente. Y, ante él, el Poeta opone un Hambre Metafísica y un Pensar Poético que resultan honestos, inabarcables y, por lo demás, devastadores para los templos marmóreos del saber, a los que susurra: “me necesitáis”.

El Poeta se sabe “juego, (…) alma alegre, (…) Voluntad”. Y, jugando a la gallina ciega, se deja guiar por texturas, sabores y olores, siempre menos infieles a la verdad desnuda que la vista y que las palabras: “Hay tres olores inolvidables / el olor del primer amor abierto / el olor del primer libro abierto / el olor de la primera ciudad amada / He querido olvidar el nombre del primero”.

No aspiro a la objetividad -al fin y al cabo, somos dos hermanos perdidos y bienhallados- pero no soy el único que piensa, con pueril alegría, que el Poeta es Pablo Javier Pérez López.

Miguel Pérez

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