Thomas Wolfe | Foto: Carl van Venchten | Dominio público

El universo en cada frase

Páginas de espuma reúne en un solo volumen una exhaustiva edición de los cuentos de Thomas Wolfe

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Thomas Wolfe | Foto: Carl van Venchten | Dominio público

Resulta imposible no recordar, en una primera lectura de los Cuentos de Thomas Wolfe (Carolina del norte, 1900 – Maryland, 1938) que ahora nos regala Páginas de espuma en estupenda traducción de Amelia Pérez de Villar, el vínculo entre las frases que compone y las que componía su contemporáneo, William Faulkner: comulgan en intensidad, comulgan en pesimismo, comulgan en el espíritu de indagación que escruta el por qué de nuestros comportamientos. Es imposible, todo hay que reconocerlo, no referirse a Faulkner cuando uno habla de literatura americana. Y, sin embargo, no es el premio Nobel el autor al que nos vamos aproximando a medida que se depositan en la memoria las sensaciones que produce la lectura de la obra breve de Wolfe. Si existe otro autor con el que tiene más similitud es, para nuestra sorpresa, Walt Whitman. La obra de Wolfe contiene un lirismo que pretende cantar a todo lo que existe; por un lado, hay una intención manifiesta de meter en cada frase tanto conocimiento de mundo, o de curiosidad por el mundo, como sea posible; por otro, la suma de estas frases componen un análisis del universo humano, siendo la humanidad un conglomerado que se nos va antojando religioso, un conjunto de creencias y ceremonias en las que hay mas dudas que respuestas, a pesar de que confiemos en conocer las respuestas. En buena parte de la obra, aparecen, de hecho, referencias bíblicas; y el estilo es, con frecuencia, tan potente como el de algunas traducciones del Antiguo Testamento.

Páginas de espuma

Debemos aclarar que buena parte de esta obra breve no son cuentos o relatos al uso. Es decir, no se enmarcan en esa tradición de obras circulares con finales que contienen una cierta dosis de sorpresa, no tienen su punto fuerte en estrategias narrativas. En ese sentido, se aproximan más a lo que la obra de Proust supuso para la novela que a la pura experiencia del relato. Hay alguna obra que se diría que pretende ser parábola y alguna otra que es casi un canto. Todas ellas, por su parte, contienen la esencia de un narrador que crece, que se transforma, que sale de cada cuento como quien retorna de un viaje: distinto, pero sujeto al capricho de la realidad, ese que te obliga, con el tiempo, a volver a ser el que has sido siempre. El punto fuerte sobre el que sustenta su literatura Thomas Wolfe es la descripción, y dentro de la descripción las enumeraciones, valientes, arriesgadas, propias de quien se toma la literatura muy en serio. Wolfe es capaz de escribir sin calderilla, sin palabras gratuitas, sin espacios muertos. De hecho, por momentos su obra se construye como algo muy físico, incluso cuando menciona otro tipo de materias:

“El tiempo pasa (…) y nos quedamos, Gran Dios, solo con esto: la certeza de que esta tierra, este tiempo y esta vida son algo más extraños que un sueño”.

La esencia del sueño es la transformación, que es lo que caracteriza el mundo que Wolfe observa, y con él sus narradores. Su registro es el propio de quien mira el mundo como un paisaje moral:

“Yo ya había conocido todo lo que vivía, se movía o funcionaba bajo sus designios. Yo era hijo de la noche, uno de los miembros de su enorme camada, y sabía todo lo que se movía dentro de los corazones de los hombres que amaban la noche”.

Su mundo es en el que conviven la luz y la sombra, el del hogar frente a la ansiedad, el de la magia de lo natural frente a la destrucción de lo urbano, el del Ying y el Yang, en un territorio en el que casi todos estamos en derrota: “con la gente tocada por la devastación solo existen dos posibilidades: o la amas o la odias”. Nos habla de ciudades en las que la gente no se conoce, que es la principal característica que debería tener un relato urbano. O nos lleva a aldeas donde conocerse es abocarse a un martirio en el que uno casi elige el grado. Su realismo está lejos de tener un apellido común: no es sucio, no es mágico, no es estrictamente ético; es un tanto discursivo y es muy inquietante. Se expresa con algo que uno tiene la tentación de llamar furia y se refiere, en buena medida al absurdo:

“Y porque nuestras más orgullosas canciones se perdieron en el rugir de las voces, porque los edificios quebraron y confundieron nuestra visión, porque creíamos que los hombres importaban menos que el mortero, nuestros corazones se hicieron grandes y desesperados, y no tuvimos esperanza.

“Pero sabemos que la huella borrada es mejor que la piedra en la que se marcó…”.

Nos presenta, con una convicción que roza el frenesí, un mundo antiguo que convive con un mundo en estreno y pretende pronunciar lo impronunciable, sabiendo que no logrará conseguirlo. Porque el lenguaje tiene demasiadas limitaciones, tantas como para acotar lo emocional cuando quiere describirlo, afrontarlo o sanarlo. Esto nos somete a unas consecuencias en las versiones posibles de comunicación que a lo que más se asemeja es a la sordera. En definitiva, el tema sobre el que nos habla Wolfe es lo incómodo que resulta vivir, y también, como escritor, de lo incómodo que resulta observar vivir:

“Insoportablemente cercano y cálido y palpable, e insoportablemente lejano por estar tan cerca (…) y nuestra propia furia nos lanza contra él, nuestra propia ansia nos devora, y estamos cautivos entre las rejas y los muros inexpugnables de nuestra propia soledad”.

Ricardo Martínez Llorca

Ricardo Martínez Llorca es autor de las novelas 'Tan alto el silencio', 'El paisaje vacío', 'El carillón de los vientos', y 'Después de la nieve'. De los libros de viajes 'Cinturón de cobre', 'Al otro lado de la luz'. Del libro de relatos 'Hijos de Caín' y el de perfiles vinculados al mundo del alpinismo 'El precio de ser pájaro'.

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