«Estampas de Italia», el viaje italiano de Charles Dickens

Estampas de Italia. Charles Dickens
Traducción de Jorge Cano y Celia Recarey
Nórdica (Madrid, 2012)

Tras su visita a la ciudad de Philadelphia, durante un viaje por Norteamérica que le llevará a visitar distintas ciudades, Charles Dickens dejará escrito en sus notas que la capital del Estado de Pennsylvania “es una ciudad hermosa, pero de una regularidad que acaba por volver loco”. Estructurada urbanísiticamente a partir del modelo del tablero en escuadra, Philadelphia se erigía, al igual que otras ciudades norteamericanas, como el emblema de la racionalidad capitalista. Ciudad creada ex novo, su trazado exageradamente regular responde a la necesidad de crear espacios urbanos ordenados, estructurados a partir de una concepción racional de la sociedad y de su ordenación. La ciudad moderna es la imagen de un objetivo social, político y económico: Philadelphia es la ciudad carente de un tiempo histórico y, por tanto, de los desequilibrios, de las discontinuidades e, incluso, de las oposiciones inexplicables,  propios de un pasado que se inscribe en las ciudades. Al regresar a Londres, Dickens recordará,  en sus Notas Norteamericanas, cómo “después de caminar alrededor de una hora o dos, sentí que habría dado el mundo por una callecita tortuosa”.

La añoranza de Dickens por una “callecita tortuosa” es signo de la extrañeza que siente el autor inglés frente a una ciudad neutra, una ciudad vacía, sin las discontinuidades propias de su Londres y de las ciudades europeas que, lejos de la uniformidad, son espacios construidos sobre otros espacios, sobre planos heredados y conservados en el presente como testigos de la aleatoriedad y, sobre todo, de la impredecibilidad de la  historia. “Trazad un pequeños círculo tan solo sobre los tejados arracimados de las casas, y dentro de ese espacio, lo tendréis todo”, escribía Dickens refiriéndose a Londres, una ciudad  donde, lejos de todo equilibrio, se agolpan “allí, una taberna solitaria, sin ninguna casa al frente”, allá “un edificio sin terminar y ya en estado ruinoso”; más lejos, una iglesia; “a la izquierda, un inmenso almacén” y así, en este “desordenado conjunto”, se encuentran también “invernaderdos, huertos, arcos de ladrillo humo y niebla”. Proveniente de esta Londres a la que dedicó tantas páginas en sus novelas, no resultan extraños los comentarios que sobre Philadephia, así como también sobre Washington, dejó escritos en sus notas, comentarios y recuerdos que distan muchos de aquellos que escribió durante su viaje a Italia y que ahora, bajo el título de Estampas de Italia, publica Nórdica.

Charles Dickens (retrato de William Powell Frith, 1859, D.P.)

En 1844, el viaje a Italia parecía indispensable para todo autor inglés, trasladarse a la península italiana significaba seguir la estela de autores como Schelley o Keats o de muchos jóvenes poetas todavía anónimos; lejos de ser un viaje de formación, para Dickens el viaje a Italia significaba el encuentro con lo novedoso, con una novedad que, muy lejos de aquella regularidad descubierta en Philadelphia, provenía de “los olores desconocidos”, de “los montones de basura”, así como del “desorden arquitectónico” o de los pasadizos estrechos. Estas son las primeras imágenes que el autor inglés captura a su llegada a Génova, imágenes que se van repitiendo a lo largo de las estampas, a lo largo de las diferentes ciudades que visita. Italia, ya sea a través de Génova, ya sea a través de Pisa o Verona, se presenta como un país distinto, sus ciudades nada comparten con Londres y es que, aunque desde lejos la imponencia de Roma se confunde con el estilizado perfil londinense, las ciudades italianas son descritas como lugares decadentes, viejos, de calles estrechas y mohosas. “Supone un sueño extraño, mitad de pena, mitad de gozo”, escribe Dickens a su llegada a Piacenza, “caminar por estos lugares que están en una especie de siesta continua al sol”; el autor reconoce, no sólo en Piacenza, sino en cada una de las ciudades, la “capital de todos los pueblos mohosos, sórdidos y perdidos de la mano de Dios”. Lejos de la fascinación que sentía Goethe incluso antes de viajar a Italia, Dickens no parece fascinado por el país que visita; su viaje, no sólo no es de formación, sino que tampoco se inscribe dentro de la tradición de libros dedicados a la tierra de Dante, “haré muy pocas referencias”, escribe su autor en la introducción. “a todo ese material y a las informaciones que aporta”. Distanciándose de la tradición literaria que le precede, el novelista no duda en confesar su poca admiración hacia “la pintura y la escultura”, un entusiasmo escaso por el cual “no me voy a alargar en demasía acerca de las obras de arte” y, en efecto, sus Estampas de Italia son “una serie de apuntes leves” acerca de la cotidianidad, acerca de unas ciudades que, lejos de todo intelectualismo, son el reflejo de una realidad a la que Dickens accede perplejo, con crítica extrañeza a la vez que con curiosa fascinación.

Las estampas reflejan la perplejidad de su autor frente a unas ciudades en las que la mayor de la belleza convive con la decrepitud, con la pobreza, con el deterioro de sus calles y edificios. A su llegada a Génova, Dickens queda sorprendido al percatarse de que no había “una sola piedra entera en todo el suelo”, de que se elevaban estatuas llenas “de motas y manchas”, porque en Génova, al igual que en las otras ciudades que visitará, “las cuadras, cocheras estaban todas ellas vacías, en ruinas y completamente abandonadas”. En este escenario tan extraño para un londinense, las Estampas reflejan la realidad más humilde y, a la vez, más anónima de Italia: hacen visible una Italia desconocida: en sus descripciones, los grandes nombres, las grandes obras arquitectónicas, los grandes hechos históricos que éstas conmemoran son desplazados por los pequeños detalles de una cotidianidad humilde, es decir, por aquellos detalles que permiten dar voz a una Italia que la ciega fascinación siempre ha silenciado. En este sentido, Dickens se aleja de la tradición viajera y, a la vez, literaria que le precede: Italia se revela como un escenario híbrido donde las tradiciones paganas conviven, entremezclándose, con el catolicismo, muy presente en el día a día de las personas, como un escenario donde la decrepitud y el deterioro se mezclan con la belleza y la riqueza de “iglesias ricas, misas que duermen, incienso ascendiendo en trenzas, campanas que repican, sacerdotes en hábitos brillantes, cuadros, cirios, encajes en los altares, cruces, imágenes y flores”.  Las innumerables iglesias suscitan en Dickens un sentimiento ambivalente; si, por un lado, representan la cuna del arte secular, por el otro son las manifestaciones de una religiosidad basada en la explícita expresión y casi impúdica del sentimiento religioso, una manifestación incomprensible para alguien proveniente de la protestante Inglaterra. Dickens queda fascinado por la grandiosidad del Vaticano, por la belleza de la Capilla Sixtina y por “la exquisita gracia y belleza de las estatuas de Canova” pero, a la vez, es crítico con las interminables obras artísticas que decoran cada una de las iglesias que visita. “Creo sinceramente”, escribe en su estampa dedicada a la ciudad eterna, “que no puede haber lugar en el mundo en que puedan encontrarse con tamaña profusión como en Roma tan intolerables abortos engendrados por el cincel del escultor”. Sus críticas artísticas se dirigen principalmente a una iconología religiosa que representa, con demasiada frecuencia, “los martirios de los santos y los primeros cristianos”. A través de sus palabras, Dickens, consciente de su escaso “conocimiento técnico del arte pictórico”, refleja una incomprensión que va más allá de la iconología, va más allá del tedio que llega a sentir tras visitar tantas iglesias; proveniente de una cultura protestante, el autor de Grandes esperanzas se sorprende frente a las distintas manifestaciones religiosas que impregnan la sociedad italiana, unas manifestaciones que forman parte de la vida cotidiana de los habitantes de una Italia donde el catolicismo se entremezcla, como se observa durante la festividad del carnaval, con tradiciones paganas.

Atónito al observar los actos de penitencia que llevan a los fieles a subir arrodillados la “Scala Santa”, Dickens hace de sus estampas una respuesta a aquella Italia ciegamente idealizada por el arte y los poetas; alejándose de las posiciones adoptadas por Schelley o Keats, el autor inglés es testigo de aquella realidad humilde y decadente que sobrevive tras los grandes nombres y las grandes obras. El arte, las iglesias, las grandes obras de la arquitectura se convierten para él en el punto de partida, ya no de una mera exaltación del país, sino de una reflexión acerca del catolicismo cuyos protagonistas, escribe, “pervirtiendo nuestra misericordia religiosa, se han dado casa, torturado, quemado y decapitado, estrangulado, matado y oprimido los unos a los otros”. El viaje a Italia de Charles Dickens es un viaje hacia el descubrimiento de una realidad extraña, desconocida y, a la vez, incomprensible. Las Estampas de Italia reflejan la mirada del otro, del extranjero, de aquél que sigue contemplando el país visitado desde las orillas de su tierra de origen: su mirada sigue anclada en las costas inglesas, sigue atrapada en el perímetro urbano de su Londres. Sin embargo, a pesar de ser ajeno a aquella nueva realidad, a pesar de la incomprensión e, incluso, rechazo que le supone conocer un país geográfica e históricamente vecino pero, a la vez, social y culturalmente distinto, Dickens, a pesar de todo ello, no puede sino mostrar los respetos hacia Italia, “pues con cada fragmento de sus templos caídos y en cada piedra de sus palacios y prisiones desiertos, ayuda a inculcar la lección de que la rueda del Tiempo gira con un fin”.

No hay idealización alguna en los textos de Dickens, no hay una ciega exaltación, sin embargo, Estampas de Italia son el más claro ejemplo del respeto hacia lo social y culturalmente distinto; no hay condena para la mohosidad de las calles italianas, ni tampoco para las piedras rotas de sus calles o la decadencia de sus obras artísticas, sino que hay esperanza: consciente de los “años de abandono, opresión y desgobierno” que “han trabajado para cambiar su naturaleza y reducir su espíritu”, Charles Dickens invita al respeto y a la esperanza para que Italia pueda levantarse  “algún día, de esas cenizas”. En los días actuales, Estampas de Italia es una buena lectura para aprender a viajar, a mirar al otro y, sobre todo, para conservar la esperanza, demasiadas veces perdida, de que es posible levantarse, cual ave fénix, de unas cenizas de las que nunca fuimos responsables.

Anna Maria Iglesia

Anna Maria Iglesia

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura

y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la

UB. Es colaboradora habitaual de Panfleto Calidoscopio, ha publicado breves ensayos

en la Revista Forma de la UPF y reseñas en 452f. También ha publicado artículos en El

núvol o Barcelona Review.

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