Aquella casa al lado del cementerio

'Sulfuro', la nueva novela de Fernanda García Lao, explora con gran intensidad poética la perversa hipocresía de las buenas costumbres | Foto: Lara Zega, Candaya

Corresponde al crítico cultural ya desaparecido Mark Fisher el mérito de haber actualizado el discurso del fantasma sociopolítico como hauntología. Para el autor de Realismo capitalista, el estado anímico actual (aquel que pedía transformar en ira politizada) tenía tanto que ver con la pérdida del futuro como con el destino que la nueva izquierda identitarista parece haber reservado a los espectros universalizables de Marx. El caso, es que los fantasmas sociopolíticos que Fisher tenía en mente (al antigua solidaridad de clase, la esperanza de una sociedad decente, la ilusión por la inminente llegada del porvenir) no solo no parecían espeluznantes, sino que podrían resultar, si no se caía en una retromanía estéril, fundamentales y salvadoras.

Y eso es lo que le ocurre a la protagonista de Sulfuro (Candaya, 2022), la última novela de la escritora argentina Fernanda García Lao. La voz de esta novela inquietante, por momentos dura y siempre perturbadora, encuentra en la posibilidad de comunicarse con los muertos un mecanismo de supervivencia pero también de sentido.

Desde la localización de una casa enfrentada a la necrópolis ­–lo que nos ha permitido jugar arriba con el título del film de Lucio Fulci (Quella villa accanto al cimitero, 1981)–, García Leo, con toda su experiencia en el arte de la dramaturgia, comienza a despojar de serenidad una existencia frenética y dolorida (entre el tono íntimo de Alejandra Pizarnik y los personajes femeninos desasosegantes del infravalorado cineasta polaco Andrzej Żuławski) un constante ir y venir de personajes de lapsos muy distintos («el escribano», «los chicos», «la insulsa malpeinada de la vuelta», «la perra»). Como en un drama de entradas y salidas tras las cortinas de un escenario con ecos de Lucrecia Martel y David Lynch, la casa al lado del cementerio no es solo el marco de una serie de velocísimas escenas anímicas y relacionales hipersubjetivas sino un emplazamiento donde la normalidad como repetición de una costumbre se subvierte. Bajo el potencial destructivo (y autodestructivo) de la mujer del relato subyace, pues, tanto una invectiva contra los micro-poderes domésticos más salvajes (del entorno laboral a la familia) en los términos del jurista italiano, Luigi Ferrajoli, como una potente metáfora que apuntala con fina lucidez las fallas de la vida patriarcal más convencional.

Candaya

La otra fuente de inquietudes que enseguida golpeará al lector de esta novela editada con el esmero habitual de Candaya (cuidadoso paratexto y grata oxigenación de las páginas) apunta también al director que mejor supo combinar el terror y el malestar sexual (de nuevo Fulci): en Sulfuro, el sexo, ora violento ora descarnado se presenta paradójicamente siempre como amenaza física y psicológica mientras que la muerte observada desde esa casa al lado del cementerio mantiene la promesa intermitente de liberación y sentido.

También la religión católica aparece en su faceta más cruenta y literal como fuente primordial de alienación –el espíritu santo como intruso, el «Señor» como voyeur, la resurrección de Cristo como historia proto-zombie, la propia aparición de Dios como fantasma, el cuerpo cristiano como garaje de torturas, la salvación de los muertos como ficción de George A. Romero– y resulta una primera clave cuasi-explicativa de las acciones de ese ser dolido que se expresa en segunda persona del singular en la novela.

La autora de Nación vacuna va trazando así en una serie de capítulos tan breves como magnéticos, entre finas disquisiciones, denuncias de una estructura opresiva (entre el patriarcado y la biopolítica) y oscuros sobresaltos morales, entre la imagen del fantasma que vaga solitario de David Lowery, antiguas querellas foucaultianas y nuevas digresiones lúcidas sobre el «yo», una historia desasosegante, de fulminante ritmo y cadencia. Lo hace, como señalamos ya, con herramientas muy propias del arte dramático a partir de una serie de actos encabezados por permutas de protagonistas en operaciones de entrada y salida: players que juegan a su vez tanto con el encanto y el magnetismo de lo teatral como con la turbadora travesura del Doppelgänger (cada personaje vivo más genérico apunta a un correlato fallecido con nombre y apellido).

Poco a poco, conforme conozcamos mejor a la protagonista, el frontispicio (muy bien escogido) de Teresa Wilt («Mi corazón es un pájaro de mal agüero) se antojará más una amenaza poética que un disclaimer prosaico. El elenco de seres espectrales en el que es posible distinguir aquí y allá ecos de una literatura universal sobre los muertos (de Marguerite Duras a La mortaja de Miguel Delibes, de Pedro Páramo a Edgar Lee Maters, de Berardi a Carlos Fuentes, de «Bifo» a un Lamborghini rescribiendo a Henry James) obrará, a su vez el hechizo de la familiaridad. Los varones referenciados por su profesión (como el escribano, aquí en España, notario) se revolverán con violencia como animales nocturnos y la mujer abismada que lee las lápidas derramará finalmente la misma sustancia de la que están hechos, al fin y al cabo, todos nuestros miedos y todas nuestras ilusiones.

Novela física y sensorial (estupendo el juego inicial con los olores) pergeñada de un raro e inteligente fatalismo y una aterradora penetración psicológica: blasfemias, conductas desordenadas y rebeldía frente al orden más odioso, tánatos y Afrodita, tangas rosa en aguas corrompidas, tropos impactantes, fetos como bocetos, cliff hangers emocionales, estigmas, cadáveres profanados, metáforas descarnadas («luna como un útero antiguo»), ojos y cerraduras, desdoblamientos vitales, cuchillos y tacones, giallo, fragilidad íntima, silencios, apariciones, fingimientos, viento negro de Adelaida Crepsey, performances, condición femenina que emerge contra el mutismo y la obediencia, testigos irresponsables, personajes fatídicamente arrastrados por los acontecimientos.

Y es que si uno observa a Fernanda García Lao, sus ojos vivos, lúcidos y clarividentes expresan un pensamiento que nunca se detiene, una firme voluntad de narrar experiencias y pensamientos, de descubrir corrientes subterráneas y procesos de des-reconocimiento que para nuestro bien tampoco se interrumpe. Menos mal, si es cierto como propone esta mujer desconcertante tocada por el duende y el mundo es un malentendido donde de tanto en tanto acontece la excepción y se dialoga, esta obra y su propia cordura resultan una más que celebrable excepción.

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico (Valencia, 1969) es profesor universitario, crítico de cine y escritor. Colabora con críticas culturales y literarias en distintos medios y es autor de los ensayos 'Chéjov en la calle 42: mérito y decepción' y 'La tortura: aspectos sociales y estético-culturales', el libro de narrativa breve 'Una casa holandesa' y la novela 'Singular'.

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