«Setenta acrílico treinta lana», de Viola di Grado

Setenta acrílico treinta lana. Viola di Grado
Traducción de Albert Fuentes
Alpha Decay (Barcelona, 2011)


Me acerco a esta novela el fin de semana sin ningún prejuicio. Hay múltiples y ruidosas voces que, por un lado, alaban a la autora pero dicen poco de su trabajo y, por otro, la denigran en base a su temprana edad (23 años) y a declaraciones descontextualizadas sin tampoco añadir nada sobre su novela. Demasiadas voces, pues la edición española (ella es italiana pero reside en el Reino Unido) acaba de salir de imprenta aunque, hay que decirlo, viene precedida de todas esas referencias que a cualquiera que no tenga una idea preconcebida de cómo debe ser y parecer —y aparecer— el arte le impulsarían a leerla.

La novela escrita por Viola di Grado está ambientada en Leeds. Hacia allí y desde mi ciudad parten a diario vuelos baratos directos, lo que alguna vez me dio la vaga idea de acercarme para comprobar cómo era aquello que alguien pensó que podría llamar la atención de la gente de aquí (aunque es al revés: son los de allí quienes bajan hasta aquí para saber de qué color es la luz, hacer fotos de la catedral, comer bocatas del Pans & Company y comprar cartones de tabaco que luego revenderán en su, por así decirlo, ciudad (y para con el beneficio costearse los 10 o 12 euros del billete)). En Setenta acrílico treinta lana la ciudad no sólo es decorado y trasfondo sino también causa añadida y metáfora social. Esto podría parecer un tópico o una frase de relleno pero no lo es. En una novela sobre la incomunicación el entorno inmediato puede ejercer/dar la esperanza de efectos paliativos y aun beneficiosos. Posibilidades más allá de la puerta de tu casa. Sólo tienes que salir y recibir el sol en la cara. Aunque no conozcas a nadie ahí fuera, lo cierto es que habrá algo. En Leeds, sin embargo, el cielo es “un enfermo terminal”, para sus gentes “un cartel que representa el verano es como un anuncio de La Guerra de las Galaxias” y “es imposible volver a casa de día, da igual la hora que sea” porque “en Leeds, el día no es más que un punto de vista”. Y respecto de sus habitantes no cabe esperar mejores noticias: están “sedientos de shopping” institucional como en cualquier urbe occidental(izada), su sonrisa se ha profesionalizado, hay niños que aprenden a decir bitch antes que mom, y sólo en los inmigrantes no del todo asimilados podrían encontrarse atisbos comunicativos auténticos aunque reticentes (“Tiene razón Aristóteles, el hombre es un animal social. De hecho, Jimmy, cuando no socializaba, era un animal y punto”).

Camelia, la protagonista, tiene veinte años, es hija única, su madre es músico y los domingos toca en la radio; su padre ejerce el periodismo pero se prepara moleskinamente para saltar a la novela. Hay discusiones porque la belleza de la madre es excesiva (“El cielo no es más que un remake de saldo de sus ojos. El sol es un remake de saldo de sus cabellos. Yo soy un remake de saldo de sus genes”) y el padre un celoso patológico que se deja la vida en un accidente absurdo tras consumar una de aquellas infidelidades que intuía cáustica y erróneamente en su pareja. La muerte del padre aborta la inmediata salida de Camelia del cascarón y sume a la madre en un estado de mudez, víctima del doble shock referido que para Camelia es triple o cuádruple y desencadena la historia contada. Sin embargo las raíces argumentales se van ofreciendo sin esta precipitación porque lo que en realidad importa en la novela es la forma como Viola cuenta lo que Camelia siente, hace y, sí, sufre. Una forma, de más está decirlo, poética.

¿Poética? ¡Poética! Pero ¿por qué precisamente poética? Pregunta oportuna puesto que lectores vagos y apóstatas literarios, pero sobre todo malos poetas, confunden poesía con cursilería. Causas: miles de fabricantes de símiles y cientos de verdugos idiomáticos que han infestado la poesía con maridajes imposibles y desprovisto al lenguaje de su fundamental aspecto comunicativo. Lo que ha provocado que gentes de buena voluntad huyan despavoridas ante la mera amenaza de… poesía. Hoy es tarea titánica encontrar una alegoría auténtica —que supere el peldaño del significado obvio y/o ingenioso que el “poeta” ha logrado extraer tras sólo él sabrá cuántos avances y retrocesos y Supr y Del— por encima del trazado cuasi caótico de sinestesias, enálages, hipálages y sentimientos regurgitados hasta causar la náusea refleja del lector. Un overbooking infrapoético que ha colocado a quienes se valen de los recursos líricos para narrar una historia al mismo nivel —a ojos del lector escarmentado— que las factorías de juegos florales antaño reducidas a círculos de pirados y hoy expuestas sin pudor junto a reediciones de la obra de Sylvia Plath. El resultado es que huimos de la poesía. La ignoramos. E incluso hay quienes se carcajean de ella y escupen sus trozos como el niño al que, a sabiendas de que no le gusta, se le da a probar algo engañado.

Viola di Grado (foto: Alpha Decay)

Aun así, a veces es procedente trocar explicitud por simbolismo, sobre todo si también estamos hasta las narices del abuso de una elipsis que nada cuenta porque un genio con barba dejó escrito que su objetivo fuera precisamente ese: dejar fuera lo que a lo mejor podría interesar y convertir el texto en un acertijo ultrapop. Aquello es lo que hace Viola a través de Camelia, no por capricho sino porque Camelia está literalmente incomunicada. En una ciudad sin luz, muerto el padre y muda la madre (de quien debe interpretar el significado de sus miradas), establece una relación difícil con el dependiente veinteañero de una tienda de ropa asiática. Él la iniciará en las complicaciones del idioma chino, en el que las palabras (ideogramas) se forman por acumulación de trazos sobre una serie de claves fundamentales. Con todo, la incomunicación de Camelia es total. Sólo la puesta de manifiesto de su historia —ese pensar constante hiperrealista cargado de referencias literarias no explícitas (no meras perífrasis) y sumido en un devenir cuya inmaterialidad aumenta por momentos— por Viola di Grado otorga voz al personaje, que se dirige a un hipotético lector con quien, en ocasiones, ironiza: “Lo sé, os doy pena, pero ¿de qué me sirve a mí? Por mí, como si os hacéis un copia y pega de la vuestra y la metéis en vuestras historias” […] “No, en mi historia personal no estoy loca. En la de mi madre …, la verdad es que mi madre no puede formar parte de ninguna historia porque no habla y hoy día ¿qué es una historia sin diálogos?”. Es la lectura alerta quien la rescata del aislamiento en que una clásica relación de dependencia (cuando no está en casa se pregunta, respecto de la madre, ¿habrá comido, estará dormida, le habrá pasado algo?) y en una sociedad cerrada sobre sí misma la ha sumido.

La novela no está exenta de elementos de suspense que, aparte de por los motivos literarios expuestos, incitan a avanzar rápidamente en la lectura. Quiero decir: la novela que ha escrito la niñata esta engancha, joder. A mí me ha enganchado. Igual tengo un problema y me estoy amariconando. O me encuentro inconscientemente en una extraña fase de regresión a mi juventud y debería correr a cambiar las camisas de Emidio Tucci que no tengo por trapos robados de la tienda de AllSaints en Portobello Road. O quizá lo que suceda es que en realidad sí tenga prejuicios y preferiría que una novela así la hubiera escrito Ian McEwan o Cormac McCarthy. Pero no, la autora es mujer y joven y precisamente por eso historia, forma y lenguaje funcionan y convencen (no sólo a mí sino a gente mucho más abierta y capacitada, como por ejemplo el jurado del Strega, premio de la que quedó finalista). La sola idea de un escritor viejuno esforzándose en poner voz al fracaso comunicativo social y familiar de una chica de veinte años ya debería dar una imagen precisa de lo que digo. Aunque también hay otra razón que suscita tal interés, aparte de la artística.

Hace poco defendía la idea de una adquisición cultural desprejuiciada con el objetivo de tomar el pulso al tiempo y a las situaciones y no quedar encallados en un presente individual —único en el sentido de que es propio y no compartido— que sólo rindiese introspección melancólica, autodepreciación y sus efectos secundarios: ceguera, esclerosis intelectual, intransigencia y absolutismo infundado. Lo dije en un contexto económico, arrollados como estamos por un sistema socio-financiero decadente que se desliza en el interior de un bucle devenido espiral desastrosa.

Quería convencer de la invalidez de remedios estrictamente basados en premisas no culturales (inculturales) para detener ese viaje hacia una nada terrible. Instar a que se retomara la vieja práctica de introducir estímulos pintorescos en una imaginación artrítica y moribunda. En realidad era un truco manido más que una estrategia. Algo que te saca de apuros en conversaciones de negocios cuando hablar de fútbol es improcedente por extemporáneo o por repugnancia, o cuando tu cerebro no es capaz de ofrecer soluciones porque no está lo suficientemente abonado. Entonces llega el raro cada vez más raro y en vías de extinción y dice “Yo leí en un libro que”. Y en este caso ese algo riega tu cerebro y en cierta forma funciona como profiláctico de una peligrosa incomunicación vertical hacia quienes son más jóvenes que tú. Y/o como un camino abierto en ambas direcciones. Mantener la mente en una perpetua jornada de puertas abiertas sin apriorismos caprichosos es más sano de lo que creemos. Lo contrario crea aislamiento autoinducido.

Si esto no se entiende, no me extraña que tantas otras cosas tampoco.

José Luis Amores
http://bolmangani.blogspot.com

José Luis Amores

José Luis Amores (Málaga, 1968) es Licenciado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Málaga. Especializado en marketing, ha fundado varias compañías que después ha vendido a diversas multinacionales. En la actualidad ejerce su profesión como freelance. Ha sido colaborador de Diario Málaga y de la revista Papel Literario.

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