«Algo alrededor de tu cuello», de Chimamanda Ngozi Adichie

Algo alrededor de tu cuello.
Chimamanda Ngozi Adichie
Traducción de Aurora Echevarría
Mondadori (Barcelona, 2010)

El gran periodista Ryszard Kapuscinski señaló en su no menos grande Ébano que llamar África a África es una comodidad, una occidental simplificación para etiquetar ese mundo que en realidad son mil mundos. El topónimo ‘África’ es el camino más corto para meter en igual saco a las centenares de culturas que conforman el continente, las cuales no nos interesamos mucho en conocer. De acuerdo: los asiáticos llaman Occidente a Occidente, pero al menos son capaces de distinguir a un francés de un sueco, a un islandés de un californiano. Quienes estamos “de este lado de la línea”… ¿somos capaces de comprender cuánta diferencia existe entre un keniata de la etnia luo y un nigeriano igbo?

Y entonces cae en mis manos Algo alrededor de tu cuello y agradezco (¿a los dioses paganos, a la providencia?) que Chimamanda Ngozi Adichie haya llegado donde llegó. Tan alto. Con tanta firmeza. Cuántas historias suelen quedarse en el camino y nos perdemos la oportunidad de descubrirlas. A cuántas jóvenes de alguna universidad de Lagos o Abuja se les rechaza el visado de estudiante para continuar su carrera en alguna institución occidental. Cuántas de ellas no pueden acabar la carrera por las repetidas huelgas de profesores. Cuántas no pueden siquiera permitirse pensar en pisar una universidad, porque no saben escribir. Cuántas no tienen fuerza de coger un lápiz porque el plato de onugbu del que comen no es suficiente…

Ngozi Adichie tuvo la fortuna de tener comida en el plato, la concentración para aprender a escribir en igbo y en un inglés impecable, la constancia para estudiar en Nsukka, para conseguir un visado estadounidense, para diplomarse en Connecticut y Yale, para ser aplaudida de pie al recibir el premio Commonwealth Writer’s y para romper prejuicios en mil pedazos con sus primeras dos novelas y con los doce sobrecogedores relatos de Algo alrededor de tu cuello.

Son cuentos, sí. Pero mejor sería decir que son doce episodios de una misma historia. El identikit de sus protagonistas, con nombres como Nkem, Chika, Kamara, Ukamaka o Chinaza (aunque a esta última su marido le obliga a llamarse Agatha, que suena más americano) es el de una joven nigeriana a veces residente en Lagos, a veces en Boston, que pocas veces se atreve a decir la palabra justa en el momento adecuado, aunque la tenga al borde de sus poblados labios. Es progresista, rebelde, atea aunque a escondidas y, por sobre todo, extremadamente observadora. Con ellas conocemos la cárcel de un barrio sin ley de las afueras de una metrópoli nigeriana, donde hay que entrar con un rollo de dinero metido en el culo para que no lo roben, dinero que sirve para pagar la comida a los guardias. O la convivencia tras la boda concertada entre un médico nigeriano en Nueva York y una aterrada huérfana recién llegada al Nuevo Mundo. O bien la cola de desangelados frente a la Embajada estadounidense en Abuja, esperando que se abra la enorme verja para convencer a algún funcionario su necesidad de obtener esa maldita Green Card… Y así, esta chica de pelo “como de relleno de almohada” construye un robusto puente con hojas de palma y desechos plásticos de fast food entre la Nigeria añorada y la América aplastante, con una hechizante capacidad para clavarnos el estilete cuando uno menos se lo espera.

Chimamanda Ngozi Adichie (Foto: Jamati.com)

Chimamanda Ngozi Adichie es una joven grande. Y lo será aún más. Sólo tiene 34 años, pero ostenta una pluma tan madura que es imposible quedar indiferente. No por nada ya ha publicado en revistas como Granta, Prospect, Other Voices o Prism International. Su habilidad para las distancias cortas, para jugar a su antojo con los tiempos narrativos, manipular las expectativas o aplicar el narrador en segunda persona sin despeinarse, nos motivan a querer más de esa prosa tan natural, como en el relato que cierra el libro, “La historiadora obstinada”:

“El tercer acontecimiento fue el caso del joven Iroegbunam, que había desaparecido hacía muchos años y de pronto reapareció ya adulto. Un vecino lo había raptado mientras su madre iba al mercado y lo había llevado a los traficantes de esclavos de Aro, quienes tras echarle un vistazo se habían quejado de que la herida en la pierna reduciría su precio. Luego lo ataron por las manos a los demás, formando una larga columna humana, y lo golpearon con un palo para que caminara más deprisa. Iroegbunam no paró de caminar con los pies ensangrentados, el cuerpo entumecido, bebiendo de vez en cuando el agua que le ofrecían, hasta que todo lo que pudo recordar más tarde fue el olor del polvo. Finalmente se detuvieron en un clan de la costa, donde un hombre habló en un igbo casi incomprensible, pero Iroegbunam entendió lo justo para enterarse de que el responsable de vender a los raptados a los blancos del barco había ido a negociar con ellos, pero él mismo había sido raptado. Hubo grandes broncas y trifulcas; varios de los raptados tiraron de las cuerdas e Iroegbunam perdió el conocimiento. Cuando se despertó encontró a un blanco frotándole los pies con aceite y se quedó aterrado, convencido de que lo preparaba para comerlo. Pero era otra clase de blanco, un misionero que compraba esclavos sólo para liberarlos, y se llevó a Ireogbunam a vivir con él y a formarlo para ser misionero cristiano”.

Este último cuento, de hecho, se despega levemente del resto gracias a su estilo algo más conradiano, como si la autora hubiese querido ensayar la visión opuesta de ciertas obras de Conrad. La visión –aunque suene a etiqueta– africana.

Mientras tantas historias de vida y parias, de prejuicios y muerte queden en el camino, es alentador el surgimiento de esta nueva generación de creadores venidos del exuberante continente. Reconfortante es que llegue alguien como Ngozi Adichie, a recordarnos cuán obscena es la cantidad de comida que dejamos en el plato, o la excesiva condescendencia que volcamos hacia los africanos para parecer abiertos, o el hecho de que, mientras allí los delgados son los pobres y los obesos los ricos, aquí es exactamente al revés.

En tanto que sigan naciendo narradores con tanta vitalidad, tanta madurez, aún hay esperanza. Y aquella comodidad de etiquetar mencionada por Kapuscinski se irá tornando cada vez más débil.

Franco Chiaravalloti
http://decatisondeteibol.blogspot.com

Franco Chiaravalloti

Franco Chiaravalloti (Buenos Aires, 1979) Reside en Barcelona desde 2003, ciudad en la que cursó sus estudios de posgrado en Literatura Comparada. Vivió en Argentina, Italia, Inglaterra y Kenia. Especialista en narrativa breve, desde 2010 imparte clases de cuento y microrrelato en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès. Ha publicado los volúmenes de relatos 'Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente' (Hijos del Hule, 2009), 'Esos de ahí afuera' (Talentura, 2015; edición argentina de Baltasara, 2020) e 'Insular' (Tres Hermanas, 2020). Además, ha colaborado en numerosas antologías de narraciones breves e hiperbreves, tanto en España como en Argentina. En 2019 formó parte de la comitiva que representó a Barcelona en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.

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