Gustavo Adolfo Chaves: “El peor peligro de un traductor es querer ser el autor”

Gustavo Adolfo Chaves es un joven escritor costarricense nacido en 1979, autor de un libro de cuentos titulado Cuentos etcétera y de un poemario, Vida ajena. Allí, en su país, ha ido cincelándose como un crítico osado y feroz, de esos que muerden los libros y escupen frases que no todos quisieran oír, allí, en un territorio acostumbrado a la atonía literaria y al todo vale. Tiene algo de irreverente, de muchacho travieso, de esos que cuando intentan separar el grano de la paja dicen esto es paja y esto es grano. Lo hace siempre con causas rebeldes y razonamientos atrevidos. Pero decir esto de Gustavo Adolfo Chaves es decir todavía poco. Aparte de sus estudios en Ciencias Políticas realizados en la Universidad de Costa Rica (UCR), cuenta con una maestría en literatura hispanoamericana por la Universidad de Massachussets-Amherst y estudios de doctorado en Literatura por la Universidad de Maryland. No es de extrañar entonces que a todo lo apuntado haya que sumarle su interés por la traducción, tema sobre el que gira esta entrevista. Ya en 2010 publicó en la editorial costarricense Germinal Fin del continente (antología mínima) de Robinson Jeffers; y ahora en España, en la colección “Jardín cerrado” de Libros del Aire, hace unos meses nos ha sorprendido con una edición bilingüe de Bailando en Odesa del ruso-estadunidense Ilyá Kamínsky, un poeta a no perder de vista.

Gustavo A. Chaves (foto: Guillermo Barquero)

¿Qué se pierde y/o se gana al pasar la obra de un autor de su idioma original a otro? ¿Pierde el libro original algo de su sustancia literaria por el camino?

La frase célebre respecto a esto es de Robert Frost: “La poesía es lo que se pierde en la traducción”. Yo prefiero una de Eliot Weinberger, traductor de Octavio Paz: “La poesía es lo que vale la pena traducir”. Y lo que vale la pena traducir es precisamente esa sustancia literaria. Si alguien lee un poema de Kamínsky en español y le suena a cuento corto o a artículo periodístico, entonces yo he fallado radicalmente. Pero si en cambio ese lector aún es capaz de percibir el funcionamiento de algo que asocia con la poesía, y que es mucho más que líneas cortadas, entonces la traducción está funcionando, al menos en ese primer nivel de reconocimiento literario.

Pero supongo que como traductor te encontrarás con retos insospechados…

Con esta traducción de Kamínsky yo pude, de hecho, restaurar algo que el mismo Kamínsky no pudo hacer en el poema original. Fue con el poema “Turista Americana” que, como dice el título, trata sobre una mujer extranjera que está de visita en Odesa. El hablante dice lo siguiente: “Dijo: «All that is musical in us is memory» / —pero yo no sabía inglés…” Yo dejé la frase de la turista en inglés en mi traducción porque es algo que el hablante, que habla ruso, no entiende; por eso dice “pero yo no sabía inglés”. Este momento de incomunicación se pierde al escribir el poema en inglés, porque obviamente lo que dice la turista está en el mismo idioma que el resto del poema. Como traductor, tuve la oportunidad de restituir ese elemento foráneo en el diálogo y mostrar más claramente la incomprensión del hablante. Ese es un caso concreto de un momento en el que la traducción es capaz de hacer lo que es imposible en el original.

Háblame de Kamínsky. ¿Quién es Ilyá Kamínsky y cómo lo descubriste? Yo, por ejemplo, te confieso que no tenía noticias sobre él ni su obra…

Kamínsky es un escritor nacido en 1977 en Odessa, en la antigua Unión Soviética. Emigró a Estados Unidos en su adolescencia y empezó a escribir en inglés. En el año 2005, ganó el premio Dorset, el premio Whiting y la beca Ruth Lillith, todos con Bailando en Odesa. Ese tipo de unanimidad es rara en Estados Unidos, y eso provocó que Kamínsky se convirtiera en una especie de estrella, dentro de lo que es posible considerar “estrella” en poesía en estas épocas. Cuando empecé a leerlo, yo vivía en Estados Unidos y no había tenido noticias de él. Un día me puse a ojear su libro en una librería y leí sus poemas sobre Brodsky, que me gustaron. Compré el libro y empecé a leerlo constantemente. Así empezó todo.

¿Dónde dirías que reside su “poder” poético, su singularidad?

Como escribí en el prólogo a mi traducción, lo que yo creo que hace a Kamínsky muy singular es esa rara mezcla de dos cosas que uno piensa que no van juntas: la poesía moderna (que es irónica, fragmentada y directa), y los cuentos de hadas (que son inesperados, míticos, y usan un lenguaje casi fuera del tiempo). Me da la impresión de que Kamínsky hace en poesía lo que Chagall hacía en pintura: retrata cosas y personas concretas, pero bajo una luz y en unas situaciones que hace que todo parezca fantástico, mágico. Kamínsky es un poeta que mezcla de una manera hipnótica las imágenes, las historias y los sonidos. Es bastante primitivo, en ese sentido, y al mismo tiempo es un poeta incontrovertiblemente contemporáneo.

Ilyá Kamínsky (foto: ilyakaminsky.com)

¿Has mantenido contacto personal con él? Te lo pregunto por esa leyenda urbana que cataloga a los poetas como seres difíciles… ¿Qué le pareció tu iniciativa?

He estado en contacto con Ilyá desde el 2010, cuando traduje algunos poemas suyos para la revista mexicana Círculo de Poesía, y la verdad es que, además de un poeta excepcional, es una persona amabilísima, muy generosa con su tiempo y muy respetuosa del trabajo creativo de los demás. Él también es traductor, y creo que eso ha moldeado sus ideas e interacciones. A veces yo encontraba diferentes versiones de sus poemas y le preguntaba cuál debía seguir para la traducción, y él siempre me contestaba que escogiera la que a mí me pareciera mejor poesía y que funcionara mejor en español. Desde el principio Ilyá se mostró muy anuente a colaborar con el proyecto, y creo que los encargados de Libros del Aire tienen la misma opinión.

¿Qué te lleva a elegir una obra de un determinado poeta para traducirla? Los casos de Robinson Jeffers e Ilyá Kamínsky, por ejemplo.

Ambos poetas me apasionan, admiro sus trabajos y envidio sus talentos. Me cuesta pensar que podría realizar una traducción literaria si esas condiciones no se cumplen. Jeffers cayó en mis manos en un momento en que tenía preocupaciones existenciales parecidas a las de él, y mi intención era entender su mensaje para adaptarlo a mis circunstancias. De hecho, mi primer impulso fue buscar traducciones de él, y cuando me di cuenta de que no había muchas, lo único que me quedó fue traducirlo yo mismo. Con Kamínsky ya había madurado más como traductor y creí que los méritos literarios de su trabajo deberían ser más conocidos. Con Jeffers hubo una relación de aprendizaje; con Kamínsky la relación ha sido de carácter más divulgativo.

Desde tu experiencia y preparación académica, ¿da igual traducir del español al inglés que del inglés al español?

No, para nada. Hay un código ético, a veces tácito pero cada vez más frecuentemente explícito, que previene contra el intento de traducir literatura hacia un idioma que no sea el materno. El riesgo más evidente al traducir a un segundo o tercer idioma es confundir los registros: alguien dice algo de manera amanerada, casi snob, en el original, y el traductor pone eso en un registro coloquial o informal, o viceversa. Uno nota esos cambios y desniveles más fácilmente cuando lee algo en su idioma materno, pero frecuentemente permanece sordo a esas mismas instancias cuando suceden en otro idioma. La historia de las auto-traducciones que Joseph Brodsky hizo de sus poemas al inglés es emblemática en este sentido: con tal de mantener las rimas de sus poemas, Brodsky intercalaba registros filosóficos con frases que parecían salidas de canciones infantiles. El efecto fue cómico, y casi siempre iba en perjuicio de la seriedad de los poemas de Brodsky.

¿Cuál es el peor peligro de un traductor?

Querer ser el autor, pretender “naturalizar” algo que en esencia es foráneo, llenar los vacíos de sentido que él tiene como traductor pero que el autor ha dejado ahí muy a propósito.

¿Y su mayor recompensa? ¿Es un trabajo en alguna medida gratificante?

Hay una anécdota que se cuenta sobre Antonio Machado. No sé si es apócrifa, pero no importa. Se cuenta que Machado iba caminando por la calle y escuchó a alguien recitando uno de sus poemas en un bar, para gran contento de la gente. Entró y preguntó que de quién era ese poema, y alguien le respondió: “Ese poema no es de nadie; es del pueblo”, lo cual halagó mucho a Machado. De manera similar, para mí lo más gratificante de ser traductor pasa precisamente por esa invisibilidad: saber que hay gente que no lee inglés pero está convencida de haber leído a Robinson Jeffers o a Ilyá Kamínsky. Es decir, saber que un texto mío puede ser leído como el de uno de estos grandes autores que aprecio tanto.

¿Cuesta mucho convencer a un editor para conseguir la publicación de una traducción? ¿Qué pesa más, el nombre del autor, su importancia, que sea más o menos conocido, o el valor mismo del trabajo del traductor?

Siempre es difícil, claro, y la reputación de los autores pesa mucho, tanto como los géneros. Quizá sea más fácil convencer a alguien de publicar una traducción mediocre de Herta Müller, que es novelista y Premio Nobel, que una excelente traducción de Durs Grünbein, que es poeta y también tiene galardones. A mí me tomó muchos años interesar a una editorial en Jeffers. No es un nombre que mucha gente reconozca y falleció hace medio siglo. Sin embargo, creo que el principal problema con Jeffers es que fue mi aprendizaje como traductor y las diferentes versiones que mostré de él reflejaban aún muchas carencias de mi parte. Kamínsky es un autor joven, vivo, premiado y excelente, y eso hizo mucho más fácil encontrarle editorial; aunque también quisiera creer que la calidad de esa traducción es por mucho superior, y eso pudo haber favorecido al proyecto.

¿Es la traducción poética un caso aparte dentro del mundo genérico de la traducción?

He dado talleres de traducción literaria y ahora doy clases de traducción técnica, y lo que les digo a mis estudiantes es que “la forma” no es un término exclusivo de la poesía o la literatura. Si uno escribe partes policiales para el periódico y le salen como cuentos, o si escribe informes comerciales que suenan a divagaciones filosóficas, entonces no se está adhiriendo a la forma, no está haciendo bien su trabajo. Todas las instancias de comunicación humana involucran un lenguaje y unas técnicas concretas. La poesía es una más de esas instancias. Yo insisto en que los problemas de la traducción literaria son técnicos, no metafísicos.

Entonces, y desde tu punto de vista, ¿cuáles serían las dificultades propias, los retos más presentes en toda traducción literaria?

Lo que hace a la traducción literaria un oficio algo más complejo que otros tipos de traducción es que el traductor literario está inserto en una subjetividad ajena que debe develar y transmitir de alguna forma. La literatura es un campo abierto a todas las expresiones. Hay novelistas que han incluido documentos legales en sus trabajos, pero uno no se encuentra documentos legales que contengan divagaciones líricas o conjeturas epistemológicas. El hecho de que la literatura sea un campo abierto a todo tipo de expresión, obliga al traductor literario a ser un lector omnívoro con el fin de ser capaz de reconocer y reproducir todos estos modos y registros.

¿Hasta qué punto la traducción es al fin y al cabo un modo de creación? ¿Cuáles son tus creencias acerca de este asunto?

Últimamente he vuelto a hacer música, que es algo que no hacía desde la secundaria, y se me ha ocurrido que el trabajo de un traductor es algo así como el de un productor musical: el trabajo original (las canciones) no son tuyas, pero vos debés arreglarlas de manera que funcionen en un medio concreto, el estudio, que es muy distinto al de la interpretación en vivo. Esa diferencia no es muy distinta a la que hay entre un poema en idioma original y un poema mediado por la traducción: hay un trabajo de adaptación a un medio, y eso es lo que le corresponde hacer lo mismo al productor, o al arreglista, que al traductor. Por supuesto, bajo esa óptica, el traductor es un co-creador.

¿Tiene que haber afinidad entre el gusto literario del traductor y la obra que se propone traducir?

En mi caso, sí. No se trata de que el autor traducido escriba como yo, pero sí debe haber una apreciación honesta de la obra. El año pasado co-traduje junto a Andrea Mickus la novela Bitácora del SS. El Señora Unguentín, una novela extrañísima de un autor estadounidense casi desconocido, Stanley Crawford. Se trata de un libro que yo nunca pude haber traducido solo. La arbitrariedad gramatical, el estilo de registros mezclados y la absoluta falta de linealidad, que son las grandes virtudes del libro, eran cosas que a mí me costaron apreciar. Andrea se esforzó mucho para ayudarme a apreciar esos elementos y ver cómo funcionaban dentro de la novela, y así logramos traducirla juntos de una manera más adecuada. Sin ese trabajo de apreciación previo, yo hubiera convertido esa novela algo esperpéntica en un informe médico o algo así, sin relación alguna con la visión del original.

Por muy tosca que resulte la imagen y por muy increíble que pueda parecer, hay todavía mucha gente que se imagina a un traductor como alguien pegado a un diccionario… ¿Podrías mostrar cómo es el proceso interno de un traductor frente a una obra ajena hasta que se siente satisfecho con su trabajo realizado, con la conclusión del objetivo propuesto? ¿Siempre queda algo de insatisfacción en el traductor o llega un momento en que puede llegar a decir “lo he conseguido”?

Primero lo último: como autor que soy, además de traductor, puedo aventurarme a decir que el grado de satisfacción que siento con un texto no es diferente si se trata de traducciones o de textos propios. Siempre hay algún giro que uno habría querido captar, alguna rima interna o juego de palabras que uno habría querido mantener y que tiene que negociar; pero eso no es muy distinto a esos momentos en que como autor me enamoro de una frase y al final tengo que sacrificarla en una revisión posterior porque no aporta nada a la imagen, al tema, a la narración o al personaje. Esto es resultado de los procesos críticos e imaginativos del traductor. En la traducción de la novela de Stanley Crawford nos encontramos la frase “gummy little gap” para describir la hendidura de una ventana donde unos de los personajes deja una nota. Además del valor descriptivo de la frase, lo que la hace especial es su valor fonético, esa aliteración entre “gum-” y “gap”. La solución que encontramos fue una réplica del ritmo de la frase: gummy little gap / húmeda oquedad. Ahí está la aliteración de las “d” en español, y la frase también tiene el mismo valor silábico y rítmico del original. Ciertamente, no es una traducción literal, e incluso hay un cambio en el registro, pero la frase es más memorable, creo. Ese es el punto. El diccionario no te ayuda aquí. Lo que te ayuda es tu sagacidad como lector para adivinar estos juegos del autor original y tratar de buscar soluciones igualmente creativas y efectivas.

Por cierto, aparte de tu destacada faceta de traductor eres un joven escritor costarricense con su propia obra —tanto poética como narrativa— que formas parte de las últimas promociones de la literatura de ese país centroamericano. Así que aprovecho para conocer tus impresiones sobre el estado de salud de la literatura que se está escribiendo actualmente ahí, en Costa Rica…

Aunque acá tengo fama de Jeremías quejumbroso, la verdad es que el momento actual de la literatura costarricense me parece muy emocionante. El principal cambio que ha habido, creo, es la emergencia de editoriales independientes que están comprometidas con la publicación de obras actuales y el rescate de autores del pasado un tanto olvidados, pero ante todo con la edición de autores de otros países. El hecho de que haya autores foráneos presentes en el país con obras editadas aquí eleva inmediatamente el blasón y afecta a la percepción crítica de lo local, y creo que el efecto es para bien, pues la variedad creativa a la que poco a poco ha ido dando lugar este proceso es inédita en el medio.

¿Qué es lo que más echas de menos?

El gran reto que sigo percibiendo es en la crítica: todos la añoran, todos la buscan; pero cuando se vuelve contra ellos, todos la rechazan. Entender el papel de la crítica y sus posibilidades como generadora de discurso (no de canon) es un asunto vital en este momento.

Antonio Jiménez Paz
http://antoniojimenezpaz.blogspot.com.es

 

Antonio Jiménez Paz

Antonio Jiménez Paz (Islas Canarias, 1961), es autor de los poemarios Los ciclos de la piel (Ed. La Palma, 1992); Tratado de ornitología (La Calle de La Costa, 1994). Diario de la distancia (Huerga & Fierro, 1996) y Casi todo es mío (Baile del Sol, 2008). También ejerce la crítica y publica reseñas literarias.

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