Los premios, el futuro y los prejuicios: un diálogo con José Morella

El Herralde de Novela es de esos galardones que, aunque no exentos de controversias, catapultan a los ganadores –y a los finalistas– hacia un camino literario más llano, libre de las asperezas propias del derrotero de todo escritor. A diferencia de otros certámenes de igual o mayor difusión, ganar un Herralde implica un exponencial crecimiento de aceptación por parte del público y la crítica. Ha sido el primer premio relevante de muchos autores hoy considerados imprescindibles, como Álvaro Pombo, Sergio Pitol, Javier Marías o  Enrique Vila-Matas, por citar sólo algunos.

Faltan apenas algunas semanas para conocer al ganador de 2010 de este prestigioso certamen organizado por la editorial Anagrama. Mientras que en la edición de 2009 el galardón recayó en el cineasta Manuel Gutiérrez Aragón, en la de 2008 se produjo un caso curioso: por primera vez cinco obras fueron consideradas dignas de ser publicadas. Hablamos de Casi nunca, la novela ganadora, del mexicano Daniel Sada; de Un lugar llamado Oreja de Perro, la finalista, del peruano Iván Thays; y de tres semifinalistas: Bajo este sol tremendo, del argentino Carlos Busqued; Temporada de caza para el león negro, del mexicano Tryno Maldonado; y de Asuntos propios, del español José Morella.

José Morella (Foto cedida por el autor)

Puestos a prejuzgar, diríamos que acabar último entre las cinco obras sería considerar a Asuntos propios como la menos buena de todas. Pero –lo sabemos– un premio literario es la subjetividad al poder, donde el azar revolotea como mosca tras la oreja. Precisamente,  Asuntos propios plantea un caldo de cultivo para los prejuicios: la historia de amor entre Roberto, un traductor septuagenario, y Jacinta, su empleada doméstica de origen africano, varios años más joven que él.

Sí, los prejuicios desencadenan la acción y están presentes durante toda la novela como una fuerza constante que arrastra a los  personajes, pero para Jacinta no son una cosa nueva: está acostumbrada a lidiar con ellos desde antes. Por ejemplo, para aprender a hacer su trabajo se ve obligada a tratar a según qué clientes con una mezcla de dureza y condescendencia calculadas, como si fueran niños. Desarrolla una coraza, una entereza moral que la protege pero que al mismo tiempo la aísla, la deja sola. Se tiene que hacer tan fuerte que acaba dando miedo a los demás.

El amor se entreteje entre ellos gracias a su propio ímpetu por estar juntos, y se desteje a causa de las influencias de los otros, amigos o vecinos, pero principalmente al accionar casi paranoico de Isabel, la díscola hija de Roberto. La importancia que le damos a la palabra de los demás ha configurado una sociedad encadenada, encerrada como una cucaracha kafkiana.

Sí, creo que ahí ha habido bastante de catarsis personal, no del todo consciente por mi parte cuando escribía el texto pero sí ahora.  Roberto y Jacinta son modelos de lo que a mí me gustaría ser, gente que ansía vivir libremente y que no tiene para nada en cuenta lo que los demás piensen de ellos. No conocen eso del “qué dirán”. Son de una dignidad inquebrantable, ingenuos y entrañables pero también fuertes. E Isabel es una exageración caricaturesca de esa parte mía que sí está demasiado pendiente de lo que los otros piensen: es la voz del ego, en los momentos en que está desatada e inconsciente de sí misma. Isabel es tan violenta como frágil mentalmente, y Roberto es más débil y frágil por fuera pero mucho más fuerte espiritualmente. Escribir este texto ha sido, en muchos sentidos, terapéutico. Y encima fue publicada nada menos que por Anagrama. Alguien me ha dicho que debería pagar en lugar de que me pagaran por cada libro que se vende.

Roberto es enclaustrado por su hija para que aquel evite que se encuentre con su amor. A cierta edad, parece que ya no tenemos derecho a enamorarnos. Por algo la frase “enamorarse como adolescentes” ciñe el amor atontado, casi mágico, a sólo una etapa concreta de la vida.

El problema es siempre el de la libertad. Da igual el nombre que le demos al amor, o la forma que tome. No somos conscientes de la poca libertad que nos damos a nosotros mismos para amar, y de la increíble cantidad de diferentes manifestaciones del amor. Pero yo de esto no sé nada: mi novela sólo lidia con la parte política del tema, entendido lo político en sentido amplio. La gente interpreta como senilidad el amor de Roberto, y le roban su libertad por ser ya un viejo. La política me interesa mucho en este plano cotidiano: maridos y mujeres, padres e hijos, vecinos, jefes y empleados… Nuestro día a día está lleno de tensiones políticas, pero en los diarios sólo sale la “gran” política, que para la vida de la gente común es poco menos que una película de ciencia ficción, un espectáculo publicitario en el que los políticos profesionales luchan por nuestros votos. Fútbol mental. Que me entretiene mucho y me gusta, pero ya está. La política real es otra cosa para mí.

Interpelas con agudeza los prejuicios del europeo medio, en concreto los relacionados con la inmigración y la vejez.

Creo que tengo la piel más fina con Europa precisamente por ser europeo. Estoy cansado de que aquí se juzguen las políticas de EEUU con esa suficiencia tan nuestra, pero no se haga nada verdaderamente valiente o diferente. Las instituciones europeas hacen el papel de “potencia sensible” con el tercer mundo, cuando nos hemos pasado toda nuestra historia con la bota en el cuello de África y de América del Sur. Nos encanta denunciar el capitalismo salvaje de los yanquis mientras comemos palomitas en el multicines del centro comercial o nos bajamos la segunda botella de rioja en un restaurante. Y nos quedamos tan anchos.

Lo no dicho, lo supuesto, retumba en la novela con punzante atrevimiento. Un estilo que recuerda, me atrevo a decir, a Bolaño.  Precisamente abres la novela con una cita del autor chileno, que el protagonista vive en carne propia al final de la historia: “Ahora sé que la cercanía no existe. Siempre alguien tiene los ojos cerrados. Uno ve cuando el otro no ve. El otro ve cuando uno no ve”.

Bolaño me ha enseñado que hay que escribir exactamente lo que le salga a uno de las narices en cada momento, y que lo que piensen los lectores tiene que importarte un pito. No lo he conseguido todavía, y tal vez no acabe de conseguirlo nunca, pero leyendo 2666 lo vi muy claramente: este tipo está escribiendo lo que le da la gana, me dije. No conoce límites. Me pasó algo parecido leyendo a David Foster Wallace. Recuerdo especialmente cómo Bolaño cuenta el mito de Sísifo. Lo coloca en tres o cuatro páginas, a su manera, como un bloque que parece que no venga a cuento, y recuerdo que pensé que yo jamás me atrevería a hacer algo así, porque tendría miedo de que me tildaran de pedante. Entonces me di cuenta de que lo único que me impedía escribir lo que quiero es mi miedo al qué dirán, que en una pregunta anterior he identificado como la Isabel que hay dentro de mí. Leyendo a Bolaño vi que ese es el único límite que un escritor tiene: él mismo.

Asuntos propios demuestra la extrañeza y hasta el horror que puede alojar una historia cotidiana. ¿Siempre partes de lo cotidiano para crear tus historias?

Mi primera novela fue una biografía ficticia de Julio Cortázar. Yo era un escritor tan inseguro que necesitaba hacer metaliteratura, escribir algo ambicioso, una “gran” novela, contundentemente literaria. No digo que me saliera muy mal –yo le tengo muchísimo cariño a ese texto–, pero creo que Asuntos propios es mejor precisamente porque no apunta tan alto. Uno empieza a poder hacer algo cuando deja de querer hacerlo todo muy bien. O al menos eso me ha pasado a mí.

El tono y la voz narrativa fluyen a caballo de digresiones y reflexiones de los personajes, ensamblados hábilmente con sus acciones y decisiones. Los personajes hablan todo el tiempo, pero en ningún momento aparece un guión de diálogo.

Soy terrible con los diálogos, los hago fatal. Pero, paradójicamente, creo que saber que escribo diálogos bastante mal me ayudó, porque nunca me permití dejarme llevar en ese sentido. Simplemente me dediqué a hacerlos de la única manera en que me salían sin que me sonaran ridículos. Y eso los hizo más naturales, mejores. Tengo la sensación de que las intervenciones orales de los personajes (no sé si se pueden llamar diálogos) se me impusieron, me salieron así en el momento. Si las hubiera pensado demasiado, no sería buenos. A veces escribimos mucho mejor sin tanta conciencia de los métodos que estamos usando, o al menos a mí me pasa.

Aunque no sea así, Asuntos propios tiene un tono tan fresco que parece escrito de un tirón. ¿Cuánto tiempo te llevó su génesis?¿Cómo se gestó la idea?

La idea se gestó siendo testigo de un pequeño incidente que le ocurrió a alguien que conocía, pero que para nada se parece a lo que pasa en la novela. Sólo fue un disparadero para mi idea, nada más. Y en cuanto a su “frescura”, puedo asegurarte que es solo aparente. Sufrí como un cabrón. Tardé tres años (aunque entremedias escribí otra novela, aún inédita y que no sé si querría editar). Llegó a tener el doble de páginas, e Isabel tenía dos hijos. Uno de ellos, el pequeño, era el narrador. Un lío horroroso del que me costó salir y del que sólo salí a tijeretazo limpio.

Roberto es un traductor –podríamos decir– empedernido. Con setenta y un años no puede abandonar la profesión que lo define y le hace respirar. ¿Qué similitudes hay entre ese Roberto traductor y este José Morella autor, y también traductor?

Yo, cuando estoy traduciendo, soy un hombre feliz. Es lo que más se parece a la felicidad en mi vida, o al menos al equilibrio, a la  placidez. Soy capaz de reírme solo, de puro contento, y las horas dejan de existir. Si pudiera vivir de ello -entiéndeme: sin tener que traducir manuales de instrucciones o informes técnicos-, dejaría mi empleo de ahora, que me gusta mucho, sin dudarlo (N. de la R.: es profesor de lengua española). Esa parte de Roberto fue la más fácil. Sólo tuve que contarme a mí. Si fantaseo con una futura jubilación ideal, no tengo que irme muy lejos.

Jacinta se pregunta, “¿tan repulsiva soy que tienen que tolerarme? Se toleran las cosas malas, se tolera algo negativo contra lo que no hay nada que hacer. Un dolor, una enfermedad leve pero crónica. Se tolera lo que no te gusta”. Un inmigrante africano en Europa acaba aún más encerrado que la reclusión que le imponen a Roberto.

Sí, creo que en nuestro discurso muchas veces la tolerancia es una palabra podrida. Frío discurso institucional. Una palabra tan bonita, que linda con otras como dignidad e igualdad, acaba siendo otra cosa cuando la usan los políticos en su propaganda institucional, o las grandes ONG –que no todas– para escarbar en los bolsillos de nuestro sentimiento de culpa. Esto es fácil de entender: las palabras no son nada independientemente de la intención con que son dichas. Si yo digo que te quiero mucho para que te calles y me dejes tranquilo, la palabra “querer” pasa a significar “dejarme tranquilo”. Jacinta tiene una sabiduría “africana” (aunque esto en realidad es una construcción mía, ideal y perfectible, de lo que África es o era), que tiene que ver más con el cuerpo y la intuición que con la mente y las palabras. Descartes nos jodió la vida a los occidentales. ¿Pienso, luego existo? Lo peor que puede a uno pasarle es vivir su vida con esta creencia como base. Un cartesiano es un ingenuo que potencialmente puede hacer mucho daño a otros. Hay que acercarse a la sabiduría del cuerpo y empezar a dejar de juzgar a los otros (y sobre todo, dejar de juzgarse a uno mismo) por la coherencia de su discurso. Sé que mis amigos me quieren precisamente porque nuestras diferencias de opinión sobre el mundo no afectan para nada a nuestra amistad, y hay gente a la que no sería capaz de amar que piensa muy parecido a mí.

Ésta es tu segunda novela. ¿Qué ha significado la publicación en Anagrama para tu futuro literario?

La publicación en Anagrama ha sido una alegría que no he podido sentir hasta más tarde, porque al principio lo manejé muy mal. No sé qué futuro tengo literariamente hablando, pero trato de no pensar en ello y que no afecte a lo que estoy escribiendo ahora. Simplemente quiero escribir con placer, gozando de ello, y luego, claro, el texto final lo enviaré a Anagrama. Y si les gusta, pues genial. Pero si no  disfruto en el durante, no habrá valido la pena aunque se publique.

José Morella nació en Ibiza en 1972. Además de Asuntos propios, es autor de la novela La fatiga del vampiro (Bassarai, 2004) y del poemario Tambor de luz (Ediciones Osuna, 2001). Ha traducido al castellano al poeta brasileño Ferreira Gullar (Murmullos, Bassarai, 2006). Es licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Actualmente vive en Barcelona.

Franco Chiaravalloti
http://decatisondeteibol.blogspot.com

Franco Chiaravalloti

Franco Chiaravalloti (Buenos Aires, 1979) Reside en Barcelona desde 2003, ciudad en la que cursó sus estudios de posgrado en Literatura Comparada. Vivió en Argentina, Italia, Inglaterra y Kenia. Especialista en narrativa breve, desde 2010 imparte clases de cuento y microrrelato en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès. Ha publicado los volúmenes de relatos 'Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente' (Hijos del Hule, 2009), 'Esos de ahí afuera' (Talentura, 2015; edición argentina de Baltasara, 2020) e 'Insular' (Tres Hermanas, 2020). Además, ha colaborado en numerosas antologías de narraciones breves e hiperbreves, tanto en España como en Argentina. En 2019 formó parte de la comitiva que representó a Barcelona en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.

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