Foto: Jordi Jornet

Tiempo para los pájaros

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Carbonero garrapinos | Foto: Jordi Jornet

Fue Borges quien enunció, en un famoso verso, que él, es decir, los hombres, estamos hechos de tiempo, y calificó a tal materia como deleznable. Sin duda la narradora de esta novela, Tiempo para los pájaros, es consciente de la consistencia del tiempo, y también es consciente de que desearía que el tiempo se construyera con hilos de materiales nobles. Pero el tiempo es un dios, sí, el padre de todos los dioses, es Cronos y también es el pasado y es el destino. Que la suerte nos la hacemos es parte de un aprendizaje que, como todo lo que debemos aprender, duele. Hay dolor, aunque no sea un dolor agudo, en las frases con que Celia Corral Cañas (Reinosa, 1987) elabora esta obra, su ópera prima en el terreno narrativo. Y hay una clara intención de descubrimiento empezando por la cuestión de si es posible llegar a conocerse a uno mismo. Uno siente la tentación de hablar de autoficción, de novela de situación, de flujo de conciencia, pero el formato que cataloga es, a estas alturas, una cuestión menor. Se trata de una obra reflexiva que pretende retratar.

Ediciones Traspiés

Es un retrato de una generación, como se nos explica, pero dentro de esa generación es un retrato, a su vez, de un estrato social en el que se está imponiendo la sensación de exceso de fracaso y, lo que viene a ser más doloroso, de un fracaso inexplicable, inmerecido. Se trata de una clase media que ve cómo se está terminando la clase media. Se trata de lucha de clases en su nueva medida, esa lucha que, dice Warren Buffet, ha ganado definitivamente la clase más alta. Pero por encima del retrato de la generación, se impone el de la narradora. En ese sentido, hereda el espíritu, digámoslo con tanta prudencia como valor, de Proust, o del Camus de La caída. Celia Corral Cañas construye un personaje en el que la contradicción pasa a ser la meditación, la esencia, la otra materia, más maldita que deleznable, de la que estamos hechos. De hecho, en un par de ocasiones confiesa sentir, saber, que su eneatipo se corresponde al número 7. Los estudios psicológicos que tratan sobre el eneagrama definen nueve eneatipos, en función de nuestra relación con el mundo, con la vida. El número 7 es el entusiasta, el individuo que abre múltiples proyectos, al que le falta tiempo para atender a todas las tentaciones del planeta. Y, sin embargo, se nos va dibujando alguien que por encima de los saltos de estímulo a estímulo, vive en el pasado, se refiere siempre a lo que ya ha conocido, ve la vida con preocupación por la falta de justicia y con un espíritu romántico; se trata, posiblemente, del eneatipo número 4, el bohemio.

Si la evocación es una constante del narrador, también lo es su dificultad para mantener la atención en una sola memoria. En realidad, el personaje es un referente de lo perplejo que podemos llegar a mostrarnos. Socialmente, nos habla de la vida en precario, psicológicamente, se pregunta si para conocer la dignidad basta con saber que uno está respirando. Es alguien que señala a los que tienen juicios firmes, pero no deja de apuntar sus propios juicios sobre los demás, aunque, eso sí, con el respeto de quien duda de ellos. Por otra parte, estamos frente a alguien que se sostiene tanto sobre el pensamiento, que termina por tener una trocanteritis inevitable. En ese sentido, nos remite a Atlas, el gigante que sostenía el mundo y que padecía de problemas de garganta debido a la postura en la que debía mantenerse: el peso de la responsabilidad produce patologías en nuestro punto más débil.

Pero, ¿cuál es la responsabilidad que tanto le pesa a la narradora? Se trata de alguien consumido por la impotencia que supone no poder rescatar al mundo. En la película La lista de Schindler, el protagonista llora en los minutos finales por no haber podido salvar a más gente. La respuesta de aquellos que le deben la vida consiste en fundir un anillo en el que graban una frase del Talmud: “Quien salva una vida, salva el mundo”. En esta obra, esa vida podría ser la del gato que adoptan, que es un espíritu libre y puro, en comparación con las posibilidades de miseria humanas, de las que se nos cuentan las consecuencias, sin entrar en denuncias, en culpables. Ni siquiera se calumnia a eso que llamamos sistema. Porque la novela se centra en esa región del espacio adulto que es el fingimiento o, para ser exactos, el abandono del fingimiento, que tiene lugar en el ámbito privado. Si tuviéramos, definitivamente, que encuadrarla en un género, nos decantaríamos por el diario. En cualquier caso, y como representación generacional, del itinerario vital de una generación, se nos advierte, la obra es una contundente declaración ideológica, como lo son las de Belén Gopegui o Isaac Rosa.

Ricardo Martínez Llorca

Ricardo Martínez Llorca es autor de las novelas 'Tan alto el silencio', 'El paisaje vacío', 'El carillón de los vientos', y 'Después de la nieve'. De los libros de viajes 'Cinturón de cobre', 'Al otro lado de la luz'. Del libro de relatos 'Hijos de Caín' y el de perfiles vinculados al mundo del alpinismo 'El precio de ser pájaro'.

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