Foto: Squadwarf | Pixabay Commons

Sobre los ladrones y salvadores de libros (II)

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Foto: Squadwarf | Pixabay Commons

Los ladrones de libros: el libro
La poco conocida historia de los libros robados por los nazis, la relata el escritor sueco Anders Rydell en The Book Thieves (2017, Penguin). Pero esta magnífica investigación historiográfica es mucho más que eso: es una historia cultural del nazismo y sus consecuencias, desde el fin de la República de Weimar hasta los recientes intentos de los bibliotecarios de la Stadtbibliothek de restituir los libros expoliados, y también es un duro paseo por los saqueos librescos de Berlín, preludio de lo que vendría, y un viaje por la Europa en guerra tras las huellas de los libros robados, ecos o sombras de la sangre y de las bombas. Rydell habla de la suerte que corrieron algunas importantes colecciones europeas, como la Bibliothèque russe Tourguenev de París, la Biblioteca della Comunità israelitica di Roma, o la casi totalidad de bibliotecas sefardíes de Salónica: tras ser saqueadas, se perdieron o fueron destruidas. Muy a menudo, The Book Thieves le pisa los talones a la Historia universal de la destrucción de libros.

Penguin Random House

Las páginas más oscuras de The Book Thieves, sin embargo, son las que explican qué habrían hecho los nazis con todos aquellos libros robados, es decir, qué planes tenían Hitler y Rosenberg. Por suerte, la guerra les impidió llevarlos a cabo y, de hecho, todos los esfuerzos se centraron, más que en leerlos e investigarlos, en llevar los libros a lugares seguros para evitar que los letales bombardeos aliados los destruyeran o los soviéticos volvieran a robarlos. Pero el Instituto para el Estudio de la Cuestión Judía de Fráncfort sí logró publicar libros, artículos y revistas de ideología nazi, mientras que Rosenberg, tras trasladar sus oficinas y archivos a la más protegida ciudad de Racibórz, mandó montar una exposición secreta para oficiales nazis en la que se exhibieron libros y otros objetos robados por su Equipo de Intervención, los cuales demostrarían la supuesta conspiración antialemana del judaísmo. Uno de los principales objetivos de la investigación académica nazi era justificar «científicamente» el genocidio del pueblo judío, por eso en 1944 Rosenberg intentó organizar en Cracovia una conferencia antisemita sobre Los judíos en la política global de nuestros tiempos, en la que se discutiría, entre otras cuestiones nazis, la posibilidad de crear una ONU antisemita; pero la guerra, la derrota y el ahorcamiento de Rosenberg en Núremberg se lo impidieron. Y puesto que una vez eliminados los judíos habría que preservar su memoria, Hitler planeaba abrir un Museo de una Raza Extinta en el barrio judío de Praga, una especie de parque temático nazi para adoctrinar a los futuros ciudadanos del III Reich.

Por desgracia, la magnífica obra de no ficción de Rydell no está traducida al español, por lo que quien no pueda leer la traducción al inglés no descubrirá que los nazis, que tampoco sabían leer el hebreo o el yidis, obligaron a algunos intelectuales judíos a catalogar sus propios libros, de forma análoga a la imposición de crear Judenräte (consejos judíos) para gobernar a sus iguales. Así, en el campo de Theresienstadt se formó la llamada Unidad del Talmud, un grupo de estudiosos judíos que, además de registrar los libros para los nazis, se las arregló para salvar algunos del saqueo; quien roba a un ladrón, cien años de perdón. Estas son las páginas más luminosas de The Book Thieves: las historias de los salvadores de libros, los que arriesgaron la vida para evitar el saqueo o la destrucción, preludio de quienes también salvarían vidas de personas.

Seguramente la historia más emotiva sea la del libro restituido a Walter Lachman, un judío berlinés que sobrevivió a un campo de concentración nazi de la actual Letonia y a otro de Alemania y que luego emigró a los Estados Unidos, desde donde su hija viajaría hasta la Stadtbibliothek de Berlín para recuperar un libro de cuentos infantiles judíos, robado a su padre hacía 67 años. Aquel libro era la única posesión de su vida en Europa, el único recuerdo de su infancia, excepto algunas fotos y un gorro del uniforme de prisionero. A partir de la recuperación del libro, Walter Lachman empezó a hablar de su pasado, contó aquella parte oculta de su historia, incluso dio charlas en escuelas. Su libro de cuentos infantiles lo llevó a contar su propia infancia, hasta entonces vergonzosamente silenciada. La contabilidad de los libros es compleja: siempre cuentan más de lo que cuentan sus páginas.

El libro del éxodo
Aunque abarca mucho, el libro de Rydell no menciona todos los libros salvados del saqueo nazi, porque no es una Historia universal de los libros salvados ni es posible incluirlos todos. Sin embargo, es incomprensible que no recoja la historia de la Hagadá de Sarajevo. Cualquier hagadá, que en hebreo significa narración, narra el Éxodo de Egipto, la salvación del pueblo judío, pero este ejemplar lo hace no con texto sino con imágenes, pues se trata de un manuscrito iluminado.

Es un libro pequeño, de 16.5 x 22.8 cm y 142 páginas de vitela, un finísimo pergamino de piel de becerro, así se podía manejar con facilidad en casa, porque las hagadás se utilizan durante el séder, la cena de la Pascua hebrea que conmemora la liberación del cautiverio. Por eso esta tiene algunas manchas de vino, cicatrices de superviviente o preludio de la sangre, y por eso después de las imágenes contiene también el texto que debe leerse en la celebración, unas 50 páginas en caligrafía hebrea sefardí, usada por los judíos de la Barcelona de mediados del siglo XIV, la época en que se escribió e ilustró este manuscrito.

Sus bellas ilustraciones, influenciadas por el arte musulmán y cristiano de la España de las tres culturas, muestran la historia judía desde la creación del mundo hasta la esclavitud en Egipto; pero la imagen más enigmática puede verse más adelante: una familia judía está alrededor de la mesa celebrando el séder, probablemente sea un retrato de los mismos dueños de la hagadá, que tal vez fuera un regalo de boda, y los acompaña una mujer de rasgos africanos, quizás una amiga de la familia, una pariente del Magreb o una sirvienta musulmana, los expertos no se ponen de acuerdo. Cuando a finales del siglo XIX se redescubrió el manuscrito, hasta entonces oculto en la intimidad de algún hogar de la Bosnia austrohúngara, sus ilustraciones fueron revolucionarias. En primer lugar porque mostraban la mestiza y tolerante España medieval y recordaban que la convivencia —judíos amigos de musulmanes o cristianos y viceversa— sí era posible, pero también porque contradecían la tesis de que el arte judío siempre había sido anicónico o no figurativo, es decir, que nunca representaba a ningún dios ni otras figuras de forma humana: sus ángeles, Adán y Eva, profetas e incluso el mismo Jehová eran un ejemplo de lo contrario. Un solo libro cuestionó dos prejuicios.

A pesar de este imponente currículum, lo más impresionante de la Hagadá de Sarajevo, lo que le da un aura propia de las obras de arte irreproducibles, lo que la hace merecedora de figurar en The Book Thieves, es su mera conservación. El manuscrito iluminado sobrevivió a la masacre antisemita de 1391 en España, a la infame expulsión de los judíos del país en 1492 y al exilio en Venecia de sus dueños sefardíes, reapareció en Sarajevo en 1894 y sobrevivió al saqueo nazi del Museo Nacional de Bosnia, a un intento de robo en los años 50 y al brutal asedio y a los bombardeos de las tropas yugoslavas durante la guerra de los 90. Ya hemos dicho que la contabilidad de los libros es compleja, que siempre cuentan más de lo que cuentan sus páginas, pero es que este libro ha sufrido el mismo éxodo y las mismas penurias que sufrió el pueblo judío y que sus páginas ilustran. La Hagadá de Sarajevo narra su propia historia de superviviente.

Y su supervivencia dependió de quienes en un momento u otro la salvaron de la destrucción o el pillaje, una nómina de héroes anónimos, humildes u olvidados entre los que sobresale la hazaña de Derviš Korkut, el bibliotecario y curador del Museo Nacional de Bosnia y Herzegovina durante la Segunda Guerra Mundial. La escritora australiana Geraldine Brooks contó su historia en la impresionante crónica The Book of Exodus, publicada en The New Yorker en 2007 y que debería ser el epílogo a The Book Thieves, para contrarrestar tantos preludios. Además de bibliotecario, Derviš era un respetado intelectual sarajevés que había estudiado teología y lenguas proximorientales, él mismo hablaba al menos diez idiomas, y ser musulmán practicante no le impedía ser a la vez antifascista y un apasionado del Sarajevo multicultural, es decir, islámico, católico, ortodoxo y judío.

A diferencia de otros intelectuales, sin embargo, Derviš llevó a la práctica sus ideas. Así, cuando los nazis tomaron la ciudad, escribió un artículo defendiendo públicamente a sus vecinos judíos, titulado El antisemitismo es ajeno a los musulmanes de Bosnia y Herzegovina. Y cuando a principios de 1942 el general Johann Fortner, al mando de la división de la Wehrmacht que había ocupado Sarajevo, llegó al museo, el bibliotecario habló a escondidas con el director y le pidió permiso para proteger personalmente la Hagadá, el frágil símbolo de la frágil convivencia interreligiosa, arriesgando su vida. Como Derviš hablaba alemán, hizo de intérprete en la conversación entre el director y el general Fortner, quien en seguida les ordenó que le entregaran la Hagadá, a lo que el director y el bibliotecario respondieron con ingenio que otro oficial nazi ya se la había llevado y que, por supuesto, no se habían atrevido a pedirle que se identificara. En realidad, el codiciado manuscrito lo llevaba escondido el mismo Derviš en la chaqueta. Durante el resto de la guerra, estuvo oculto entre los libros de la biblioteca de una pequeña mezquita de Treskavica, a 50 km al sur de Sarajevo. Algunas bibliotecas tienen libros salvados y otras, robados.

Pero la historia del salvador del libro no termina aquí. En abril de 1942, poco tiempo después de dejar la Hagadá de Sarajevo en su escondite, Derviš Korkut llegó a casa con una asustada chica de diecinueve años, a quien él y su mujer, Servet Korkut, escondieron durante cuatro meses. Se llamaba Mira Papo y era una judía sefardí perteneciente a una familia muy humilde de Sarajevo, cuyos miembros habían muerto a manos de los nazis, todos excepto Mira, que se refugió a tiempo en las montañas con los partisanos, su nueva familia. Las condiciones de vida en el monte no eran nada fáciles, aunque sin duda más seguras que volver a la ciudad. Pero un día Tito, líder de los partisanos y futuro mariscal de Yugoslavia, decidió expulsar a los soldados más jóvenes de sus filas, ya que quería profesionalizar su ejército de resistentes. Mira y otros partisanos, muchos de ellos judíos, quedaron totalmente desvalidos y desarmados, a merced de las inclemencias del tiempo o de la brutalidad del enemigo. Ella volvió y deambuló por Sarajevo tan desesperada que se escondió en el edificio donde había trabajado su padre, de suerte que el portero, amigo del padre, la reconoció y la llevó al Museo Nacional de Bosnia y Herzegovina. A partir de entonces, Derviš y su esposa Servet, que no conocían de nada a Mira, se ocuparon de ella. Los Korkut la escondieron durante cuatro meses, haciendo creer que era una sirvienta albanesa llamada Amira, tras los cuales logró salir del Sarajevo sitiado y acabó de pasar la guerra con una familia de la más segura costa dálmata.

La salvación de la Hagadá de Sarajevo y, después, de Mira Papo exige que se adapten las palabras de Heinrich Heine:

«Solo era el preludio: donde se salvan libros, se terminarán salvando también personas».

Pero la historia de Derviš Korkut, que todavía no ha terminado, no sería conocida hasta mucho más tarde, porque el gobierno yugoslavo nunca le reconoció el mérito de haber salvado una vida humana y un valioso libro. Es más, acabada la guerra, fue acusado de fascista por criticar el nuevo régimen comunista, sobre todo su actitud contra la religión, por lo que pasó seis años encerrado en una celda de aislamiento, como un enemigo del pueblo. Mira se sintió fatal por no poder ayudarlo, ya que su marido se lo impidió: no quería que a causa de su intervención en el juicio, decidido de antemano, las autoridades los añadieran a la lista negra. En 1972, después de la muerte de su esposo, Mira emigró a Israel, donde llevó una vida normal y corriente. Hasta que en 1994 leyó en un periódico que Derviš Korkut, su salvador, del que no sabía nada desde su juicio político, acababa de morir; entonces decidió que había llegado el momento de subsanar su falta.

Mira escribió una carta al Museo Yad Vashem donde contaba que Derviš y Servet la habían salvado de los nazis. Gracias a ella, les concedieron a ambos el título de Justos entre las Naciones, que incluía una pensión para Servet Korkut. Una inscripción en un muro del Jardín de los Justos, cerca del Yad Vashem, todavía los recuerda. Quizás una plaza, una estatua o una calle de Sarajevo debería recordarlos también. O una reproducción del libro salvado en los estantes vacíos de la Bebelplatz.

Los epílogos de la Stadtbibliothek
La historia de la Hagadá de Sarajevo tampoco termina con Mira Papo y los Korkut. En junio de 1992, el ejército yugoslavo que sitiaba Sarajevo estaba atacando Marindvor, un barrio lleno de rascacielos, sedes gubernamentales y ministeriales, hoteles, templos, embajadas y, last but not least, el Museo Nacional de Bosnia y Herzegovina donde había trabajado Derviš Korkut. Los bombardeos y disparos ya habían destruido algunos edificios aledaños, por lo que un profesor de historia y arqueología de la Universidad de Sarajevo, Enver Imamović, organizó una arriesgada operación para rescatar el frágil símbolo de la ciudad y depositarlo en la caja fuerte de un banco. Imamović es un eslabón más de la serie de salvadores de la Hagadá de Sarajevo que empieza en el siglo XIV y recorre parte de Europa y cuya biografía completa, de llegar a conocerse, sería espectacular. Pero son demasiados los puntos ciegos de esta historia.

Por eso la australiana Geraldine Brooks, después de escribir su crónica sobre la Hagadá de Sarajevo, la convirtió en la protagonista de una novela, pues solo en un territorio tan fértil para lo desconocido como la ficción puede echar raíces la historia de un libro tan desraizado. La novela se titula Los guardianes del libro (2008, RBA), está justamente dedicada A los bibliotecarios y su narradora es una conservadora de manuscritos medievales a quien en 1996 la ONU le encarga que compruebe el estado de la Hagadá, después de que pasara la Guerra de Bosnia en la segura pero fría caja fuerte de un banco. La conservadora descubre diversos indicios en el libro —manchas de vino, restos de agua salada, un pelo blanco, etc.— que van disparando la imaginativa trama de la novela hacia el pasado: a la Viena de 1894, a la Venecia de 1609, a la Tarragona de 1492, a la Sevilla de 1480, etc. El siguiente paso sería convertir Los guardianes del libro en una superproducción posmoderna, con varios hilos argumentales en diferentes tiempos y espacios, aunque más o menos entrelazados por la Hagadá de Sarajevo y el espíritu de tolerancia, a la manera del Cloud Atlas de las hermanas Wachowski.

Si uno pasea por la calle Zmaja od Bosne  (del Dragón de Bosnia), la llamada avenida de los Francotiradores durante el brutal asedio serbio a la ciudad, son tantas las atracciones turísticas que se va encontrando que es fácil que el Museo Nacional de Bosnia y Herzegovina pase desapercibido. El museo, a media hora andando de la Baščaršija, está rodeado de edificios emblemáticos que sin querer lo marginan: al norte están la embajada americana y el colorido Hotel Holiday, donde se alojaron los corresponsales de guerra, y al este las altas torres gemelas de la UNITIC y el moderno centro comercial Sarajevo City Center. Es un edificio neorrenacentista de principios del siglo XX compuesto de cuatro pabellones: la biblioteca y los departamentos de arqueología, etnología e historia natural.

La entrada al museo cuesta 8 marcos convertibles, unos 4 euros, y con ella se puede ver, los martes y los jueves o el primer sábado del mes de 12:00 a 13:00, la Hagadá de Sarajevo. Está convenientemente protegida en una vitrina y las páginas abiertas varían según el día, para que la luz o la mera exposición no las deteriore en exceso. Cuando un museo español solicitó el libro en préstamo para exponerlo en 1992, poco antes de que estallara la guerra, el seguro habría costado 7 millones de dólares, pero no se cerró el trato; y tampoco se dejó el libro cuando lo pidió en 2013 el MET de Nueva York, a pesar de que el Museo Nacional de Bosnia estaba cerrado por quiebra económica. Hay libros que no se prestan, cosas de la contabilidad de los libros. Tampoco hay una versión digitalizada de acceso online, pero los visitantes del museo pueden comprar una edición facsímil del manuscrito, bastante más cara que la entrada pero más accesible que el original, y que además incluye un detallado estudio en inglés o bosnio sobre el contenido, la historia y la significación de la Hagadá.

Y si uno visita la página web de la Stadstbibliothek de Berlín y consulta su catálogo en línea, no encontrará ninguna copia de la Hagadá de Sarajevo. Su hábitat natural parecerían ser las estanterías de la biblioteca que está intentando restituir los libros robados por los nazis, los otros libros salvados de la destrucción. Pero no es así: la realidad no siempre está a la altura. A cambio, la Stadstbibliothek tiene algunos ejemplares de Los guardianes del libro de Geraldine Brooks y de The Book Thieves de Anders Rydell. A falta de la Hagadá, buenos son estos epílogos.

Guillem González

Guillem González (Barcelona, 1986) antes era programador informático en Girona, desde hace unos años es profesor de español en Cracovia, donde lucha por aprender polaco. Le apasiona la literatura, por eso estudió Humanidades en la UPF de Barcelona y luego un máster en Formación e investigación literaria y teatral en la UNED. Tiene un blog más o menos literario, 'De mí me río', y colabora en algunas revistas online.

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