Tratado de ignorancia

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Apología de Sócrates | Husein Khzam | Flickr Commons
Apología de Sócrates | Husein Khzam | Flickr Commons

Quizá solo la escritura merezca de verdad la pena cuando es la voz de un desgarro o una dicha tan inconmensurables que necesiten de la palabra como de un espejo en el que contarlas para verse: verse al desnudo y en perfecto retorno a lo esencial. Se sabe cuándo ocurre por el resplandor de su fogonazo, por la potencia de su eco que deslumbra con la lúcida ceguera de las revelaciones. Yo creo que Tratado de ignorancia se ha escrito en ese estado de necesidad verdadera, en concreto en ese cruce de caminos ante el que el poeta se vuelve repentinamente consciente de la fugacidad de su vida, con todo ese caudal de olvidos y bruscas ignorancias que arrastra hacia un muro final. Su autor, José Luis Bernal (Cáceres, 1959), es un poeta honesto que ha callado –durante años: “Las palabras han tardado como las lluvias”- para decirlo todo ahora: decirnos cómo se cerca a la conciencia para que devele las añagazas con que el tiempo suele ocultarnos el olvido que seremos. Y lo hace con una furia tan contenida, con una tristeza tan pautada, y sin embargo con tanta claridad y tanto trabado desespero que no puede el lector encontrar distracción en la lectura de este poemario. Un súbito grito sordo y tácito que se puebla de evidencias ineludibles porque no hay medias verdades en sus versos: “Ni el tiempo ni la vida sosegada / me explican el derrumbe”.

José Luis Bernal sabe de qué se alimenta el recuerdo, mejor dicho, el olvido, y no por nada nos brinda en la cabecera del último poema una reveladora cita de Antonio Machado: “Solo recuerdo la emoción de las cosas y se me olvida todo lo demás”. Quedarse solo con la emoción: ¿puede haber algo más secretamente humano? Es posible que nuestro autor haya encontrado en esta cita la verdad del libro, que es, como decimos, la verdad de su vida presente. Pero un hombre entregado a la docencia de la literatura (en la Universidad de Extremadura) y al amor a la palabra (es autor de una treintena de libros, relacionados principalmente con la vanguardia y con Gerardo Diego) no podía prescindir de la belleza oscura, del contenido y fascinante fluir del alma, de su propia alma, que acaba convirtiéndose en arquetipo de los más foscos temores de la nuestra. Con riendas bien prietas, para que el caballo del verso nunca se desboque. Con un decir tan sosegado que de modo paradójico escuece más el sentido del infortunio:

Otoño

De la Luna Libros
De la Luna Libros

La cotidiana estampa de la vida sencilla

me cerciora del tiempo transcurrido y distancia

años de vino y rosas definitivamente

idos.

Pensé que debería decir a mis amigos

que ha llegado la hora de dar un golpe seco

en la mesa del mundo, donde se pasa lista

a las grandes razones y a las definitivas

hazañas de los hombres.

Y escribí este poema.

Decirles que nos queda poco tiempo y maltrecho

para dar las respuesta a todas las preguntas

que la edad nos escupe con obstinada furia.

[ … ]

Debiera de expresarles a mis buenos amigos

la duda metafísica que me congela el alma:

un hombre que descubre la clave del camino:

ver pasar a los otros desde la orilla quieta

sin saber si está ciego o la noche ha llegado

hasta el borde pasmado de sus ojos abiertos.

[…]

Apenas se distrae el poeta: ha tomado el camino del desnudamiento confesional en torno a la evidencia de ser para la muerte y casi todos sus versos remiten a ella, ya desde la visión presente, ya como nostalgia de un pasado que solo sirve para hacer de contraste con aquel. De hecho, podríamos dividir el poemario en dos tipos de poemas: aquellos escritos en presente, y que diseccionan la desolación humana ante el paso del tiempo y su acabamiento –“El tiempo ha cuarteado / tus mejillas”, dice en uno de sus poemas. O: “Todo comienza y pasa con obstinada prisa. O incluso: He perdido los rostros de mi vida. O estos versos del poema final: la ignorancia / que me ha ganado el juicio / en esta edad madura-” ; y aquellos otros poemas escritos en pasado, en los que el poeta vuelve la vista atrás para contemplar lo que de modo definitivo ha periclitado: “La poesía habitaba su refugio / como una realidad apalabrada, / ajena a su hacedor y luminaria. / … / La Verdad existía / delante de los ojos / que ven del otro lado. /… / A mi espalda y errante, / resonaba en la fronda / la libertad desnuda de mi alma”. Un pasado que también es memoria perdida en otros versos: “La danza que bailamos sin compás ni concierto / era hermosa y sincera, como un lienzo de Turner.”

Pero también hay lugar para el encuentro del pasado en el presente, donde el dolor del hombre es transferido para perpetuar la memoria de las terribles injusticias sufridas, y así el poeta se hace eco de quienes no tuvieron voz al tiempo que expande la suya y la dignifica, como en el poema “Auschwitz: Antes de encontrarme con tu rostro, / no existías. [ … ] O en D2 Cabildo: [ … ] donde en pasados siglos españoles felices / fusilaban a hombres recios como araucarias [ … ]”.

Tampoco hay esperanza en el futuro. El único poema escrito en este tiempo verbal, Contemporaneidad, lo demuestra en alguno de sus versos: “Ninguna mayoría miserable / sabrá del hombre puro”.

Apenas quedan resquicios para otras aventuras poéticas porque este libro es el recuento de todas las pérdidas, tanto las propias como las que remiten a la universal desolación del hombre, convertida así en emblema y cifra de su destino en la nada.

Yolanda Izard

Yolanda Izard Anaya, (Béjar, 1959), escritora y crítica literaria. Ha publicado las novelas 'La mirada atenta' y 'Paisajes para evitar la noche', además de tres poemarios y una Selección de Poemas en la Transición. Colaboradora habitual del suplemento cultural de 'El Norte de Castilla', y de las revistas digitales 'Sigueleyendo', 'Granite&Rainbow' y 'Subverso'.

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