«Aire de Dylan», de Enrique Vila-Matas

Aire de Dylan. Enrique Vila-Matas
Seix Barral (Barcelona, 2012)

Me la regaló mi hija por el día del padre. ¿Qué quieres que te regale, papá? Aire de Dylan, respondí sin dudarlo demasiado. Las colonias son caras. Es el título de un libro, de la última novela de Enrique Vila-Matas. Espera que lo apunto. Creo haber leído todos los libros de Vila-Matas, y si me he perdido alguno ha sido por despiste. Iba sabiendo de sus respectivos lanzamientos en plena antesala del verdadero teatro de operaciones literario que es la lectura. Los veía ya en la librería, siempre con esos títulos tan seductores. Se titula Aire de Dylan, me dijo una persona del entorno del autor queriendo corregir mi natural negligencia informativa: Oye, ¿sabes si está escribiendo algo nuevo?, en Dublinesca parecía tan harto… También me regalaron un frasco de colonia.

Un día antes de conocer el título de la nueva novela de Enrique Vila-Matas, Enrique Vila-Matas escribió un artículo en el que hablaba del papel de los blogs literarios en la deprimida escena literaria hispanolectora. Bajo el también seductor título “Los viejos blogueros nunca mueren” —evocador de aquella canción de Barón Rojo de principios de los 80 en la que los ya por entonces decadentes e incluso calvos rockeros se quejaban del poco caso que la sociedad les prestaba, escondiendo sin éxito su más que evidente quejido bajo una tenue capa de autoexclusión y marginalidad imaginarias y, también, muy seductoras—, mencionaba el autor de El mal de Montano en su artículo varios blogs, entre ellos el de Javier Avilés, quien hacía poco se había hecho eco del post más largo que jamás he escrito (y que por fuerza tenía que haberlo escrito otro, no yo, aunque en otro idioma). Y se refería también Vila-Matas precisamente a ese post tan largo sobre el libro de Steven Moore que desató un breve pero intenso entusiasmo en nuestro deprimido panorama literario. Se cerraba así una larga cadena de comentarios sobre comentarios sobre comentarios, al más puro estilo nabokovniano; se terminaba así de condensar la poca lluvia no ácida incapaz de combatir el estéril diluvio eyaculatorio que inunda insistente y eficazmente nuestras librerías; cayeron aquellas escasas gotas y escampó: más o menos continuamos inmersos en la misma sempiterna sequía.

Lo que más gusta de la literatura del autor de París no se acaba nunca es precisamente que no se acabe nunca. Imagino a una amiga valenciana, esposa de autor maldito y brutalmente afrancesado y madre de bibliotecaria empedernida, apuntando nombres propios y referencias insertos en sus libros, pues éstos, parafraseando al inefable Sergio Pitol, se disparan en muchas direcciones. Pero lo que más me gusta de la literatura del autor de Extraña forma de vida son los observadores natos y desocupados profesionales que pululan por entre sus páginas, como en su nueva obra. Esos Oblomovs híbridos walserianos y perequianos, unas veces tristes, otras alegres pero siempre expertos en adherirse a la vida de los otros para, como una especie de anotadores de lo ajeno, ir contando su propia versión, o interpretación, de los hechos. El personaje literario que no hace nada (casi) nunca tiene una salud de hierro, resiste como ningún otro la continua generación de esforzados aventureros de variado pelaje cuya originalidad resida acaso en la fugacidad de sus existencias de insecto. Un vistazo rápido (o dos) a lo que se hizo y hace fuera de aquí basta para confirmar la idea de que la única postura posible, y probablemente la más honesta, ante la estupidez reinante sea la de quedarse lo más quieto posible y dejarlo estar, no hacer nada, callarse —e incluso “desaparecer”, como ya escribió el autor de Suicidios ejemplares—. O si existe la pulsión de decir algo, hacerlo entonces de la única manera posible: parodiando, adoptando poses falsas, reciclando los fracasos de la inteligencia humana en obras en las que nunca pasa nada o, si algo, quede el suceso relegado por el comentario, superado por la especulación compartida del binomio autor-lector.

En aquella obra de Moore también aparece Enrique Vila-Matas junto a Roberto Bolaño, Julian Barnes, David Markson, William Carlos Williams y muchos otros autores como ejemplo perfecto de la práctica del arte de la critificción (“término acuñado por el novelista experimental Raymond Federman … [referido a] una obra de ficción en forma de crítica, o viceversa”, p. 580). Porque eso es precisamente la segunda cosa que más me gusta de la literatura del autor de Bartleby y compañía, su arte de la critificción o, como él dice, sus ensayos novelados. La literatura genera literatura y no puede ser más literariamente posmoderna la idea de escribir sobre la memoria viva de un muerto, o más bien de reescribirla inventando gran parte de la misma e integrándola en la de sus sucesores y aun en la del negro circunstancial que tan sólo —y esta es una más de las numerosas vueltas de tuerca que en esta ocasión ofrece el autor de Doctor Pasavento— la imagina pero no la escribe, en realidad no hace mucho más que observar y dar cuenta de esas observaciones.

Aire de Dylan, la más shakesperiana de las obras del autor de Impostura, recrea el drama de Hamlet en ese teatro mixto personal que es la vida imaginada mitad real mitad inventada o deformada. El rey de la ficción, el monarca del esfuerzo literario, ha muerto. ¿Ha sido asesinado? En tal caso, ¿por quién? Como una suerte de performance por etapas —actos—, la novela va desarrollando el drama de Hamlet a la genuina manera vila-matiana. Javier Avilés ha apuntado en su blog las conexiones de esta novela con La verdadera vida de Sebastian Knight, de Vladimir Nabokov, pero yo no puedo dejar de ver, sin excluir que quizá porque quiera verla, una gran conexión con otra de las novelas del ruso americanizado, Pálido fuego —a mi juicio, la mejor suya—. No me refiero solamente al siguiente párrafo:

Vi pues que, con la excusa de reparar el daño causado por Laura Verás, podía intentar escribir mi libro más libre: un viaje crítico, satírico, no exento de humor y de compasión, al corazón mismo de la tan dudosa grandeza del arte contemporáneo. Porque, destruida la autobiografía de Lancastre por su monstruosa esposa, se me brindaba la oportunidad de restituir al mundo unas memorias que, con su patética poética de lo ausente, podían dejar bien retratado el pálido fuego de todo lo postmoderno. [pp. 267-268].

Párrafo en el que el autor de El viaje vertical juega con la idea de escribir un libro característicamente posmoderno sobre el fracaso de lo posmoderno. Aprovechar, como hicieron los mejores posmodernistas y tal y como hiciera Shakespeare en sus obras, la luz del sol y transformarla en el pasivo y pálido fuego lunar. Andrés Ibañez, en la antología de ensayos Nuevos narradores y críticos a principios del siglo XXI coordinada por Antonio Orejudo y editada por la Universidad de Murcia, cercando “el paradigma posmoderno (en la literatura)” dice que “la literatura posmoderna es autorreferencial [y] practica innumerables y en algunos casos sofisticadísimas formas de metaficción, [entre las que se cuentan los] libros que tratan de otros libros: Pálido fuego de Nabokov, título tomado de unos versos del Timón de Atenas de Shakespeare que pueden tomarse como una condensada definición del autor posmoderno que se aprovecha de la ‘luz reflejada’ de la gran literatura: ‘el sol es un ladrón’, dice el texto de Shakespeare, ‘con su atracción enorme / roba al vasto mar: la luna es una ladrona errante / roba del sol su pálido fuego: / el mar es un ladrón, cuya líquida ondulación transforma / a la luna en lágrimas saladas: / la tierra es una ladrona / se alimenta y cría de un compuesto robado / del general excremento: todas las cosas son ladronas / (…) / todos los que te encuentras son ladrones.’ Universo de ladrones, donde cada uno roba al anterior, donde toda luz es reflejada y donde la presencia, la luz original y ‘verdadera’, no existe, así el mundo posmoderno”, pp. 131-132. Y añade Ibañez como ejemplo adicional de esta tipología metalibresca la Historia abreviada de la literatura portátil, del autor de Aire de Dylan. (Sin olvidar que la propia Timón de Atenas es un oscuro y complejo refrito protoposmoderno robado a, entre otros, Plutarco y Luciano).

Quienes tildan Aire de Dylan de etérea no sólo yerran en su intento de apagar algo del pálido fuego de su autor, sino que también ejemplifican buena parte de sus meditaciones acerca de la falta de esfuerzo de los hijos de aquella generación posmoderna tan esforzada como denostada (quizá no Hijos sin hijos sino más bien hijos con hijos díscolos). Quizá sea lo que efectivamente nos quede, como decía más arriba, después de todas las parodias, reescrituras, metaficciones, poses, mentiras, intertextos, falsificaciones, paranoias, conspiraciones, conjuras, reintrepretaciones, virtualizaciones, plagios, deconstrucciones e interrupciones; quizá lo que quede es el arte del slackening como epitafio perfecto de la revolución posmodernista, el ir aflojando hasta definitivamente dejar de hacer, de escribir y hasta de leer.

Por cierto, Enrique Vila-Matas sí aparece en esta novela:

Las causas por las que a Vilnius le gustaba aquel casi rival de su padre eran, entre otras (algunas de ellas, francamente baladíes), su tendencia a ser muy cerebral en la escritura, no tener hijos, dedicarle a su mujer todos los libros, su elección decidida de aproximarse siempre a la verdad a través de la ficción y, finalmente, su insistencia en tratar de ser como el alumno castigado en la parte trasera del salón, el alumno que tiene que escribir lo mismo siempre a la espera de que por fin un día le salga correctamente la novela que busca. [pp. 273-274].

José Luis Amores
http://bolmangani.blogspot.com

José Luis Amores

José Luis Amores (Málaga, 1968) es Licenciado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Málaga. Especializado en marketing, ha fundado varias compañías que después ha vendido a diversas multinacionales. En la actualidad ejerce su profesión como freelance. Ha sido colaborador de Diario Málaga y de la revista Papel Literario.

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