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La literatura a bordo de un tren en marcha

La primera novela de Fiston Mwanza, 'Tranvía 83', sumerge al lector en una fiebre del oro africana cargada de ritmo y creatividad lingüística | Foto: Gaël Turine, Pepitas de Calabaza

«Primera noche en el Tranvía 83: noche de la depravación, noche de la curda, noche de la mendicidad, noche de la eyaculación precoz, noche de la sífilis y otras enfermedades de transmisión sexual, noche de la prostitución, noche de la triquiñuela, noche de la danza, noche que engendra cosas que no existen sino en un exceso de cerveza y en la intención de vaciar unos bolsillos que chorrean minerales de sangre, esa boñiga elevada a categoría de las materias primas; en el principio fue la piedra…».

Con este párrafo que recrea perfectamente la esencia de la novela como introducción del artículo podríamos darlo por acabado antes de empezar. Aunque hecha esta aclaración intentemos profundizar algo más. Fiston Mwanza Mujila (Lumumbashi, 1981) considera que la lengua es como un piano, un vibráfono o un instrumento de percusión. Para este autor originario de la República Democrática del Congo, en las palabras se pueden encontrar ciertos resortes que las hagan sonar como si fueran acordes. Y teniendo en cuenta esa visión es como habría que acercarse a su novela Tranvía 83 (escrita originalmente en su lengua materna en 2014, y disponible en catalán y castellano gracias a las editoriales Periscopi y Pepitas de Calabaza, respectivamente). Porque si existen diferentes maneras de leer este libro, todas ellas deben tener presente la música: el jazz, la salsa, el soukous, el kotazo, o incluso la ópera. A través de ella, este autor asentado en Austria, busca experimentar haciendo uso de técnicas musicales a través de la repetición (de frases, párrafos o secuencias), de la improvisación o de la disonancia, y con las cuales Mwanza pretende revivir a través de sus páginas el mítico saxo de John Coltrane. Así, el texto avanza como un trémolo, como una sucesión rápida de notas que exige estar atento para aguantar la cadencia, para no perderle el paso, para no ser arrollado por su «literatura-locomotora»:

«Me doy cuenta de que busco desesperadamente en mis frases los soplos de vida que tienen estos trenes, los trenes de aquí. La prestancia, el orgullo, la rabia canina, la vetustez y el orín que los recubre […] Yo uso los sonidos que comulgan con los míos. Nací en un tren, según me contó mi madre adoptiva. Ya me entiendes, los raíles, la ruta, los raíles, el exilio […]. Fantaseo con leer y representar mis textos con los ruidos grabados en la estación».

Pepitas de Calabaza

El que habla es Lucien, uno de los protagonistas, un escritor que llega a la Ciudad-País, localidad situada en algún punto indeterminado de África, en busca de su amigo Requiem, un buscavidas que domina la idiosincrasia de este enclave donde se reúnen gentes de todo el mundo, obnubilados por la atracción que ejerce la riqueza de sus minas. Y allí, el Tranvía 83 (un bar, una sala de conciertos, un teatro, un circo, un prostíbulo, un antro…), donde reina sobre todo la música, es el eje donde gira una sociedad que exhala un aroma duro, descarnado, sin concesiones, y que impregna a los personajes que lo frecuentan: turistas con ánimo de lucro, militares, prostitutas, niños-soldado, cooperantes, mineros, estudiantes, mercenarios, madres, potrillas, ayudantes de camarera, sicarios, pipiolos, energúmenos… Y es que si este local es capaz de hacerlos coincidir en un mismo espacio, también es cierto que conviven en un régimen que se caracteriza por la opresión política, la corrupción más obscena, el reinado libre de un capitalismo extractivo salvaje y unas condiciones sociales decrépitas. Porque esta Ciudad-País forma parte del Trans-País, gobernado por un sátrapa como el General Disidente, que mantiene a la población subyugada, a merced de una personalidad narcisista, caprichosa y egoísta:

«La Ciudad-País es de esa clase de territorios que ya atravesado el umbral de los sufrimientos interiores. Aquí se comparten el mismo destino, la misma historia, la misma galera, los mismos trenes, la misma podredumbre, la misma cerveza del Tranvía, las mismas brochetas de perro, la misma intriga en cuanto se llega al mundo».

De este modo, la creación de Fiston Mwanza puede leerse como una alegoría política que lo emparenta con otros autores africanos como Chinua Achebe, Wole Soyinka, Sony Labou Tansi o NgÅ©gÄ© wa Thiong’o. A pesar de la ironía y el cinismo que destila, o de su tono burlesco que en ocasiones alcanza lo grotesco, esta es una historia cruda y funesta, estructurada desde una visión crítica de la realidad que arrastra, entre otras cosas, el sombrío legado de una colonización que todavía hace estragos. En la tierra natal de Mwanza las mujeres y los niños sufren los efectos de un sistema violento que los condena a la pobreza y la vulnerabilidad, y el mismo autor ha subrayado su propósito de denuncia a lo largo de sus líneas. En ellas, Lucien encarna una honradez fuera de lugar mientras que Requiem es un tipo que no tiene problemas en obviar la moral cuando trata de conseguir algo. Las tensiones de su amistad se estiran por su diferente manera de enfrentarse a la existencia en ese clima pantanoso que los envuelve. Esa dialéctica va creando una novela que podríamos calificar como realista (y con constantes referencias a la historia del continente), a pesar lo que pueda parecer por el humor y el cinismo que la caracteriza, o por lo indefinido del espacio en el que se desarrolla.

Edicions del Periscopi

Por otro lado, el autor, en un interesante juego de apropiación, utiliza ciertos clichés sobre África para mostrarnos de frente un incómodo panorama que retrata la precariedad de un día a día que no hace prisioneros y en el que sufren los más desgraciados. Sin embargo, este escritor rechaza hablar desde el victimismo para hacerlo desde la conciencia y la necesidad de retratar un contexto en el que el sexo, el dinero o la violencia parecen estar por encima del bien o del mal, y donde una virilidad abusiva, tóxica y degradante inunda cada relación. Para conseguir su objetivo Mwanza se lanza desbocado, abierto en canal, a una huida hacia adelante:

«Escribe con las tripas. Ponlo todo en sus vicisitudes. Inventa escenas orgiásticas. Haz de tu vida un universo burlesco y realista al mismo tiempo»

Estas frases podrían resumir el propósito de una narración que avanza con acelerones, por momentos agotadora, que requiere de la paciencia y del esfuerzo del lector. Este puede sentir fácilmente una sensación de rechazo ante su fondo trágico y las formas que se le presentan. El libro está cargado de repeticiones y listas, e influido definitivamente no solo por el jazz, sino también por el slam (o poesía escénica), o la tradición oral africana y que, con un narrador al estilo gonzo de Hunter S. Thompson, cambia continuamente de registros para construir un artefacto literario lleno de trampas. Situado bajo la influencia de la literatura africana, pero, cómo no, de la universal (a través de Céline o Burroughs, por ejemplo), este un libro que como apunta Yannick García, «dice, recita, improvisa», que hay que leer «abrumados, excitados, sobreestimulados», tal y como los personajes del Tranvía 83. Quizá, también como ellos, borrachos o drogados, porque «el texto exige nuestra renuncia. Cae en espirales que, si estuviéramos sobrios, no perdonaríamos». Y aterriza en callejones sin salida donde ya se han encontrado previamente Lucien y Requiem, esos dos amigos irreconciliables que se sacan mutuamente de quicio:

«Los caminos que conducen a la verdad y a la honestidad están cortados por inundaciones, mugre, mierdas de perro, mentiras, apagones, pero ¿porqué se empeñaba él en creer un mundo posible? ¿Por qué se esforzaba en reducir la humanidad a sueños y citas en sus papelajos? Eso se llama cobardía, a lo mejor amnesia, incluso, o igual una mezcla de ambas cosas. El mundo es irrecuperable, Requiem dixit…Supongamos…Guardemos en un cajón nuestros sentimientos personales, a lo mejor Lucien tiene razón…Reflexionemos…¿Qué haríamos nosotros en el lugar de este poeta maldito? Respuesta de Requiem: la tragedia ya está escrita, nosotros la prologamos. Pues prologuemos…»

Hace unos meses propuse Tranvía 83 para una tertulia literaria y las posiciones se encontraban entre los incondicionales que veían una novela valiente, rica e innovadora (me incluyo en ellos), y los que habían tenido la sensación de que era una obra áspera, presuntuosa y artificiosa. Concluimos, en cualquier caso, que era complicado quedar indiferente ante la ambiciosa apuesta de Mwanza, el cual se tira al vacío para transgredir las normas literarias ayudándose de la música, pero también de su desparpajo y falta de complejos. El resultado, desde mi punto de vista, es una obra brillante que merece la pena, y mucho, leer, aunque asumo lo arriesgado de la recomendación.

Rosauro Varo Cobos

Rosauro Varo Cobos. Cordobés nacido en 1982. Es pediatra y cooperante. Ha ejercido en países como Costa Rica, Perú, Sudáfrica, Malawi, República Centroafricana o Mozambique. Ha publicado artículos de opinión en diferentes medios, un cuaderno de crónicas de viaje y un libro de cuentos titulado 'El embudo' (Andrómina, 2014). Recientemente, ha publicado su primera novela: 'Plagio' (Ediciones en Huida, 2018)

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