J. D. Salinger. Una vida oculta. Kenneth Slawenski
Traducción de Jesús de Cos
Galaxia Gutenberg / CÃrculo de Lectores (Barcelona, 2011)
El 27 de enero de 2010 estaba tan tranquilo malgastando el tiempo en Facebook. Al cabo de unos segundos, algo muy tÃpico bajo las premisas actuales de lamento cool, el muro principal se llenó de necrológicas dedicadas a la memoria de J. D. Salinger, escritor que con su obra y actitud vital removió conciencias hasta convertirse en paradigma, literato ermitaño que enarboló con suma ética y valentÃa su bandera de privacidad.
Mis recuerdos de su obra se limitan a una lectura adolescente de El guardián entre el centeno por obligación escolar. Abrà el libro a las tantas de la noche y lo devoré en mi cama, quedándome de ése instante un reflejo más bien borroso, y asà seguimos, con la idea de Holden Caulfield entre ventanas de Nueva York, oscuridad viciosa, risas a tutiplén y la más que probable certeza de no haber captado su esencia. QuerÃa terminar la novela y dormir, pero lo importante es que sus páginas perduraron sin caer en el pozo del olvido al que sepultamos tantas letras que circulan por nuestros ojos. Quizá por eso me hizo ilusión dar con la biografÃa que recién acaba de publicar Galaxia Gutenberg, volumen, y más al abordar un caso tan complejo, que no podemos calificar de definitivo pese a la ejemplar brillantez con que Kenneth Slawenski disecciona la existencia del neoyorquino.
Salinger nació el dÃa en que el mundo se aprestaba a iniciar una nueva era. 1 de enero de 1919. Atrás quedaba la Primera Guerra Mundial y el dominio europeo, suplantado por la potencia norteamericana que rezumaba cambio desde la Gran Manzana. Los primeros años suelen ser claves para configurar la personalidad del individuo, y en el caso de nuestro protagonista su infancia y adolescencia ya ofrecen retales de la trilogÃa que caracterizará su actitud: disciplina, narrativa y egolatrÃa.
No podemos entender al puntilloso Jerry sin su eterno alegato a favor de una más que metódica disciplina. Ser hijo de un hombre forjado a sà mismo le sirvió para ahondar en el amor materno y comprender la necesidad de trabajar con constancia para alcanzar sus objetivos, punto de vista sin duda reforzado por su estancia en una academia militar y el infierno de su carrera marcial durante la Segunda Guerra Mundial entre Inglaterra y Alemania. El soldado de aspecto exótico con la máquina de escribir a cuestas padeció lo indecible en el bosque de Hürtgen, salvó el pellejo y recibió otro letal puntapié al contemplar consternado la abominable carnicerÃa programada de los campos nazis. Estas experiencias sepultaron su escasa ingenuidad y le ayudaron a concebir parte de su particular visión del universo.
El joven sociable se transformó hasta purificar su figura de inconveniencias. Quiso despojarse de lo superfluo, abrazó una intensa búsqueda espiritual y siguió a lo suyo. Desde 1940, gracias a un providencial curso en la Columbia University, tenÃa claro su destino y apostó todo para conseguirlo. Tanta era su voluntad que hasta preparaba sus relatos en función del tipo de revista y estipendio. Durante esa década entabló amistad con importantes editores, coincidió con Hemingway en ParÃs y alcanzó la cima soñada al mantener una relación privilegiada con The New Yorker, que se aseguró la exclusiva de sus textos creyendo en su indiscutible y extraña calidad. Cabe remarcar que el rumbo tomado por Salinger se debió a su irrompible creencia en su talento y un desdén al murmullo que sólo puede entenderse analizando desprecios, Oona lo abandonó por Charles Chaplin, y un ego desmedido que luchó hasta la extenuación por anular sus fragmentos ociosos, tentaciones de las que disfrutaba en grado sumo hasta que los palos rebasaron a las delicias.
Volvió de la arruinada Europa de 1945 casado y con un perro. Le exigÃan una novela. Se encerraba dieciséis horas al dÃa y las invitaciones se acumulaban en su buzón. Su nombre estaba en boca de todos. Sus relatos, que aturdÃan por diferencia, triunfaban. Él, hastiado tras otro fracaso amoroso, optó por emigrar al campo como consecuencia de aspirar a una paz que lo urbano no consentÃa, menos aún tras el apabullante éxito de El guardián entre el centeno, anhelado hasta que se presentó con ropajes que anticipaban la modernidad por el fanático estruendo que generó en el conformismo de los cincuenta, furor inextinguible aupado por lo corrosivo de las expresiones vertidas en el manuscrito, afrentas léxicas que clamaban por otra América que se desprendiera del pestilente hedor consumista que la carcomÃa en su gloria. Los polos opuestos se atraen. No podemos sacralizar una figura de tal envergadura sin apreciar sus contradicciones. Salinger era dogmático y privilegiaba su alma, y lo mismo vendÃa la sociedad donde desarrollaba su profesión. La discordia radica en el modo de aplicar ambas cosas. Su paÃs imponÃa, él se alejaba emitiendo contundentes voces que ataran bien todos los cabos. Al ser desoÃdas el sentimiento de traición se acentuaba y el desapego florecÃa con estrépito.
Cornish y lo medieval. El artista como un eremita que acepta ciertas normas del mercado hasta que éste se desnaturaliza y propicia el acoso a la intimidad, la tergiversación y el Ãncubo de una exposición mediática no requerida que favoreció su silencio. Marujeen que algo queda. Jerome David sometió sus obras al veredicto del público hasta 1965, cuando optó por proseguir su singladura en un oasis inaccesible de narrativa, oración y recogimiento. Dijo basta. Vivió conforme a sus principios en una comunidad sin las Ãnfulas de lo contemporáneo, desde el respeto y la calma de quien es querido sin tanto aspaviento. Error en la cronologÃa, mente del siglo XX. Hoy darÃa gracias a Dios por librarse de bitácoras, crispaciones y frivolidades tan tÃpicas de nuestra época, aunque pensándolo frÃamente uno de los motivos que le hizo despedirse de lo mundano fue el mezquino artÃculo que Tom Wolfe lanzó como una andanada contra Brian Shawn, editor de The New Yorker y uno de los mejores amigos del autor de A perfect day for the bananafish. Calculen, miren atrás, vuelvan su cabeza al presente e interpreten.
Holden y Phoebe. Franny y Zooey. Caulfield y Glass. La familia, paraÃso perdido en el empecinamiento de su rebelión, fue la piedra miliar que articuló sus dinámicas tanto en vida como en literatura, si bien en la primera su matrimonio con Claire Douglas, entregada a la causa durante una larga década, constituyó una derrota a la que se sobrepondrÃa desde una pasmosa ataraxia basada en hacer lo que su rigor imponÃa en esa habitación donde no cejaba en su empeño de acumular creaciones por el mero placer de perfeccionar su técnica, apuntalada mediante una serie de sagas con las que hacÃa suyos, quizá demasiado, unos personajes a los que confesaba amar con devoción religiosa.
Pese a su logrado estudio de la obra, la biografÃa de Slawenski, administrador del sitio www.deadcaulfields.com, se centra en los hechos, contrasta datos en abundancia hasta la fecha bisagra de 1965 y en el último tramo no especula con informaciones útiles para rellenar el vacÃo documental que el mutismo del mito engendró hasta levantar un muro sólo quebrado cuando atentaban contra sus derechos elementales de su ser y sus manuscritos fomentados con creces por un género que rehúye aceptar el aislamiento de un semejante y hasta le atribuye, véase el nefando asesinato de John Lennon y el frustrado homicidio de Ronald Reagan, dones malignos para dañar su reputación. Esta objetividad se agradece porque, si bien notamos simpatÃa hacia el autor, en ninguna circunstancia se percibe un atisbo hagiográfico. Salinger es plasmado desde un claroscuro nada barroco, el propio y elemental de cualquier individuo, dimes y diretes, textos y mujeres, urbe y campo, presencia y ausencia, suceso y crÃtica estéril, luz y enigma acompañará su estela hasta que el paso del tiempo nos regale el hipotético manantial que aclare esa pared silenciosa que el escriba tejió con flemática e indignada sabidurÃa a lo largo de media centuria.
Jordi Corominas i Julián
http://corominasijulian.blogspot.com