Ricardo Bellveser | Foto: Fernando Rincón

Primavera de la noche

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Ricardo Bellveser | Foto: Fernando Rincón

Primavera de la noche: con este hermoso título, en el número diez de la colección Los solitarios y sus amigos, el sello editorial, Calambur, bajo el criterio del poeta, y también crítico, Sergio Arlandis, ha publicado el último poemario de Ricardo Bellveser (Valencia, 1948), reconocido poeta, crítico y periodista, quien culmina con esta publicación, cuarenta años de trayectoria poética.

Imbuido por la pasión culturalista de los novísimos, Bellveser debutó en la poesía con Cuerpo a cuerpo (Ediciones 23-27, 1977), y bajo esta tendencia publicaría sus primeros títulos. Su poética, curtida por la experiencia y el paso del tiempo, ha sido reconocida por premios como: Vicente Gaos, Jaime Gil de Biedma o Universidad de León.

De aquellos fervorosos años hasta la actualidad, doce son los libros que Bellveser ha legado a la poesía; la devoción literaria que ha vivido con mayor pasión, ya que le ha llevado a recorrer todo el planeta, tanto como conferenciante, como por pertenecer al jurado de algunos premios.

Ediciones Calambur

Emilio Torné, encargado del diseño gráfico del libro, ha escogido un sol que también es luna para significar este poemario en su cubierta, algo que sin duda sintetiza ese equilibrio de contrarios entre la noche y la primavera, ámbitos en los que una particular belleza florece y en los que el poeta encuentra la idónea metáfora para representar ese estadio de plenitud de un último tramo vital lleno de celebración por lo vivido, desasosiego por la despedida y sobre todo, inundación de la memoria.

El hablante lírico de Primavera de la noche es un guijarro de río al que rodean las aguas del recuerdo. El tiempo de la serenidad, del sosiego, y el balance de lo perdido, se dan en ese último tercio de la vida en el que a través de la memoria se contrarresta el temor a lo que queda por perder.

La dimensión desconocida es el primero de los dos bloques que conforman este libro, y de mismo título es el primer poema que enfrenta el lector; una suerte de paradigma en toda su extensión, un acumulativo manifiesto de intenciones que sirve como propedéutica al lector, ya que en él se dan todos los elementos nucleares del conjunto:

«No lo digo afligido, no y no, no,
no hablo desde la derrota, o desde el dolor
del vencido en combate que se desangra
herido de muerte entre columnas de humo,
en mi pecho bulle incierta mi memoria,
la energía del futuro que me espera,
un cosmos nuevo que ignoraba
haber engendrado y que ahora explota.»

Léxico sencillo, encabalgamientos suaves, narrador en primera persona, tono claro y directo, pero también confesional. Su sencillez no recae en la simplicidad, si no en el rechazo al ornamento, a la retórica de relleno. Todo en este poemario aspira a ser sustancial, no exento de imágenes y metáforas, pero sí del trámite, la transición de los primeros versos de un poema hasta su culminación.

Ese cosmos nuevo se abre, no con dolor, sí con nostalgia, y con la sorpresa del guerrero que ya no tiene nada que demostrar, mucho que perder, y la obligación de adaptar sus instintos a un hábitat, más de emociones que de pulsiones:

«[…] Y esa libertad
me guía hacia el interior de mi cuerpo
que flota ingrávido, y yo dentro sonrío
la felicidad que me produce la vida nueva.»

Encontrar una forma de gozo maduro al que no siga su sombra de dolor, es la más alta  y última presea que la vida ofrece a un condenado:

«Hay algo artificial en tanto gozo,
me doy cuenta, pero es real ese placer
puro como de aire de la cumbre,
el peso del tránsito y la brisa sobre el rostro.
Todo tan distinto y tan y tan igual.»

El camino es un poema dividido en tres estrofas. En la primera parte, encontramos aquello que no es esa antesala de la noche en la figura de la primavera. El yo poético, no solo se encuentra con fuerzas de abordar este tramo, sino que cree en la posibilidad de encontrar un regalo en él:

«Esta primavera no es la vejez, ni la decrepitud,
ni la ancianidad, es algo mucho más sutil,
es el desasosiego, una forma de desconcierto
que adquiere la intuida sospecha final.»

Esplendor de lo que resta, reza la siguiente estrofa. El poeta pone sus cartas sobre la mesa y se remanga, no está dispuesto a utilizar ningún truco ni a permitir que el lector siquiera lo sospeche; Con la verdad por delante, asistimos al encuentro entre la lava de la palabra y el agua del tiempo. Durante el humeante y vigoroso cisma de esa erupción marina, la poesía se desata con total naturalidad. La hondura y claridad de unos versos concebidos por necesidad, buscan acomodo en la comunión de la mirada ajena:

«[…] No os dejéis engañar, a veces puede parecer
que se rompe o se fragmenta, o se divide
en capítulos, pero es siempre la misma.»

La vida, en todas sus dimensiones, es la razón de ser, de pensar y sentir de estos poemas en general, un discurso unipersonal que conjuga sus apelaciones con las de otro posible interlocutor a través de la duda:

«La noche nos aguarda, aunque sigue lejos.

Pero ha sido bien útil vivir lo vivido
hasta ahora, y aguardo curioso
lo que falta, lo que falte, sea cuanto sea.»

La aspiración al diálogo hace que los versos sean extensos, intensos, y esa capacidad dialógica evoque la polifonía.

Ricardo Bellveser fue uno de los fundadores de la llamada poesía de la diferencia. Dicha corriente supuso la unificación de las prácticas poéticas —que no fusión— disímiles a las de la otra sentimentalidad que se erigió dominante en sus fundacionales años 80 del pasado siglo. Antonio Enrique, cofundador junto a Bellveser y otros poetas de dicho movimiento, expuso con claridad en Canon heterodoxo (DVD Ediciones, 2003) uno de los rasgos vertebrales del impulso cultural nacido del Manifiesto de Granada: «una literatura transparente, acorde a la espiritualidad suministrada por la física subatómica y los descubrimientos de la materia cósmica».

Este diáfano principio reivindica una poesía para todos, frente a las injerencias políticas y las élites oligarcas que monopolizan, tanto la direccionalidad de lo social, como la influencia de lo cultural. En parte, su naturaleza encuentra analogía en lo científico, algo heredado de Gregorio Morales —otro de los cofundadores de la poesía de la diferencia— y su acercamiento a la poesía cuántica. Sin duda, la no intromisión entre el autor y su obra, sigue siendo algo necesario en nuestros días, como también un grado de compromiso social del artista.

Bellveser, con Primavera de la noche reivindica la poesía desnuda, su mensaje sincero, inteligible, debe ser comprendido por esa gran masa de lectores de poesía —que a su juicio— ahuyentados de los libros debido a la cada vez más compleja experimentación de las vanguardias de principios del siglo XX.

Recobrar la poesía verdad —en palabras de Bellveser— es «recobrar la emoción». La poesía no debe reducirse a lo intelectual, su espectro abarca mucho más. Es de sentido común relacionar la capacidad de incidencia de cualquier arte en lo social con su grado de autenticidad y transparencia.

En el poema titulado Primavera d’hivern encontramos una estremecedora y clarificadora metáfora general con una particular flor que espera su muerte:

«Preludio, sí, es cierto, aunque
sea la última de las primaveras,
el inicio de una nueva floración
que tiene postreros ecos,
que son algo así como el temblor
del tallo de la flor cuando siente
cercano el acero de las tijeras
que la poda.»

Para el filólogo, Juan Antonio Icardo, Primavera de la noche es poesía de la experiencia, y no anda mal encaminado en su aserto. En efecto, esta poesía huye del culturalismo veneciano de los novísimos; tampoco podemos adscribirla a la poesía social y su contraste es mayor con otras estéticas. Sin embargo, encuentro dos apreciaciones para discrepar de Icardo y aseverar que estos poemas de Bellveser se acercan más a los presupuestos de esa poesía de la diferencia que él mismo ha abanderado.

En primer lugar, el uso de la métrica en este libro es heteropolar, la abundancia de combinaciones polimétricas —por una parte— la alejan del verso libre, y sin embargo, la no concesión de la forma al fondo, de alguna manera, también la acercan a él. En cualquier caso, el poeta no pierde de vista en ningún momento a la tradición, es fiel a su apuesta original y coherente de principio a fin en libertad y estilo.

Y en segundo lugar, los poetas de la experiencia propugnaron la creación de un sujeto lírico análogo al yo del autor, es decir, su narrador es una otredad teatralizada; para ellos era importante mantener una distancia con el lector, espacio que no existe en los poemas de Bellveser. Ya hemos comentado su apuesta por abandonar ese relleno estético que resta verosimilitud a la poesía como manifestación más alta de una literatura íntimamente ligada a la conciencia. Por tanto, ante tales diferencias —nunca mejor dicho— me inclino a considerar esta poética dentro de esa diferencia que en lo formal disiente de la experiencia.

En poemas como Días breves el autor aborda la indocilidad del tiempo, trasunto de una muerte dinámica, representada aquí como unas aguas que rompen contra las rocas de la edad. La remembranza de la amistad vertebra Mis amigos habitarán mis silencios, poema en el que la creencia del afecto trascendente tranquiliza sobre la soledad y olvido a todo aquello que somete la muerte.

El poema Tantas madrugadas es un canto de amor en cuatro tiempos, su manifiesta ternura alterna con el desasosiego, sentir que la provoca:

«Vivimos tanto desasosiego unidos,
que dudo si es que no habrá otro mundo
en el que no quepamos los dos juntos.»

Así se clausura este primer y más intenso bloque, dando paso al segundo, en el que el desasosiego será protagonista.

Tiempo para el desasosiego se compone de ocho poemas, lugares en los que los recuerdos alcanzan mayor virulencia, como en el poema que lleva por título Pueblo: Adzaneta, donde el autor regresa a ese fantástico tiempo de la infancia, radicado aquí en Adzaneta de Albaida, un municipio español situado en la parte centro-sur de la comarca del Valle de Albaida, en la provincia de Valencia. Allí, el poeta recuerda que aprendió un idioma que servía para nombrar las cosas; el tiempo cíclico da paso al tiempo mítico, así el descubrimiento, la erubescencia, se empañan por las sombras de una posguerra que todo lo inunda y envenena:

«El olor a pan, a leña, a cuadra,
a hoguera, a cocido, a lecho revuelto,
a una niñez abortada por las órdenes,
la autoridad majadera, el silencio […].»

Nostálgica es la dosis de realismo mágico que ostentan los versos de Hablar con los muertos, cercano y apacible es el espacio de la muerte cuando este está poblado por amigos: Vicente Gaos, Félix Grande, Joan Fuster o Juan Gil-Albert son algunos de los silenciosos interlocutores a los que va dirigido este recuerdo de gozo y plenitud:

«Hablo con ellos después de que la muerte
entrara en sus casas, se colara en sus cocinas,
levantara las sábanas de sus camas
y dejara al desnudo sus débiles anatomías.»

Especialmente lúcido e intenso es el último poema de este segundo bloque; Las luces y las sombras se divide en dos mitades, asignada cada una de ellas a los dos motivos de su epígrafe. Así, en la mitad de luz hallamos sombra:

«La luz y las palabras se acechan desconfiadas
porque el vivir fecunda translúcidos velos
que enturbian la explicación de la vida,
y emborronan el sentido que quizá tuvieron

Como también la sombra alberga su propia luz:

«La sombra es una forma de belleza
porque la sombra es luz, o es su ausencia,
o es la no luz, pero luz detrás de todo.»

En esta ambivalencia se encuentra uno de los misterios de la vida, nada deja de ser algo o es lo que es por sí mismo, a todo asignamos un valor en función de lo que nos provee. Lo que recordamos del pasado ha sido adulterado con respecto de la realidad, pero es esa realidad nueva la que nos afecta y desfigura esa belleza original que jamás regresará.

Final anancástico lleva por título la última parte o coda del libro, compuesta únicamente por un poema de título Anancástico. En él se culmina una cosmovisión existencial que agradece lo vivido y aprendido, al tiempo que lamenta lo no llevado a cabo; ser humano es reconocerse imperfecto, de ahí esa «propensión a ciertos tipos de melancolía». El deseo de la perfección, el recuento de heridas provocadas por palabras afiladas, son experiencias que conducen a reconocer lo endeudada que está nuestra vida a las emociones de los otros. Nada es nuestro por completo. «La vida no debe quedar al azar del azar», pero cuán bellos pueden ser los devaneos de una mente sorprendida y amenazada por fuerzas que la superan.

José Antonio Olmedo

José Antonio Olmedo López-Amor (Valencia, 1977). Escritor y poeta, crítico literario y cinematográfico, ensayista, cronista, articulista, divulgador científico. Titulado en audiovisuales. Redactor y colaborador en más de treinta medios de comunicación digitales e impresos

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