Rachel Cusk | Foto: Libros del Asteroide

Un autorretrato indirecto

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Rachel Cusk | Foto: Penguin Books

Después de haber llevado a su máxima expresión las potencialidades del género autobiográfico en A Life’s Work: On Becoming a Mother (2001) y Aftermath: On Marriage and Separation (2012), Rachel Cusk decidió buscar una nueva forma narrativa, que tardó dos años en encontrar. Ya contaba con una buena cantidad de novelas —entre otras, La salvación de Agnes, Mucha suerte, Arlington Park y Las Variaciones Bradshaw—, merecedoras de numerosos premios y reconocimientos, pero se hallaba en un final de ciclo y quiso reinventarse. Lo consiguió con A contraluz (Outline, 2014) —publicada por Libros del Asteroide en 2016—, cuyo título concita ya esta técnica de exposición inversa con la que se construye la novela: las historias referidas por distintos interlocutores iluminan de modo indirecto la vivencia y la psique de la protagonista y narradora, una escritora británica llamada Faye.

Libros del Asteroide

Tránsito (Transit, 2016), publicada en 2017 por Libros del Asteroide —en traducción española de Marta Alcaraz—, constituye la segunda entrega de una virtuosa trilogía donde Cusk sigue explorando y perfeccionando la técnica del autorretrato indirecto en que cristaliza su búsqueda formal. Una especie de revolución copernicana de la literatura en primera persona. La protagonista y narradora se presenta y se define, progresivamente, a través de las conversaciones que entabla con otras personas y que refiere en estilo indirecto, con gran profusión de detalles. Podría decirse que en cierta manera hace trampa, porque no se expone al mismo nivel que los demás y omite u obvia su arco emocional, aunque cabría considerar también que esta estrategia, más allá de funcionar como un mecanismo de ocultación, consigue no predisponer al lector contra los personajes, y no enturbiar la disección de los modos y comportamientos de los interlocutores.

Igual que ocurría en A contraluz, Faye —su nombre aparece una sola vez en toda la novela— va recogiendo e hilando las historias que distintos personajes le van contando. Su peripecia vital y su contextura mental y emotiva son perfiladas —a contraluz— a partir de la irradiación que los relatos de los distintos interlocutores producen. Hay aquí menos desconocidos y más datos objetivos y referencias situacionales que en la primera entrega de la trilogía. La coyuntura de la crisis personal, a nivel familiar, doméstico y relacional, tiene mucho peso en esta novela, y hay aspectos que reciben más atención que otros, como es el caso de la vivienda. El escenario ya no es Atenas —ciudad a la que la protagonista viajaba, en A contraluz, para impartir un curso de escritura creativa—, sino Londres, donde se establece con sus dos hijos después de separarse de su marido. La narradora no expresa directamente su propia angustia, porque se halla, por su tesitura vital y en razón del artificio narrativo escogido, en modo receptáculo.

De nuevo Rachel Cusk deslumbra por su lucidez y por su despiadada capacidad analítica, lindante con la crueldad. La narradora de Tránsito filtra lo que le cuentan, lo absorbe, lo destila; le sirve para resituarse y recomponerse, para verse mejor a sí misma. La ruina que siente que es su vida se traslada a la casa casi derruida que debe reconstruir para reconstruirse a sí misma. El inicio es desconcertante, porque se refiere al email de una astróloga generado por un algoritmo informático capaz de construir artificialmente la empatía humana; con ello se apunta la aterradora posibilidad de que pueda obtenerse más ternura, aunque sea programada, de una máquina que de un ser humano. La protagonista salta de una asociación mental a otra. De la astróloga al agente inmobiliario que le ha vendido la casa, y de ahí a un exnovio, un contratista de obras, dos obreros albaneses, una estudiante, dos escritores, una amiga, un primo lejano, etc. Compone así un mosaico narrativo, formado por situaciones, personas y lugares —o no-lugares, relacionados con la impersonalidad de las máquinas— que son intercambiables en virtud del carácter efímero, provisional o transitorio de las interacciones.

“Aquí la gente no se pasaba el día teniendo que explicarse: una ciudad era una interfaz descifrable, una especie de glosario del comportamiento humano que te ahorraba la mitad del trabajo de decodificación del yo para que pudieras comunicarte eficazmente gracias a una suerte de clave. Donde vivía antes, en el campo, cada individuo era la única representación, muy a menudo ilegible, de sus propias acciones y objetivos. En el proceso de autoexplicarse, continué, mucho se perdía o se malinterpretaba.”

La vivienda está muy tematizada. La protagonista compra una casa prácticamente en ruinas en un barrio de magníficas casas victorianas, que parecen garante de la respetabilidad —o de la autocomplacencia— del vecindario, y que a ella le producen “una sensación infundada de seguridad y, a la vez, de exclusión absoluta”, aunque no puede por menos que relacionar ese silencio y ese aire artificiales con la esencia misma de la civilización. La casa en cuestión es un pozo sin fondo: está como para derribarla y rehacerla entera; por si eso fuera poco, los vecinos de abajo le profesan a Faye un odio instantáneo y gratuito, y la injurian sin motivo. La vulnerabilidad de tener la casa destripada, hecha jirones, se hace muy presente, no solo por la situación en que se halla la protagonista sino también por el testimonio de su amiga Amanda, que se halla en una situación similar y afirma que “Es como estar en una mesa de operaciones […]: te han abierto y ahora tienes a varios hombres trabajando dentro y no puedes moverte hasta que te hayan arreglado y te hayan vuelto a coser.”

Aparece en varias ocasiones la figura del contratista de obras, que, a fuerza de pasarse el día en viviendas ajenas, como un testigo desapercibido pero atento, acaba sabiendo mucho de la vida de la gente. Pero el muestrario de personajes es amplio. No solo aparecen agentes inmobiliarios resentidos, contratistas taciturnos y obreros de la construcción atenazados por la precariedad y el desarraigo. También desfilan por estas páginas un par de hombres que cortejan a Faye, unos familiares a los que ve muy de vez en cuando, el peluquero que le hace las mechas —el tinte no engaña: “lo único que hace es poner en evidencia que tienes algo que esconder”— y gente del ámbito cultural y académico. Así, en un congreso conoce a dos escritores con los que deberá compartir una mesa redonda sobre autobiografía: Julian, un novelista de gran éxito y carisma, narra algunos hechos de su penosa infancia que, por su carácter extraordinario, no necesitan la máscara de la ficción para atraer a un lector ávido de escapar de su propia existencia; por su parte, Louis, un escritor algo misántropo, se refiere a la naturaleza intrínsecamente traumática de la vida misma.

Las conversaciones giran en torno a las relaciones personales, la soledad, el carácter irreal que adquiere el pasado, la incertidumbre, las tensiones entre libertad y compromiso, la imposibilidad de saber hasta qué punto las decisiones tomadas fueron las correctas —“Todas las cosas que había echado por la borda en busca de un futuro nuevo, ahora que lo que había saltado por la borda era ese futuro, precisamente, conservaban un poder acusador cada vez mayor”—, la dificultad de atreverse a cambiar, etc. Todo muta de significado con el paso de los años, y se impone la reconstrucción, al tiempo que se evidencia la imposibilidad de empezar de cero.

“Repuse que, en mi opinión, la mayoría de los matrimonios funcionaban como dicen que funcionan los relatos, gracias a la suspensión de la incredulidad. En otras palabras: no era la perfección lo que los sustentaba, sino el empeño por evitar ciertas realidades.”

Hay una reelaboración literaria de lo que cuentan los demás, y se percibe un cierto carácter implacable en los juicios que emite la narradora y en la forma como interroga a sus interlocutores. Así, por ejemplo, le parece que Jane, una estudiante joven que pone mucho esmero en su apariencia, emana un cierto aire teatral; como si toda ella fuera un cuadro, un bello objeto que solo busca exhibirse y ser contemplado: “La imaginé al atardecer en el jardín de París con su vestido blanco, intacta, un objeto sediento, si no de que lo interpreten, sí de esa realización que confiere una mirada de admiración humana, igual que un cuadro en la pared, esperando”. La protagonista-narradora jamás cuenta lo que siente ni con qué emociones reacciona; solo nos devuelve el reflejo de los otros. De este modo da curso y forma a una novela en que el yo aparece al mismo tiempo velado y revelado por las historias de los demás. La forma es el fondo: Jane habla de cuadros y ella misma es un cuadro. Y la narración de Cusk se orienta a captar los cromatismos, texturas y contornos de la figura en plena acción logorreica, esto es, en el acto de contarse y mostrarse, y consigue desmontar los mecanismos de la narrativa del yo, así como patentizar “cuán a menudo nos traicionamos por lo que advertimos en los demás”.

Solo en contadas ocasiones la narradora expresa de modo menos opaco —aunque siempre apelando más a la razón que al sentimiento— su abatimiento e impotencia:

«La casa se había convertido en una tumba, en un lugar frío y polvoriento […]. Para colmo, continué, había algo en el sótano, algo que adoptaba la forma de dos personas, aunque no me decidía a darle sus nombres. Era más bien una fuerza, una negatividad elemental que parecía relacionada con el poder de crear. El odio que me profesaban era tan puro, dije, que casi llegaba a transformarse en amor. Eran como padres, en cierto modo, agazapados malévolamente en el alma de la casa, como Nagg y Nell, los personajes de Beckett, en sus cubos de basura».

Los trolls del piso abajo le dan pie a hablar del mal, que considera una dimisión, un producto de la renuncia y un fracaso de la voluntad. Con este parlamento se retrata y hace gala de una ética férrea e inquebrantable. Otras veces aborda la cuestión del poder en las relaciones personales e interacciones cotidianas: así, el episodio de la peluquería ejemplariza, a través del personaje del chico joven en la butaca de al lado, en qué consiste una intervención abusiva, una imposición del criterio propio que anula la voluntad ajena. A menudo, la realidad y sus urgencias se imponen de modo abrupto a los aspavientos del yo ensimismado.

“De hecho, había empezado a volverme iracunda. Había empezado a desear el poder, porque ahora comprendía que los demás lo habían tenido siempre, que lo que yo llamaba destino era en realidad la reverberación de su voluntad, un cuento escrito no por un fabulista universal, sino por personas que eludirían la justicia mientras sus acciones fueran recibidas con resignación y no con indignación.”

Rachel Cusk ofrece, en esta novela, diagnósticos tan lúcidos como feroces sobre determinados aspectos éticos y afectivos de nuestra contemporaneidad. El artefacto narrativo combina la primera persona con una mirada externa, casi omnisciente, que toma distancia para referir las conversaciones en estilo indirecto. Hay la pretensión de ofrecer los retratos con objetividad e imparcialidad, pero ello no impide que afloren, en el momento menos pensado, la personalidad y la cosmovisión —la ironía, la inteligencia, el escepticismo— de la mordaz escoliasta de vidas ajenas que dirige la narración. Ella dota de sentido, estructura y ritmo las historias de los demás, pero también las relativiza y deconstruye, dejando al descubierto los mecanismos que producen la ilusión y la autoindulgencia, la construcción identitaria. Se apropia así de la sentencia de Julian —el escritor al que conoció en el congreso sobre literatura autobiográfica— de que lo importante es dominar el relato para que este no lo domine a uno. Cuando habla de su curso de escritura creativa y pone el ejemplo de un alumno que quiere escribir un cuento sobre su perro, la escritora protagonista, alter ego de Cusk, nos está dando una lección de cómo interesar a los lectores con una historia, a través de la impresionante fábula que urde para retrotraernos a las motivaciones profundas del personaje en cuestión, en este caso su alumno. En el fondo, toda la novela constituye una virtuosa lección de escritura sobre la condición humana a partir de temas cotidianos y lejos del imperativo de tener que interesar con un único argumento.

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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