Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques.
William S. Burroughs y Jack Kerouac
Traducción de Fernando González Corugedo
Anagrama (Barcelona, 2010)
Siempre hay un acontecimiento que finiquita la adolescencia y marca el ingreso en la edad adulta. No recuerdo muy bien el mÃo, pero conozco bien la anécdota que significó un antes y después en la generación beat: El asesinato de Dave Kammerer a manos de Lucien Carr, quien con el paso de los años ganarÃa un merecido prestigio como jefe de la oficina de noticias de la United Press. A su muerte, acaecida el 28 de enero de 2005, pudo destaparse el pastel tan esperado por la mirÃada de fans de los chicos malos de la literatura norteamericana de la posguerra, un inédito de tÃtulo estrambótico que finalmente llega a nuestro paÃs, más aficionado a Kerouac y Burroughs por esnobismo que no por tradición, pues que yo sepa pocos son los escritores patrios que alaban la obra de las bestias de En la carretera y El almuerzo desnudo.
CorrÃa el verano de 1944 y Nueva York era una ciudad sumergida en una doble fiesta vacacional. La guerra habÃa vaciado la gran manzana, y las pocas ratas que la mordÃan aguantaban el calor estival vegetando por las mañanas en sus hogares y viviendo la noche como si el sol fuera a desaparecer. Un grupo de jóvenes mataba sus horas en el sofá, en el puerto y en los bares, que nunca cerraban y regalaban una variopinta colección de lunáticos desquiciados. Ese agosto de drogas, alcohol, ligues y enfados serÃa la catapulta propulsora que hermanarÃa lo beat desde lo trágico. El impacto de ese breve lapso se cifra en la definitiva unión de la santÃsima trinidad tras la sangre y la pérdida de la virginidad mental.
La relación entre Lucien Carr y su vÃctima se inició en Sant Louis en 1936. Lucien tenia once años y Dave veinticinco. Con el paso del tiempo su amistad se volvió muy intensa. El lunes 14 de agosto ambos estaban solos e iban a culminar su tragicomedia de amor-odio. Kammerer perseguÃa a su joven amigo con insistencia, quien no cedÃa a las súplicas sexuales de quien bien podÃa ser su hermano mayor. La borrachera, la canÃcula y antiguas rencillas hicieron el resto. Carr apuñaló a Dave, le hirió dos veces en la parte alta del pecho, le ató los brazos con cordones de zapato, cargó de piedras los bolsillos del cuerpo exánime y lo tiró a las aguas del rÃo Hudson, donde fue encontrado al cabo de cuarenta y ocho horas, cuando su asesino ya dormÃa su condena en una apestosa celda de la futura capital del Planeta. Esa, a grandes rasgos, es la historia que da pie a Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques, bildungsroman a cuatro manos nacido una vez la calma volvió y el pensamiento pudo reflexionar objetivamente sobre esos agitados meses donde todos intuÃan el desenlace y nadie se atrevió a frenarlo, como si el destino fuera un coche demasiado acelerado e interesante.
La trama, el proceso de escritura y la conclusión: la normalidad mitificada por el paso del tiempo.
Kerouac y yo hablábamos sobre la posibilidad de escribir juntos un libro, y decidimos hacerlo sobre la muerte de Dave. EscribÃamos capÃtulos alternos y nos los Ãbamos leyendo el uno al otro. HabÃa una clara separación de material sobre quién escribÃa qué. No buscábamos una precisión literal en absoluto, sólo cierta aproximación. Nos divertimos haciéndolo. Y lo hicieron intentado captar la atmósfera del momento a través del reto de compaginar dos estilos que pudieran hilvanarse correctamente narrando algo que ambos escritores compartieron. Las partes de Kerouac están cargadas de su agitación juvenil de testosterona y delirios de grandeza. Oculto bajo el alias de Mike Ryko, finlandés que quiere ir a la mar para no fenecer en tierra y vivir la bohemia francesa, el autor de La vanidad de los Duluoz recorre las calles numéricas de la mÃtica urbe con el despropósito por bandera; nadie le cree, y es rechazado por sistema hasta por su futura esposa, harta de tanta tonterÃa que suele terminar en desmanes nocturnos y la voluntad de volver al muelle por si suena la flauta de la contratación, útil pasatiempo para gozar del aire libre y encadenar lo laboral con el ocio de bares, búsqueda alimenticia y gorroneo amistoso a personas como Will Dennison, que no es otro que William Burroughs, quien en sus partes es más sosegado porque tiene un trabajo de detective de poca monta y más o menos sabe cuando toca parar el jolgorio. Su domicilio es el refugio perfecto que sólo rompe su sosiego cuando irrumpen los bribones que protagonizan el relato, entre los que destacan el guapo Phillip Tourain, Lucien Carr, y el sureño Ramsay Allen, Dave Kammerer, hombres predestinados a que entre ellos pase algo, secundarios de lujo en la nada veraniega, pues la historia es un absoluto compendio de normalidad que el lector idealiza desde la leyenda de los nombres.
El apartamento de Ryko es un desastre que contrasta con el de Dennison, ordenado hasta cuando el molesto timbre disturba la quietud del lugar. Todos sabemos el significado de agosto y su mansedumbre, que en este contexto adquiere una nota especial por lo anómalo de las circunstancias bélicas, que dieron al desierto más desierto y al relato un clÃmax de dominio, acrecentado por la actitud del reparto, convencido de su importancia por la ausencia de los demás y porque entonces todo era más pequeño y las ilusiones muy elevadas desde la áurea mediocridad que implicaba saber donde pillar y en que garitos beber hasta altas horas de la madrugada. En medio, como siempre, un grupo de personas que intentan evitar la soledad y quedan cuando pueden para sentirse amos de un microcosmos que desaparecerÃa tras la victoria en Europa, si bien, y es justo mencionarlo, para ellos los cañones se apagarÃan un poco antes, entre cuadros del MOMA y la sabidurÃa de entregarse para no cometer el error de darse a la fuga.
Las impresiones de los dos narradores oscilan entre la objetividad y el intento de dotar a su prosa de un ángel que preludie el acontecimiento. De otro modo es imposible entender porque los dos implicados en el crimen firman una petición para el congreso de un grupo de izquierdas como Rimbaud y Verlaine, inevitable mención que corrobora el juego homosexual que llena la trama de provocadoras insinuaciones. Han pasado sesenta y seis años y todo se ha vuelto mucho más fácil. La cuestión ya no aturde, pero por aquel entonces era una bomba de relojerÃa, un pecado capital que situaba el manuscrito en la lÃnea de sombra de lo prohibido, y quizá por eso la efeméride inspirara a tantos miembros de la generación beat, desde Ginsberg hasta el desconocido, recientemente recuperado en España por Ediciones Escalera, John Clellon Homes, autor del verdadero debut del grupo en 1952 con Go.
Lo autobiográfico es un camino comprensible en toda la literatura contemporánea. Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques no necesita de la ficción porque sus creadores simplemente reflejaban lo vivido, que desde un punto de vista convencional, el de la sociedad norteamericana que silenciaba las nuevas costumbres, era transgresor, mientras que para sus protagonistas era pura rutina que las décadas situarÃan en tierras mitológicas que dan a la obra categorÃa de monumento fundacional, porque la anécdota de 1944 fue el verdadero pilar que posibilitó erigir el edificio imitado por tantos, venerado por muchos e igualado por pocos. Disfrútenlo.
Jordi Corominas i Julián
http://corominasijulian.blogspot.com