Hanna, una niña discapacitada que deambula sola armada con un kit de ayuda y comportamiento para afectados por la trisomÃa 21, una anomalÃa cromosómica, merodea por las calles en busca de su padre; y Marius, un hombre enigmático que parece haber enterrado en su pasado una verdad que necesita recuperar para poder olvidar para siempre, coinciden en una localidad europea e inician un periplo que deberá llevarles a BerlÃn, ciudad en la que, según parece, residen el padre de la niña y las respuestas del hombre. En este viaje, irán coincidiendo con una variada nómina de individuos que marcarán cada etapa como si se tratara de un servicio de avituallamiento, y que tienen en común que su ocupación siempre tiene que ver con la mirada y con la recuperación de la memoria. El relato de este viaje es el que expone Gonçalo M. Tavares en Una niña está perdida en el siglo XX (Uma menina está perdida no seu século à procura do pai, 2014).
«Intentamos, en parte, recordar lo que ha sucedido y lo que está sucediendo en otro sitio; excitar la memoria, a veces también se trata de eso -de mostrar lo que está pasando en el lado que no vemos. Ver bien lejos, querido amigo, es una de las grandes cualidades de la memoria, no se trata sólo de mirar hacia atrás, sino también de mirar al fondo; la memoria está más relacionada con el buen observador en el tiempo.»
Ambos personajes dibujan el contraste entre el individuo que está fuera del mundo, el exilado de la Humanidad, que busca, consciente o inconscientemente, un lugar que le dé cobijo, y para ello se ve obligado a recuperar su pasado; y el individuo que, simplemente, quiere desaparecer, ser suprimido, olvidado, acceder al exilio a través del cual abandonar el mundo conocido, y que precisa borrar sus huellas en su pasado, ahà donde comenzó su rastro. El viaje al pasado de Hanna es para recuperarlo y, en función de él, actualizar el presente; el de Marius busca ponerlo bajo la luz para que, como en las pelÃculas fotográficas, quede velado y no se pueda recuperar ya nada.
Este retorno al pasado puede trazarse por dos caminos: el de la memoria y el de los objetos. El primero tiene como pavimento la intangibilidad de los recuerdos, pero es poco fiable porque el proceso de almacenar y de recuperar posteriormente lo almacenado está sujeto a graves contaminaciones, además de la propia pérdida, inconsciente o provocada, de aquellos referentes que apoyarÃan una supuesta objetividad. El camino de los objetos, en cambio, es mucho menos manipulable, pero al estar situado fuera del sujeto contiene lagunas que difÃcilmente se pueden rellenar con parches de una «verdad» que se ha convertido en irrecuperable; la tendencia a rellenarlas con invenciones -o disculpas o atribuciones de culpas, lo mismo da- contamina también el resultado de forma irrecuperable. Teniendo en cuenta estas limitaciones, no serÃa exagerado concluir que el pasado no existe -o que, si existe, no está a nuestro alcance-, sólo existen «pasados» que vamos construyendo a medida que los invocamos.
Todo viaje al pasado es un avanzar a ciegas por un camino desconocido en el que nadie nos puede ayudar; andamos solos y a oscuras y, con frecuencia, cuando parece vislumbrarse cierta luz, cerramos con fuerza los ojos para no ver aquello que se nos mostrarÃa. Sin embargo, es un viaje obligado.
«En una carrera de resistencia no hay ningún objetivo. […] Se trata de resistir -insistió-, no hay nada más.»
Pero, en el fondo, es un error pensar que el recuerdo es un lugar geográfico que podemos mantener alejado de nosotros, ajeno a nuestros afectos y fuera de nuestra experiencia, un lugar remoto que podemos obviar cuando no nos interesa. Al contrario, el pasado forma parte de lo que somos, una parte intrÃnseca que nos ha modelado ininterrumpidamente y que nos ha fabricado en nuestra forma actual: no existe presente sin recuerdo, y por más que lo pretendamos, siempre corremos el riesgo de que una parte de ese pasado, tal vez la más agradable, puede que la más repugnante e indeseada, se haga presente en nuestro ahora  para reivindicar su existencia.
«Siento que se abusa de la realidad. Alguien parece estar continuamente trayendo por ferrocarril cargas gigantesca de realidad, como si ésta tuviese de verdad un peso, estuviese hecha de un material concreto, y alguien, una institución de origen y fines desconocidos, se encargase de mantener los suministros.»
La memoria de la colectividad -y no la «memoria colectiva»- se rige mediante principios muy parecidos a la individual, pero el hecho de implicar a un sujeto más difuso, menos concreto, provoca que su fijación sea mucho más problemática; además, la historia, esa disciplina con Ãnfulas de ciencia, es tan partidista como la conciencia humana: dependiendo del recopilador, ajusta su sentido a su conveniencia. No es tan seguro como siempre se ha sostenido que la historia la escriban los vencedores; también los vencidos saben manipular el recuerdo de los hechos: aquellos, lo harán para justificar su dominio; éstos, para documentar su venganza.
«La ignorancia de unos permite que piensen sólo en algo momentáneo -una discapacidad intelectual que pasará; una expresión de quien no entiende, expresión que en breve se eliminará; todos tenemos momentos en que miramos el lado equivocado y aquello que es significativo sucede precisamente a nuestra espalda.»
La otra peculiaridad del recuerdo que lo hace intrÃnsecamente diferente a la experiencia es que, al ser evocado desde el futuro, la corriente temporal -ayer, hoy, mañana- se opone a la real hasta tal punto que recordamos un «presente» teniendo en cuenta que conocemos su «futuro»; y es esta circunstancia la que le resta fiabilidad, pues «recordamos» las causas en función de unos efectos que conocemos a la perfección. Utilizando la fábula de Hansel y Gretel que evoca el propio Tavares, las migas de pan servirán para que alguien pueda seguir el rastro y encontrar a los hermanos, pero no para que ellos desanden el camino recorrido: teniendo en cuenta que el punto de partida de la vuelta es el extravÃo, ese camino serÃa interpretado bajo esa circunstancia, y el camino de regreso no podrÃa ser el mismo que el camino de ida.
«Los acontecimientos tenÃan, pues, un peso, y determinados acontecimientos concentrados en una ciudad concreta, en un paÃs, en un espacio, hacÃan de ese espacio el punto central del mundo en una fecha determinada. Claro que sólo después de ese instante crucial de concentración de peso en un punto es cuando muchos comprendÃan que allÃ, en aquel momento, habÃa estado el centro de gravedad de la Historia. Los pocos que comprendÃan eso en el instante exacto eran los que conseguÃan, por eso mismo, manipular la Historia -manipularla de verdad: empujarla a la derecha, a la izquierda o hacia atrás, empujarla hacia sà o derrumbarla contra el suelo, si fuese necesario.»
Los textos de Gonçalo M. Tavares, aun en su diversidad, dan a menudo la sensación de, tras la aparente realidad que muestran a primera vista, estar compuestos de alegorÃas, de que aquello que cuenta, a menudo unas tramas invisibles, no sólo dicen lo que dicen sino que quieren decir más; no se trata tanto de un roman à clef sino que aquello que verdaderamente quiere comunicar se halla por detrás de lo que escribe, oculto o disimulado por la propia escritura. A veces, el lector identifica fácilmente ese mensaje oculto; a veces, no logra extraerlo, pero incluso en este caso percibe que está allÃ, indiferente a la descodificación porque su esencia es existir. ¿Un juego? Tal vez; acaso, mejor un reto. Parte de ese reto, la pregunta que sobrevuela gran parte de la obra mayor -en extensión- del portugués, que plantea de nuevo en Una niña está perdida en el siglo XX: ¿quién, que haya vivido en el siglo XX, puede considerarse, personal o familiarmente, en absoluto libre de culpa?