La montaña efÃmera. Joan de la Vega
Paralelo Sur Ediciones (Barcelona, 2011)
El último poemario de Joan de la Vega puede ser leÃdo en buena medida como una rareza dentro del panorama de la joven poesÃa española. Estamos ante un libro expresivamente muy depurado que convierte el paisaje rural en materia poética de primer orden. En estos tiempos de confusión en cuanto a tendencias estilÃsticas y lÃneas estéticas predominantes, pero obviamente decantados hacia las temáticas urbanas, La montaña efÃmera se propone como ejemplo más que válido de un imaginario literario alternativo, rebosante, por demás, de personalidad.
Ya desde su paradójico tÃtulo, el libro hace convivir de forma evidente las fuerzas contrapuestas de lo perenne y de lo pasajero. La montaña, como emblema de la perdurabilidad, se enfrenta asà al capricho de lo mutable: Neófitos, urbanitas –cazadores de cumbres– desfilan pendiente arriba a poblar con premura lo ofrecido: su permanencia en falso. El paisaje encallecido, el cielo inabarcable, los picos, las laderas desgastadas, los bosques perennes, libres de los despojos de nieve, frente a los hombres retorcidos como gusanos, el arroyo heraclitiano, los excrementos, los árboles caÃdos, las mariposas llameantes y la luz que se descompone.
La división de la obra en dos partes incide en la misma idea. La primera de ellas, titulada «La última cima», consta de diversos poemas en prosa que ofrecen desde la rotundidad de su disposición gráfica un eficaz trasunto de ese horizonte modelado pacientemente por los siglos frente al que se alzan cumbres, collados y rocas como altares. La estructura de estos textos se repite con ligeras variantes a lo largo de toda la sección, cuatro párrafos en cada uno de ellos que siguen más o menos el siguiente esquema: un par de frases iniciales donde se enuncian los motivos que van a desencadenar el discurso, un segundo párrafo, normalmente más largo, que los desarrolla y los hace avanzar hasta el tercero, formado por uno o dos versos encabezados por la palabra “aún†y escrito en primera persona (de nuevo la confrontación entre la duración de lo externo y la oscilante perspectiva del sujeto poético), y una imagen final, algo más categórica.
En la segunda parte, y bajo el epÃgrafe de «Lugar del amor», las palabras en cambio se desmoronan, dando lugar a poemas elaborados a partir de versos muy breves, titulados con el nombre y la altura de diferentes cimas catalanas. La expresión se vuelve ahora cristalina, y deriva de forma convencida hacia la primera persona en lo que acaba siendo, a pesar de la enunciación en presente, una especie de catálogo condensado de la memoria personal vinculada a ese silencioso paraÃso donde los seres y las cosas repelen sus nombres.
Juan Vico
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