Space Oddity

portadaorbitappÓrbita. Miguel Serrano Larraz
Prólogo de Manuel Vilas
Candaya (Barcelona, 2009)

En la última escena de La hora 25 el rostro de Anthony Quinn esboza una mueca terrible —la de un hombre roto— cuando un fotógrafo insolente le pide una sonrisa más para la posteridad. Para quienes no recuerden la cinta —rodada en 1967 y basada en la novela de Virgil Georgiu—, Quinn interpreta en ella a un pobre diablo rumano que primero es enviado a un campo de concentración para judíos y después ensalzado como arquetipo de la raza aria por los nazis. Sí, señores, Anthony Quinn, la gran estrella mexicana, tan «ario» como un chihuahua gigante, ¿no creen?

En el caso que nos ocupa, creo sinceramente que lo peor que podría pasarle a Miguel Serrano Larraz sería tomarse demasiado en serio el prólogo que Manuel Vilas ha escrito para Órbita, no fuera a terminar posando para los medios como legatario de la raza «afterpop» o relevo de la supuesta generación del cacao con avellanas. No es la primera vez que me encuentro con un prólogo bienintencionado pero que al mismo tiempo resulta arma de doble filo para presentar un libro. Sin embargo, y por fortuna, detecto en Serrano cierto distanciamiento respecto a cualquier tipo de etiquetas y entiendo el texto de Manuel Vilas como lo que en realidad es: un acto de generosidad, casi afectivo, hacia un nuevo autor zaragozano —lean ese prólogo sin comer polvorones, me lo agradecerán: «Zaragoza» figura hasta nueve veces en la primera página—. Hasta ahí, el prólogo difunde y promociona a corto plazo el trabajo de Serrano, al firmarlo en términos elogiosos nada menos que Manuel Vilas. Y es que vaya por delante que, para quien esto escribe, Vilas es, sin ambages, el escritor con la pulsión poética más interesante —junto a Fernández Mallo, para mi gusto, mejor poeta que narrador— y con la prosa más potente de toda la hornada «nocillera», y que textos como España (DVD ediciones) sí han abierto trocha en la oscura maleza de la narrativa contemporánea en castellano. Pero a medio y a largo plazo, el hecho de que la gran estrella de las letras mañas prescriba un libro con tal entusiasmo podría llegar a ser contraproducente para el joven autor —joven (1977), pero en absoluto novel, pues Miguel Serrano ya publicó novela y poemarios con anterioridad—, si se dejara condicionar por la parte más mundana de lo literario. Si al autor de Órbita le pudieran más los cantos de sirena que la voz de la escritura, si no ejerciera de Ulises amarrado al mástil en su odisea particular por las letras zaragozanas. De lo contrario, la tremenda fuerza gravitatoria de Vilas y de sus estrategias dialécticas —¿«fantasmagorías de las sociedades capitalistas de última generación», «era de mutación emocional», «instrumentos literarios antiguos», «cubismo»?— podría llegar a engullir y comprometer la originalidad de sus futuras propuestas. No, no aceptamos pulpo como animal de compañía, ni Anthony Quinn como prototipo ario, ni Manuel Vilas como Ground Control y Miguel Serrano como Major Tom, ni Órbita como satélite mutante de lo «afterpop», porque cuando todas esas tentativas de vanguardia se precipiten hacia el agujero negro del olvido, Miguel Serrano continuará escribiendo cuentos, contando historias, dejando pistas y bebiendo —por fortuna, insisto— de muchas corrientes literarias.

Un libro mediocre, romo y timorato termina por ser lo que cualquier lector desee hacer de él. Un buen libro, sin embargo, lo es en sí mismo y en estado salvaje; no se presta al hierro para el ganado —la maldita etiqueta— y esa imposibilidad de domesticarlo despierta nuestro deseo de descubrimiento. Miguel Serrano —como Fernández Mallo, por cierto— viene de una formación científica, y algo queda de ello en sus cuentos desde dos puntos de vista: la investigación y el método. Se percibe esa voluntad de descubrimiento y ese trabajo de laboratorio en los cuentos de Órbita, aunque también ahí radican las carencias y los excesos del libro. En varios pasajes, cuando los textos demandaban más audacia, el autor ha reculado y allá donde la técnica debía perfeccionarse para sustentar la estructura, el texto se desmadeja. Quienes conozcan de antemano mi serie de derivas o críticas sabrán de sobra que, cuando un libro me decepciona, prefiero guardar silencio antes que recrearme en la crítica gratuita. Sin embargo, y aun con todas sus imperfecciones, considero que Órbita contiene suficientes aciertos y que la escritura de Miguel Serrano atesora el potencial necesario como para que pueda compartir su lectura con los demás. Por ello, sin dejar de señalar las zonas de luz y de sombra del libro, vale la pena detenerse en dibujar la trayectoria —elíptica, no circular— de estos cuentos.

«Órbita», el que abre fuego y da título al libro, es un explícito homenaje a Bolaño que provoca cierta sensación de vaguedad e indeterminación. Sin embargo, no creo que sea por error, sino algo deliberado: el autor toma la decisión de nublar la atmósfera del texto para llevarlo al terreno en el que piensa que la historia cobrará la dimensión adecuada. Pero una cosa es la voluntad y otra el resultado. La reiteración o la neblina textual no crean necesariamente estilo, y si bien el narrador puede abrir vías muertas, el autor —dos entes distintos; primer curso de escritura, lección uno— ha de tener perfectamente claro el rumbo del relato, porque algunas opciones no terminan de «funcionar»: aunque se exponga la idea de que es un superdotado, ¿de veras un niño de nueve años puede leer Rojo y negro de Stendhal y percibir «algo» de la verdadera naturaleza de Julien Soreil? (p. 18). ¿Todavía podemos aceptar en una literatura realmente contemporánea que el narrador quiera resolver el final del cuento con un sueño?

«Perspectivas» es un relato arriesgado, donde se revela de nuevo el Serrano investigador, donde habla la voz de un muerto, pero también donde el narrador escatima información de manera deliberada (p. 43). Sin embargo, en esa suerte de ineficaz proyección kafkiana, de repente, asoman frases tan brillantes como «El futuro se abría ante mí hermoso y prometedor como un labio partido» (p. 43), o leves trazos líricos y con una deriva interesante (p. 48). El muerto, no lo hemos dicho, se reencarna nada menos que en… bueno, descúbranlo ustedes, pero creo que «Perspectivas» estropea la deuda con Kafka y le quita rigor al libro, cuando tal vez debiera haber quedado como cuento de ensayo y cajón, a pesar de algunas pinceladas vibrantes. En este sentido, creo que el cuento «Y así sucesivamente», por su juego cabalístico, paranoico y conspirativo, parecía un homenaje más logrado y prudente al autor de El castillo.

A quienes todavía duden entre considerar Órbita como un libro «afterpop» o como el dignísimo primer libro de un narrador sin demasiadas ínfulas —elogio—, les remito a «Shaman’s blues», crónica iniciática en toda regla del naufragio juvenil, llena de guiños a la Zaragoza de los años 90 —un servidor vivió algunos meses en la ciudad, durante 1995, cuando todas las mujeres se teñían de rubio platino y los domingos callaban como nazarenos, o al revés—. En este relato la voz se hace más rica en su discurso, se permite algunas licencias poéticas e incluso —ahora sí— establece algún tipo de nexo con lo «afterpop», aunque también con otras corrientes: «El martes, sin embargo, tiene, o tenía, la forma alargada de una canoa, mientras que el miércoles se desplazaba ante nosotros a la velocidad de un transatlántico, macizo, incuestionable y severo» (p. 58). Por desgracia, a ratos Serrano desbarata todo eso, y con ello lo que podría haber llegado a ser un cuento perfecto, al levantarse la falda y mostrar las enaguas de la escritura: «pero basta ya de metáforas, basta ya de símiles» (p. 59). Y digo esto porque cuando un escritor ha logrado que el lector entre en su juego, cuando ha conseguido su complicidad, no puede romper la baraja sin previo aviso, no puede deshacer de golpe la seducción —uno de los pilares del hecho literario—, minando toda la entidad de los aciertos anteriores. Una de las características de la verdadera literatura contemporánea —de la mejor, sin rodeos ni etiquetas— es que importa poco o nada la historia en sí, y es el cómo lo que de veras cuenta, un cómo que en «Shaman’s blues» agradecería un punto más de velocidad, manteniendo el acierto de no caer en clichés punk ni en personajes planos, pero potenciando ese espíritu realmente canalla que palpita en el relato.

La prosa de «Y sólo del amor queda el veneno» resulta un tanto redundante y obvia en el primer párrafo, poco pulido, propio de un autor que se ha gustado antes de tiempo. En cuanto a los puntos de vista utilizados, hay que justificar, exponer o, cuanto menos, hacer coherentes las motivaciones de los personajes, sus conflictos y sus deseos. Los del personaje femenino tienen un pase, por la soledad, tal vez, pero el del masculino al final resulta bastante inverosímil, por no hablar del gato. Otro ejemplo de manual de lo que Vilas llamaría «instrumento literario antiguo»: la omnisciencia absoluta del narrador no sólo no es rompedora —más bien decimonónica—, sino gratuita en la escritura del ahora: no todo vale en lo formal, y aquí es donde la técnica flaquea.

«Estrategia del aplauso» es otro relato que sigue fielmente la cuerda clásica —y lo digo ahora en clave positiva— de todos los cuentistas que en el mundo han sido —en el ámbito hispano, al menos— desde 1962: un nuevo homenaje —implícito o explícito, poco importa, porque está bien resuelto— a Cortázar, al jazz y a Rayuela. Tanto si es deliberado como si el poso de sus lecturas ha salido a flote desde el inconsciente de Miguel Serrano, la herencia está ahí, incuestionable: «afterpop» no, afterjazz, si acaso. Otro texto que sigue el abecedario canónico del cuento es «Cuerpo y alma», una complicada pero evidente metáfora de situación llevada casi al límite entre novios y menestras.

«Últimas señales» es el relato que demuestra de manera más clara, a mi entender, todo el potencial de Miguel Serrano como narrador. Salvando una nueva y gratuita personificación felina (p. 182 y 183) y obviando la extensión del texto, en el que se han dejado entrar una serie de detalles superfluos e informaciones que no aportan nada realmente significativo ni al ambiente, ni a la trama ni a la exposición del conflicto de los personajes, creo que es —al menos formalmente— el mejor relato del conjunto. Por su estructura, por su solidez, por el trabajo de revisión que se adivina en la lectura, por la consistencia del tejido narrativo y el juego de engarces que se establece en varios puntos del cuento y por el tema de fondo —la identidad en jaque—, justifica por sí solo que anotemos el nombre de Miguel Serrano para el futuro —no pienso emplear jamás la expresión «a seguir de cerca», me pone nervioso—. Ojalá en sus próximos textos —me encantaría, como lector— Serrano conserve su capacidad de trabajo, su falta de prisa y su humildad, y que a partir de ahí —la audacia sólo cabe desde el criterio, o de lo contrario se queda en bravata— haga como Major Tom en «Space Oddity» y se atreva de veras a abandonar la nave, a dejarse ir y a dejar atrás todo campo gravitatorio que no sea el de su propio deseo.

For here

Am I sitting in a tin can

Far above the world.

Planet Earth is blue

And there’s nothing I can do.

David Bowie, «Space Oddity» (1969)

Finalmente, me pregunto si la carta de «Zaragoza, a 8 de noviembre de 2002 (Segundo premio)» será real. Verídica o no, al menos resulta verosímil, y además destila esa otra vena que en Serrano promete y mucho: un humor agridulce, transido de nostalgia, para el que alguien debería acuñar un modismo aragonés equivalente a morriña o saudade, si es que no existía ya y lo ha borrado el cierzo de los soportales de Zaragoza, como al McDonald’s del pobre Vilas. Desde luego, a cualquier escritor (a Bryce Echenique o al que sea) le aterraría la perspectiva de recibir una carta así, ese encargo sentimental y atroz para ejercer de poco menos que de alcahueta ilustrada. Un texto irreverente, sí (p.149), con un personaje que al lector le cuesta dejar de identificar con un probable Miguel Serrano a las puertas de escarcharse el corazón, como una fruta atónita en una estación de servicio aragonesa. El texto recoge otra bella imagen —amarga, pero bella— del libro, cuando el tipo se da cuenta de que ya no quiere a la chica (p. 141 y 142). Uno, en ese momento, ya no puede seguir leyendo con ojos de escritor, ni de lector, ni mucho menos de crítico, ni seguir pensando en una reseña ni nada que se le parezca. A uno, y perdonen ustedes, lo único que se le ocurre entonces es compadecerse del protagonista y tratar, amistosamente, de espabilarle.

Sergi Bellver
Bitácora de Sergi Bellver

Sergi Bellver

Sergi Bellver (Barcelona, 1971) es escritor, editor y crítico literario. Responsable de la edición y el prólogo de «Chéjov comentado» (Nevsky Prospects, 2010) y autor en «La banda de los corazones sucios. Antología del cuento villano» (El Cuervo/Baladí, 2010; ed. de Salvador Luis). Profesor de Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès y Escuela de Escritores de Madrid, donde ha colaborado con la Cadena SER. Publica artículos y reseñas en las revistas Tiempo, BCN Week y Standdart, en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia, y en los medios digitales Culturamas, Revista Kafka y La tormenta en un vaso.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

Solarística

Next Story

A propósito de Frank McCourt…

Latest from Críticas

La memoria cercana

En 'La estratagema', Miguel Herráez construye una trama de intriga que une las dictaduras española y

Adiós por ahora

Eterna cadencia publica 'Sopa de ciruela', volumen que recupera los escritos personales de Katherine Mansfield