Peter Handke | Foto: Mkleine | WikiMedia Commons

La gran caída

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Peter Handke | Foto: Mkleine | WikiMedia Commons

«Las palabras, incluso las no pronunciadas, no son solo palabras.»

Acostumbrados a la sumisión a nuestras insistentes rutinas, a dejar que los hechos sucedan de forma pasiva, casi inconscientemente, nos sorprendemos tanto cuando cambian algunos de los factores que las componen -una inapreciable variación temporal, por ejemplo, o que nos sorprendan en un lugar desconocido o distinto del que llevan aparejado- que la estupefacción que nos invade nos puede llevar a la conclusión de que el sujeto que percibe esas experiencias puede ser alguien distinto de nosotros mismos, un individuo que, expulsado de la cotidianidad, debe entablar una pugna inmediata para recuperar, desde un incierto pasado que advierte como ajeno, una coherencia histórica que ha perdido en aquel desplazamiento. Así lo expresa el escritor austríaco Peter Handke, en La gran caída (Alianza Editorial).

«Pero, según él, ya no había hechos que contar, y con hechos él no se refería a ese «conforme a un hecho verdadero», sino a revelación, ya fuese la revelación del rostro de una persona, como en los retratos fílmicos de Carl Theodor Dreyer, Robert Bresson, Maurice Pialat, John Ford, Satyajit Ray, o el manifestarse uno, el otro, uno más grande, el grande, en ti y en mí, o el mero manifestarse de un recién nacido en un moribundo, de un zapato vacío como metáfora de un mudo grito de muerte, de una cucharilla que cae de la mano, como metáfora de una caída mayor.»

La conciencia, ese nivelador de la experiencia, adquiere todo el sentido de su existencia en adjudicar a un mismo individuo prácticas tan dispares como engendrar a un ser y asesinar a otro, atribuyéndose una ficción de unidad contraria al sentido común. ¿Cómo podemos estar seguros de ser agentes, a la vez, de acciones tan dispares? ¿Cuándo actuamos como una realidad evidente, cuando llevamos a cabo un hecho determinado o su contrario? ¿O tal vez en ninguno de los dos, y nos limitamos a ser unos patéticos actores que representamos un papel cuyo guión escribió un demente bajo los efectos de sustancias disgregadoras de la individualidad, que nosotros adaptamos a las circunstancias en función de los parámetros que nuestra limitada inteligencia es capaz de percibir?

«Oyó a alguien detrás de él. Una vara de madera crujió bajo las pisadas del otro. Pero ya antes de volverse, cayó en la cuenta: el ruido procedía de él. Y después no fue solo esa equivocación. Un helicóptero tableteaba, cerca y más cerca: la camisa al viento, al andar. Un crujido en la maleza venía de la pluma de su sombrero. Un árbol iba a derrumbarse: su bostezo. El gruñido de aquel perro invisible: su estómago. Un grupo de caminantes que muy lejos entonaban una canción a coro: él mismo, solo, sin darse cuenta, se había puesto a cantar, a tararear. Desde abajo, desde los helechos y hierbas altas, alguien le lanzaba un líquido a la cara: otra vez él, que, espontáneamente, al andar, había cogido entre los dedos la cáscara llamativamente hinchada de una balsamina.»

Pero si asumimos ese desdoblamiento en el caso de incidentes extremos, ¿no deberíamos también aceptarlo para las acciones más cotidianas? ¿Somos el mismo individuo cuando nos recortamos la barba que cuando ponemos agua a calentar para prepararnos un café? O, ¿es el mismo ser el que aguanta un chaparrón a campo abierto que el que ve la tormenta desde la ventana?

«Pero ahora la huida no entraba en consideración. No era permisible. Y además, el hedor se podía evitar levantándose y doblando la cabeza sobre la nuca, con la nariz y los ojos dirigidos al cielo. Así ya no había mal olor, y si lo había, limitado a quien se dejaba caer al suelo. Arriba, en las alturas, un campo de nubes, como estrías en la arena a orillas de un mar; otro campo de nubes, como salpicaduras de espuma; un avión que en lo alto de los cielos surca las estelas, ya muy desflecadas, de un avión anterior, semejante a las que deja un barco en el mar. Y el águila seguía describiendo sus giros, también aquí entre los millones de personas. Era verano.»

No es tanto un problema de identidad como de identidades: ¿dónde está escrito que debamos tener una sola? Las contradicciones, esos torpedos dirigidos a la línea de flotación de nuestra unicidad, no son incongruencias que destruyen una pretendida uniformidad, pero imposible, sino manifestaciones de una multiplicidad que nos enriquece y que, una vez asumidas, añaden otra cara a esa compleja figura geométrica en constante evolución y cambio. Es la ausencia de contradicciones lo que hace imposible e incomprensible la existencia de Dios; es con su concurso como el ser humano adquiere consistencia en su interior, por la capacidad psíquica de aceptarlas, y flexibilidad en su exterior, la disposición para doblarse sin romperse.

«Pensando en todos esos senderos didácticos de los bosques, con letreros y dibujos a cada paso que informan no solo sobre árboles y arbustos sino también sobre la naturaleza del suelo, sobre la procedencia de las piedras, sobre cómo surgieron las rocas, ideó un «sendero didáctico equivocado» que era más o menos así: también a cada paso habría, en ese sendero, muy a la vista, cosas tan parecidas a otras que a primera vista se las tendría que confundir con ellas […].  ¿Y el sentido de tal sendero didáctico? La contemplación, detallada, del error, de lo erróneamente considerado digno de ser encontrado, del causante del error, del objeto del error, una vez descubierto el engaño.»

Conocer a alguien es, pues, una pretensión inútil porque ese alguien es, en realidad, un ser multifacético, imprevisible, que nunca reaccionará de la forma esperada, y cuya libertad se verá coaccionada si se le exige que se comporte de acuerdo a unas expectativas preestablecidas. Se debería tratar a los demás, incluso -o especialmente- a los más allegados, como si fueran siempre perfectos desconocidos, esta sería la muestra máxima de respeto. La misma consideración, con más razón, se debería tener hacia uno mismo: pretender que alguien se conoce a la perfección es una ficción fatal que solo puede conllevar irremediables consecuencias. Deberíamos, una vez más, hacer como los actores y representar, ante cada nuevo desafío, el papel adecuado y actuar con la tranquilidad de poder deshacerse de la máscara, aunque sea para adoptar otra, en el momento en que uno desee.

«Uno o dos quisieron trabar conversación, hablaban sin esperar respuesta, y él escuchaba en silencio y seguía su camino. Al mirar de reojo hacia atrás, había inesperadamente niños y niños sentados en lo hondo de la hierba y formaban un corro, y él pensó: «Las flores del bien». Pero también estaban ya los matones entre ellos. Hitler, de niño, tiraba piedras a las cabras.»

Como mundo encerrado en sí mismo, la falta de perspectiva aísla a la naturaleza salvaje del discurrir del tiempo y del mundo, la encierra en una jaula de cristales reflectantes en la que la ilusión de mirar más allá queda refrenada por el propio reflejo, que acentúa su reclusión y refuerza su autorreferencia. El único punto de vista válido es el que se obtiene en la linde, en la línea trazada por el hombre, allí donde empieza su desaparición, justo en el espacio anterior al de la muerte. Lo mismo sucede con los grandes asentamientos urbanos, no perceptibles en toda su extensión desde el interior sino desde sus límites, donde la ciudad pierde su nombre, desde el arrabal asentado en precario sobre las alturas que la circundan, en el límite con la naturaleza, cuya supervivencia depende, paradójicamente, de la resistencia que puedan ofrecer los suburbios a la expansión de la peste urbana.

«Cualquier ruido procedente del mundo de los hombres le hacía vociferar en contra. Era un vociferar por sufrimiento y más aún por indefensión. Indefenso, indefenso, indefenso. Y al mismo tiempo, por determinación propia, la única que aún podía tomar, iba saliendo del bosque y persiguiendo de estación en estación lo que le torturaba.»

También el ser humano, ese actor pésimo, se define en los límites, en las instancias no previstas, en los miedos inevitables, en los desafíos repentinos; es decir, en aquella situaciones para las que no tiene un guión preparado, una experiencia traducible, un recuerdo rescatable; donde también pierde su nombre, donde no existe identidad alguna ni definición establecida. Solo allí es visible su naturaleza, la duda, el terror, la indefensión.

«Desviar la vista y seguir caminando sin respuesta a su saludo: allí no había nada que ver. Y al mismo tiempo cayó en la cuenta de que conocía al que estaba sentado en aquel banco y le miraba como si fuera transparente y no sólo allí. Eso lo supo al momento, con una claridad como solo se da en algo que uno jamás habría considerado posible. Ese extranjero, que estaba en un país extranjero, había sido una vez, en el país común a ambos, su vecino, su buen vecino. Casi un amigo. Un amigo. Con una exclamación se dio la vuelta hacia él, con la exclamación de su nombre: «Â¡Andreas!», el primer nombre de persona que ese día le venía al actor a los labios y a la mente. Para él, la mujer se llamaba desde el comienzo solo «la mujer», lo que entre hombres, en su tierra de origen, era, había sido, podría haber sido, una expresión de respeto; y su lejano hijo había sido ese día de hoy su hijo, o también solo «el hijo».»

En la antigüedad, y también ahora en la naturaleza, las guerras eran provocadas para ocupar un espacio y los beneficios de la victoria alcanzaban a todos los intervinientes: mejores pastos, bosques más productivos, mares más fecundos. En la actualidad, las guerras se entablan para conseguir  más tiempo, para adueñarse de los tiempos de vida del enemigo, para aniquilar su supervivencia con el espejismo de apropiarse de su futuro, de sus posibilidades, de sus expectativas, para sumar el tiempo que le fue concedido al nacer, ese bien inmaterial del que uno solo puede apropiarse robándolo, para añadirlo al propio y avanzar en la esperanza de una inalcanzable inmortalidad: almas a cambio de tiempo.

«Las palabras de Dios o de su oráculo pasarían, ¿o habían pasado ya? Desde cuándo? ¿Desde los genocidios? ¿Desde las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki? ¿O ya desde los millones de muertos de la Primera Guerra Mundial? ¿O antes aún? ¿Y con las palabras de Dios pasarían el cielo y la tierra, o habrían pasado hacía tiempo, la tierra había dejado de ser el mundo de Dios y de los hombres?»

El lugar que mejor reconocemos, en el que han transcurrido los instantes más numerosos o más importantes de nuestras vidas, puede ser también el lugar en el que nos sintamos más solos. Ni la identificación de las señales, viejas, ajadas, pero aún reconocibles, que marcaron como hitos nuestro pasado; ni el reencuentro con las personas a las que, en algún momento, nos sentimos ligados; ni los episodios que podemos recrear con la fidelidad máxima; pues todo ello hace referencia a un tiempo que ya no existe, puede aliviar nuestra condición de superviviente y el profundo sentimiento de soledad del tiempo presente. El pasado -un lugar peligroso en el que mandan los únicos hechos que no se pueden enmendar, los recuerdos-, como parece que dijo alguien, es un país que no se puede visitar de nuevo.

«Habría deseado menos luz para acercarse a la meta. Pero era una ciudad de las luces, y hasta en las calles laterales había una claridad de la que, eso pensaba él, «no había escapatoria posible». Había una claridad como si fuera de día, y sin embargo de modo muy distinto: en lugar del cielo en las alturas, ya a media altura solo tinieblas. Recordó la historia de aquellos habitantes de Schilda que creían poder llevar la luz del día con cubos o palas a las casas sin ventanas, y se imaginó una escena al revés, en la que, a paladas, fuesen transportadas las tinieblas a la excesiva claridad.»

Si la literatura de ficción suele ser la narración de los hechos que ocurren en un lapso de tiempo determinado, Handke, cuyo análisis se resiste a esta catalogación tan general, sitúa su narración en el tiempo que transcurre entre dos hechos concretos, elaborando una narrativa volátil que no se deja aprisionar en la celda de los géneros; multifacética, con cambios de aspecto a cada momento en función del punto de observación en que se sitúa el autor; cambiante, alternando la relación de hechos con las inmersiones en la cabeza de los personajes; fronteriza, explorando los límites de los horizontes de sucesos para internarse en los intersticios entre las brechas de la realidad. Una literatura total, enraizada en el paisaje y focalizada en las experiencias, de las cuales los hechos son únicamente las manifestaciones externas.

La literatura de Handke es una literatura aferrada al paisaje, a la naturaleza. Cada piedra, cada árbol, cada flor, cada fruto, escriben sus líneas en párrafos que van desde la bravía hasta la domesticidad, desde la exuberancia en un pasado salvaje hasta la extinción en un futuro próximo; la rebeldía transformada en sumisión, pero también desde la persistencia, la lucha sorda y constante contra la extinción, hasta la pérdida del paisaje -por lo tanto, del lugar– por la acción insolente del autoproclamado rey de la creación, inconsciente de estar destruyendo el medio que le dio la vida.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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