«La inmortalidad del cangrejo»: el lento y continuo camino en el desierto del presente

La inmortalidad del cangrejoLa inmortalidad del cangrejo.
Fernando J. López
Baile del Sol (Tegueste – Tenerife, 2013)

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Los años pasan con demasiada rapidez, solía decir mi abuela, pasan y ni siquiera nos damos cuenta de ello. Aquella anciana mujer, que había dejado el colegio con sólo doce años, tenía razón,  los años pasan sin que seamos capaces de darnos cuenta de ello: no nos damos cuenta hasta que, finalmente, un día dirigimos nuestra mirada hacia atrás, hacia ese tiempo pretérito, que no creíamos tan lejano, y descubrimos no sólo que el tiempo no se detiene, sino que en su irrefrenable andadura han sucedido muchas cosas, nimias anécdotas y trascendentales hechos; porque, precisamente, a lo largo del transcurrir de ese  tiempo, se ha ido construyendo el presente que, paradójicamente y no en pocas ocasiones, no deja de sorprendernos.

¿No lo vimos llegar?, afirman los políticamente correctos a modo de excusa, pero no fue así, más bien no quisimos -y, sobre todo, no quisieron- verlo, no supimos, en nuestra impuesta ceguera, ver aquellos primeros indicios, aquellas primeras líneas de la historia de la que hoy somos sus trágicos protagonistas.

La inmortalidad del cangrejo es más que una novela generacional sobre la desorientación personal y social de unos jóvenes; es más que el relato de la crisis de la juventud actual; con elementos de intriga, La inmortalidad del cangrejo es, ante todo, una novela difícilmente catalogable. Fernando J. López juega con los géneros y, sobre todo, juega con el estilo y con las voces narrativas: la ironía y, en especial, la autoironía está presente a lo largo de toda la narración, impregnada esta última de un melancólico sarcasmo. La elección de la primera persona, perteneciente al joven Alfredo, el protagonista, no impide al autor convocar en cada momento del relato otras voces, las de los otros personajes, pero también las voces o, mejor dicho, los discursos que heredamos y los que encontramos cada uno de nosotros en una particular y -¿por qué no?- excéntrica existencia.

Fernando J. López (foto: Baile del Sol)
Fernando J. López (foto: Baile del Sol)

A través del constante dialogismo, enmascarado tras el testimonio monológico del protagonista, Fernando J. López traza un retrato del tiempo presente, el de una sociedad gravemente herida por un pasado que no ha sabido asumir y por un futuro que es incapaz de construir. La acción se inscribe en el 2001, cuando todavía nada había ocurrido, cuanto todavía el negro presente no había llegado; sin embargo, J. López, así como Rafael Chirbes en sus últimas obras narrativas -nunca está demás elogiar En la orilla-, nos muestra cómo por entonces la historia ya había comenzado, en el 2001 ya podía percibirse el futuro que debía llegar sin compasión alguna. Los titulares de periódico, con los que encabeza cada capítulo, permiten al autor contextualizar la narración a la vez que, casi como si se tratara del coro griego, apostillar el relato de ficción. Perfectamente escogidos, los breves titulares se convierten en paralelos metafóricos de la vida de Alfonso; aquellos titulares son los testimonios que, desde una aparente neutralidad, describen el relato de un fracaso, de la lenta, constante y desapercibida destrucción de un mundo que ha dejado de ser -si es que algún día llegó a serlo- el que creíamos. La caída de las Torres Gemelas en el atentado del 11 de Septiembre no sólo es el punto de partida, sino la imagen de la caída, de la destrucción de unas ideas, de unos sueños y de unas aspiraciones aparentemente imposibles de cumplir.

La falta de trabajo, la ausencia de toda perspectiva, las dificultades extremas de la carrera artística -en este caso, teatral-, los contrastes generacionales y las contradicciones de una sociedad heredada a través de una transición convertida en mito incuestionable. Los ideales perdidos, el aburguesamiento -como dice el propio protagonista- de los padres de Alfonso, la escalada social y la pérdida de aquellos principios, aparentemente irrenunciables, que hicieron salir a la calle y protestar en los últimos años del régimen. Fernando J. López consigue, de manera extremadamente ágil, dialogar con el presente, pero también con el pasado todavía reciente, de manera crítica, sin concesiones, ni para unos ni para otros. Desde la distancia cronológica que le ofrece sus pocos 23 años, Alfonso desmonta el relato histórico que, en particular, su padre le ha recitado una y otra vez: Alfonso descubre las contradicciones de sus padres, ejemplo, como tantos otros, de aquella generación que, llegada la democracia, consiguió un determinado poder económico-social y/o político y que, desde ese mismo poder y supuestamente avalados por la libertad democrática por la que habían luchado, comenzaron a debilitar las bases de ese mundo que, como las Torres de Nueva York, no tardaron en caer. La lucidez de Alfonso, aunque en ciertos momentos marcada por los comprensibles excesos de la juventud, al referirse a sus padres contrasta con la ceguera que le domina en el momento de encaminar su futuro: una problemática relación amorosa a distancia con un hombre bastante mayor que él; el estudio de una carrera -derecho- que le desagrada pero que, en opinión de su padre, le abrirá las puertas al éxito profesional y social; la cerrazón de estas mismas puertas; la desubicación en una realidad que no comprende, pero tampoco quiere modificar. Alfonso no es un héroe clásico, más bien es un héroe fracasado con el que el autor no se muestra complaciente, pues, una vez caídas las torres, es necesario reconstruirlas.

La inmortalidad del cangrejo no llama al conformismo, todo lo contrario; el mundo se ha desmoronado, hace tiempo ya que comenzó la destrucción de una realidad que, seguramente, nunca llegó a ser a ser lo que ciegamente creímos que era. Ahora, lejos de desfallecer, toca levantarse y, con una inmortal perseverancia, seguir caminando sin dejarse abatir por la linealidad de la pasividad y la inoperancia. «La línea de la constelación del cangrejo se abate hasta detenerse y convertirse en duna y arena de desierto«; no hay que dejar que llegue el desierto y esta es la lección que deberemos aprender.

Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia

 

Anna Maria Iglesia

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura

y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la

UB. Es colaboradora habitaual de Panfleto Calidoscopio, ha publicado breves ensayos

en la Revista Forma de la UPF y reseñas en 452f. También ha publicado artículos en El

núvol o Barcelona Review.

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