Adam Zagajewski | Foto: PEN | CCCB

Zagajewski: «En mis días malos escucho a Bach»

El gran poeta polaco protagoniza un recital en el CCCB bajo el título 'El éxtasis y la ironía'

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Adam Zagajewski | Foto: PEN | CCCB
Adam Zagajewski | Foto: PEN | CCCB

El polaco Adam Zagajewski (Lvov, 1945), uno de los poetas y ensayistas europeos con más proyección internacional, ha protagonizado El éxtasis y la ironía, un recital en el CCCB, acompañado por Narcís Comadira, Pepa López, Biel Mesquida y Sebastià Perelló, que han leído sus poemas en versión catalana de Xavier Farré. La visita de Zagajewski a Barcelona ha sido posible gracias a la iniciativa conjunta del Pen Català, el CCCB, la UIB y el hotel Son Jaumell de Mallorca, que se ha convertido en la residencia del poeta durante el mes de septiembre en el marco del proyecto Habitació 2016. Su libro de poemas más reciente, Asimetría, saldrá el año que viene en español. Mientras tanto, nos encontramos en el bar del hotel Catalonia Eixample 1864 para hablar de sus libros, de sus escritores y músicos preferidos, de sus amistades y sus dudas.

Su último libro de ensayos todavía no está traducido al español. Así que de momento no lo he leído, y sólo sé que se titula Una leve exageración. ¿A qué alude este título, y cómo surgió?

Hace muchos años, cuando publiqué Dos ciudades, otra colección de ensayos, a un periodista se le ocurrió pedirle a mi padre, que era un ingeniero conocido en Polonia, algún comentario sobre mi libro. Le citó un pasaje que dice que la música es el arte para la gente sin hogar, la pintura, el arte de los sedentarios, y la poesía, el de los emigrantes; y le preguntó: “¿Qué opina usted de esto?” Entonces mi padre, un poco perplejo, contestó: “Creo que es una leve exageración.” Me di cuenta de que era una buena definición de la poesía, y la adopté.

Sí, ya conozco un poco a su padre (sonríe), sale muy a menudo en sus poemas. Otra persona que parece haberle influido es el pintor y escritor Josef Czapski, al que dedica un largo ensayo, y al que se refiere como “mi maestro y amigo”. ¿Qué era lo que hacía a Czapski tan singular?

La verdad es que Czapski es mi héroe, mi ideal de ser humano. Entre la gente que he visto y admirado a lo largo de mi vida, ha habido personas muy brillantes pero a la vez un poco malintencionadas, y también personas muy bondadosas pero no demasiado cultivadas. Czapski, en cambio, era una combinación casi imposible de inteligencia y bondad. Casi un santo. Para entretener a sus compañeros en el campo de prisioneros de guerra en Griazowietz, a principios de los cuarenta, les dio conferencias sobre pintura polaca y francesa, y también sobre Proust. Estas últimas están recogidas en un libro, Proust contra la decadencia, que te recomiendo mucho. Otro dato curioso es que al final de su vida, cuando estaba perdiendo terriblemente la memoria, para luchar contra el olvido pedía a sus amigos y admiradores –uno de ellos era yo– que le leyeran libros en voz alta. Pero solo sus propios libros, ¡los de Czapski! Si fuera cualquier otro escritor, pensaríamos que lo hacía por vanidad, pero en el caso de Czapski, un hombre de una humildad absoluta, no era así. Simplemente quería seguir recordando las cosas que le habían importado, quería recuperar su pasado a través de sus libros, a pesar de la vejez y la enfermedad.

En un ensayo incluido en el libro En defensa del fervor usted menciona el encuentro entre Czapski y Ana Ajmátova, que se produjo en Tashkent el año 1942. Después de esta única cita, Ajmátova le dedicó un poema romántico y apasionado: en los primeros versos dice que cada uno de ellos hizo enloquecer al otro. ¿Cree usted que este encuentro fue igual de importante para él que para ella?

Sin duda. La única diferencia es que Ajmátova se enamoró de Czapski a primera vista, y Czapski, que era homosexual (algo que no sabía casi nadie, porque era muy discreto), difícilmente podría haberse enamorado de Ajmátova. Pero en términos humanos, creo que se sintieron atraídos el uno hacia el otro en la misma medida. Czapski admiraba la poesía de Ajmátova, y quedó impresionado por su dignidad personal. El poema de Ajmátova dice que su cita es un milagro irrepetible, pero en realidad sí que se volvieron a encontrar: fue al cabo de casi veinte años, en París.

Otra persona de la que usted habla con admiración es el poeta esloveno Tomaz Salamun. Al principio de uno de los poemas de Mano invisible, dice: “Si fuera Tomaz Salamun, / tal vez estaría siempre contento. / Bailaría por la noche largo tiempo en el Maly Rynek / al compás de una melodía que nadie sabría reconocer. / Interpretaría la Quinta de Mahler al acordeón, con alegría. / Pero qué le voy a hacer, soy un introvertido / que devuelve demasiado tarde los libros a la biblioteca / y a veces envidia a los protagonistas de la vida.” Realmente, el temperamento arrollador, eufórico de Salamun parece opuesto al suyo. ¿Fueron amigos, o sólo conocidos?

ueno, la verdad es que los dos viajábamos mucho y nos vimos pocas veces, diez como máximo, pero nos escribíamos y sí que éramos amigos. Era un hombre increíblemente vigoroso, alegre, chispeante. Sus poemas son movimiento puro. Cuando murió, me quedé atónito, no me lo podía creer: pensaba que era inmortal. Una vez, me acuerdo, cuando yo daba clases en la Universidad de Chicago, llevé a mis estudiantes a un recital de poesía en el que actuaban Salamun y C.K.Williams, que también era un gran poeta, pero totalmente distinto. Los poemas de Williams ofrecían una hermosa visión moral del mundo, eran profundos y contemplativos, a mí me parecían fascinantes. En cambio, los de Salamun eran frívolos, irreverentes, eróticos, delirantes. Al día siguiente, cuando les pregunté a los estudiantes quién les había gustado más, todos me dijeron: “¡Salamun, claro!” Me dio pena que no supieran apreciar la sabiduría de Williams… Pero también entendí que Tomaz los hubiera conquistado enseguida: sus poemas eran asombrosamente jóvenes, y los jóvenes sabían que estaban escritos para ellos.

Usted estuvo enseñando escritura creativa en las universidades de Chicago y Houston durante casi dieciocho años. ¿Sigue en contacto con algunos de sus antiguos alumnos?

Sí, por supuesto. Me paso la vida haciendo blurbs para mis ex-alumnos escritores, soy incapaz de negárselo cuando me lo piden. De hecho, sigo haciendo algunos seminarios de vez en cuando en las universidades americanas, pero ya no son cursos de escritura creativa sino sesiones monográficas dedicadas a un solo poeta, dirigidas a estudiantes de literatura comparada. Mis alumnos actuales, en general, no escriben poesía: son futuros catedráticos y estudiosos, y muchos de ellos son inteligentes y cultos, pero les falta un punto de locura que tienen a veces los jóvenes poetas. Entre mis estudiantes de escritura creativa también había algunos que sólo leían poesía, y con mucho entusiasmo, pero de todo lo demás tenían una noción más bien nebulosa: por ejemplo, de historia. Un día, después de hablarles de mi amado Apollinaire y otros poetas franceses, se me ocurrió preguntarles: “Y hoy en día, ¿qué es Francia? ¿Una república o una monarquía?” Hubo un largo silencio, y luego una voz insegura aventuró: “¿República, quizás?”

¿De qué poetas habla en sus seminarios monográficos?

Por ejemplo, Gottfried Benn, un poeta alemán que a la vez era dermatólogo y venerólogo. La verdad es que en general debía ser una persona desagradable, casi un misántropo. Pero también podía ser generoso: cuando se daba cuenta de que tenía delante a un paciente muy pobre, no le cobraba. Uno de sus poemas más bonitos habla de Chopin, que se ponía nervioso cuando oía a Delacroix pontificar sobre la pintura: él, en cambio, era incapaz de “explicar” sus nocturnos. A mí, que soy muy aficionado a la música de Chopin, este detalle siempre me ha parecido auténtico y maravilloso.

He leído algunos poemas de Benn traducidos al catalán por Guillem Nadal y algo que me llama la atención es que, según dice Nadal en el prólogo, a Benn le gustaban mucho las plantas y las flores, pero no le importaban en lo más mínimo los animales. ¿Será verdad? ¿No le parece raro un poeta al que no le gusten los animales?

Un poco… Pero de hecho, tampoco estoy seguro de que a Benn le gustaran tanto las flores. Más bien diría que había una flor que le encantaba, el aster. Sale en muchos de sus poemas… La verdad es que me costaría explicar por qué me gusta Benn, pero creo que en sus mejores versos consigue, de alguna manera, levantar la tapa del mundo y enseñarnos lo que hay dentro.

¿También habla de Milosz en sus clases?

Sí, claro. A Milosz también podría llamarle maestro, lo quería y lo admiraba mucho. Era un sabio pero, a diferencia de Czapski, no estaba especialmente interesado en la bondad. No era una mala persona, evidentemente, pero ser bueno no era una prioridad para él. Me acuerdo que una vez me llamó por teléfono y me dijo, con voz desesperada: “Oye, ¿tú crees que he escrito un solo poema bueno en mi vida?” Desde luego, le dije que sí, que era un gran poeta, pero sé por experiencia propia que cuando estás así, lo que te digan los demás no te ayuda.

¿Quiere decir que usted también a veces tiene crisis y dudas serias sobre el valor de lo que ha escrito? ¿Incluso ahora, cuando es un poeta consagrado con muchísimos lectores en el mundo entero?

Incluso ahora de vez en cuando tengo periodos de depresión, de oscuridad, de no poder escribir nada ni disfrutar de las cosas. Llego a perder hasta la pasión de la lectura. Sigo leyendo, pero de una forma desapasionada, sin intensidad.

Según he leído en un ensayo de En defensa del fervor, su admirado Czapski pintaba bodegones en sus días malos, y usted, ¿qué hace?

Lástima que no sepa pintar bodegones (ríe)… Pues, escucho a Bach, que para mí, y para tanta gente, es el centro de la música. También a Chopin, Mahler, Bruckner y a algunos compositores polacos, como Lutoslawski o Gorecki. Soy incapaz de distinguir un buen intérprete de uno malo, a mí todos me parecen buenos si la pieza es bonita (ríe). A veces tengo un sueño largo y purificador, me despierto y veo que estoy curado, que puedo volver a gozar de la vida. También hay algunas lecturas especialmente reconfortantes para mí: por ejemplo, biografías de poetas.

¿Y no le pasa que, después de leer la biografía de un poeta admirado y enterarse de que era una persona antipática o incluso detestable, ya no puede disfrutar de sus poemas como antes?

No, en absoluto. La verdad es que las debilidades de otros poetas me ayudan a entender las mías, y lo que me fascina es la combinación de fuerza y debilidad que hay en cada poeta. He leído, por ejemplo, la magnífica biografía de Philip Larkin escrita por Andrew Motion. Resulta que Larkin era arrogante, conflictivo a más no poder y, por si fuera poco, odiaba a las mujeres y a los judíos. Y aún así, era capaz de escribir unos poemas líricos muy honestos y conmovedores, que tienen lo que yo llamo «la curva de la inspiración», es decir, un movimiento, una evolución que atraviesa los versos. Uno de sus poemas que más me gusta se llama At Grass, y habla de dos caballos de carreras retirados: aunque ya no sirvan para competir, no los han sacrificado, sino que les han permitido gozar de una especie de jubilación tranquila. ¡Larkin, ese monstruo, los retrata con tanta delicadeza! Y yo no sé si se puede escribir mejor sobre la vejez.


Adam Zagajewski: El éxtasis y la ironía. Recital poético acompañado por Narcís Comadira, Pepa López, Biel Mesquida y Sebastià Perelló. CCCB.

Xenia Dyakonova

Xenia Dyakonova (1985, Leningrado, actual San Petersburgo) es licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Barcelona. Autora de tres poemarios en lengua rusa, así como de traducciones de Jacint Verdaguer i Melcion Mateu al ruso, en catalán ha publicado el poemario “Per l'inquilí anterior” (Blind Books, 2015) i traducciones de relatos de Chejov (“El Monjo Negre”, Laertes, 2003) y de Tolstoi (“El Pare Sergi”, Lleonard Muntaner, 2010), así como una antologia poética de Aleksander Kushner (“És tot el que tenim”, Llibres del Segle, 2013). En 2014 recibió, en San Petersburgo, el II premio en la modalidad de ciclo poético en el concurso Joseph Brodsky de poesía, y en 2016 fue galardonada con el Premio Vidal Alcover de Traducción. Actualmente imparte clases en la Escuela de Escritura del Ateneo Barcelonés i colabora como crítica literaria en el diario “Ara”. Sus poemas han sido traducidos al castellano, al griego y al albanés.

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