Sergio del Molino| Foto: Lara Albuixec

Del Molino: «Lo más radical es leer a Proust»

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Sergio del Molino| Foto: Lara Albuixec
Sergio del Molino| Foto: Lara Albuixec

Hay libros que trascienden, libros para los que todo elogio literario es poco. La hora violeta de Sergio del Molino es uno de estos libros, es una novela sobre la cual toda palabra es insuficiente. Es mucho más que una excepcional obra narrativa, es más que la demostración explícita de la maestría estilística de su autor, más que una carta de un padre a su pequeño hijo fallecido, más que la dolorosa crónica acerca de meses de cruel enfermedad. No encuentro adjetivos para definir la novela de Sergio del Molino pues, como el propio autor confiesa al recordar su primera lectura de Mortal y rosa de Francisco Umbral, “creí entenderlo entonces y hoy sé que no entendí nada”. Yo también creí entender La hora violeta, pero ni la más profunda de las empatías es capaz de aprehenderla en su totalidad. Se trata de una novela que desborda los márgenes literarios en nombre de un compromiso con la palabra, con el recuerdo y con el ser humano; una novela que rinde homenaje a la vida, al valor de las pequeñas grandes cosas y al incalculable amor de un padre a un hijo. Una novela de la que es imposible desprenderse. 

Aunque por principio crítico, sé que me debo considerar La hora violeta como una novela, como una creación de ficción, me cuesta distanciarme de su referente y disociar entre vivencia real y obra literaria.
Es imposible disociarlo y yo, sinceramente, aspiro a no hacerlo, a no disociarlo. El reto de este libro era conseguir que no hubiera contradicción entre el escritor y el narrador, que no hubiera un juego literario, puesto que esto hubiera frivolizado la obra. En una ocasión, alguien, no recuerdo quién, señaló que La hora violeta era una novela escrita contra la literatura, sin embargo, no creo que sea así: creo que es una obra escrita desde la literatura, pero sí contra el artificio literario, es decir, contra la construcción narrativa postmoderna de los juegos de sombras, del yo o de los narradores. En este sentido, sí creo que esta novela está escrita con la conciencia de romper con este modelo postmoderno y sus barreras porque, independientemente de las circunstancias que me llevaron a escribir la obra, quería fundir, a través de ella, vida y obra.

Y, sin embargo, en este fundir de vida y obra, recurres a la literatura, como narrador y como lector. La referencia a Mortal y rosa de Francisco Umbral es constante a lo largo de toda tu narración.
Para mí es esencial fundir vida y obra, y desgraciadamente la literatura más reciente ha disociado progresivamente estos dos aspectos, una disociación que, al menos para mí, en un primer momento fue un gran hallazgo en sentido literario, pero que luego se convirtió en un error, pues con esta disociación se consiguió intelectualizar demasiado las obras literarias y, en consecuencia, alejar la vida o la realidad del hecho literario y, por tanto, alejar también al potencial lector, que deja de aproximarse al hecho literario con la misma naturalidad. Mi propósito, más allá de este libro, es transmitir una pasión literaria que es ingenua y primordial, una pasión que tiene como referente la figura e imagen del contador de historias.

Ante el poema Mañana, al alba, dedicado a su hija fallecida, Victor Hugo señalaba la importancia de la reelaboración literaria, decía: “cuando yo os hablo de mí, os hablo de vosotros”.
En La hora violeta, así como en la mayoría de las obras, como en el propio poema de Hugo, hay detrás un trabajo literario porque, de no existir un trabajo literario, la percepción del dolor se anularía. Y el hecho de que la percepción del dolor pueda anularse tiene que ver con el concepto propio del universo literario: es necesario, obligatorio, para el autor configurar a través de sus obras un universo literario autónomo, un universo que inevitablemente se crea siempre a través de la escritura en cada obra, independientemente si tiene un correlato real o no. Este universo literario existe, debe existir o, mejor dicho, es imprescindible crearlo, no sólo para alejar la obra de una posible referencia a la realidad del autor, sino para hacer brotar, como decíamos antes, aquel dolor que de otra manera podría quedar anulado. Independientemente del universo literario creado y construido por y para la escritura, al origen de la obra puede existir una determinada experiencia personal, tras toda obra literaria puede haber un referente claro a la realidad del autor de la misma manera en la que puede no haberla, puesto que puede que no sea una experiencia personal la que motive la narración; dicho esto, estoy convencido de que toda obra es, en cierta manera, una obra autobiográfica.

Aunque lo autobiográfico es siempre una recreación ficcional, es absurdo pensar que la experiencia vital del autor no se filtre en su obra.
Exacto, aunque también es cierto que este es un debate que va mucho más allá de La hora violeta, es un debate que tiene más que ver con el concepto de género y la interpretación de la obra, es un debate extenso y, sin duda, con matices, un debate siempre polémico.

Más allá de la voluntaria ruptura con el modelo postmoderno y, como decíamos antes, en tu novela estableces un diálogo metaliterario con la obra de Francisco Umbral.
Sí, claro, fin de cuentas, soy hijo de mi tiempo. Incorporo la literatura como elemento primordial de mis experiencias, pero como algo que forma parte de ellas, no como algo disociado, algo que está de más. Mis lecturas conforman indudablemente mi literatura, pero también forman parte ineludible de mi experiencia vital y quería que estos dos aspectos de la literatura quedaran bien plasmados en la obra, quería mostrar cómo mis lecturas forman parte de mi existencia, dialogan y se entreveran en un único amasijo.

Literatura dentro y fuera.
La literatura, para mí, es algo fundamental, ya no sólo como escritor, sino como lector, porque ser lector es de por sí una forma de vivir, una forma de expresarse; mi biblioteca, la biblioteca de cada uno de nosotros, es la expresión de nuestra propia biografía, es nuestra historia. Esta idea es una vieja convicción mía y, precisamente por ello, quería que quedara patente en el libro; asimismo, en cierta manera, y por esta misma lógica, se explica también la presencia constante, a lo largo de la obra, de la música o de algunos discursos que, aparentemente, pueden ser considerados metaliterarios o como digresiones al margen de la trama, pero que, en verdad, no lo son: todos ellos son parte imprescindible de la trama, son elementos esenciales de la experiencia vital, de mi experiencia vital y de su expresión.

Literatura Mondadori
Literatura Mondadori

El hecho de incorporar un artículo de Cristina Delgado y algunos documentos, casi para testificar lo narrado, al final de la obra revelan tu formación periodística. ¿Cómo te planteaste este añadido final?
Estos documentos y artículos a los que te refieres constituyen la coda del libro, se trata, en verdad, de un falso final. Decidí incorporar algunos textos no tanto motivado por mi profesión y formación de periodista, cuanto con el propósito de hacer escuchar la voz de Cristina, la madre de Pablo. Su voz está muy silenciada a lo largo del toda la narración, está presente, pero sobre todo como apoyo a la voz principal, la del padre, y por tanto suena siempre en notas bastante más bajas con respecto a la del padre-narrador. Por eso quería que al final de la obra, la voz de la madre se escuchara con fuerza, sin interferencias, con rotundidad.

Precisamente ese protagonismo que asume la voz paterna, que predomina sobre la voz de la madre, y la reivindicación de la paternidad, tema poco tratado por la literatura en comparación con el de la maternidad.
En literatura, no sé si curiosamente o no, la paternidad, como tu bien dices, no ha sido nunca un tema literario, mientras que la maternidad o la ausencia de ella ha sido desde siempre un tema obligado para las escritoras, quienes han sido y todavía hoy son interrogadas literariamente sobre su maternidad o sobre el porqué de su no maternidad. Pienso, por ejemplo, en la escritora y amiga Marta Sanz, quien a lo largo de muchos de sus libros reivindica su no maternidad, cosa que me parece curiosa puesto que considero sinceramente que no es o, al menos, no debería ser necesario reivindicar y, menos todavía, justificar el deseo de no querer ser madre. Ningún hombre se plantearía escribir un libro para justificar su decisión de no tener hijos o para explicar los motivos por los cuales ha decidido tenerlos.

Quizá la ausencia de la paternidad en la literatura responde, al menos en parte, al rol secundario, a veces incluso ausente, que ha tenido el padre en relación con los hijos a lo largo de la historia.
En cuanto a la paternidad en sí misma, creo que es una experiencia generacional en el sentido en que sólo ahora la hemos descubierto y, por tanto, hemos descubierto cuál es nuestro papel. La generación de mis abuelos, incluso la de mis padres, no vivieron la paternidad como la vivimos ahora nosotros, las generaciones de hoy día. Y, seguramente, este descubrimiento de la paternidad y, sobre todo, esta nueva manera de concebirla y de pensarla ha favorecido a que se convirtiera en un tema literario, a que los escritores la consideraran como un aspecto vital que puede ser explorado literariamente. Antes, en la misma solapa del libro, se indicaba si la escritora estaba casada, si tenía hijos o no, mientras que de los escritores no solamente no se sabía, sino que la paternidad no se reflejaba en su obra; por el contrario, actualmente, al menos para algunos escritores, la paternidad ha modificado no sólo su experiencia vital como individuos, sino su experiencia literaria.

Tenemos ejemplos recientes.
Sí. La última novela de Rodrigo Fresán, por ejemplo, es la novela de un padre: en La parte inventada, Fresán presenta todos los tópicos relacionados con la adolescencia así como los indudables conflictos generacionales entre padres e hijos y todo ello es visto desde la perspectiva del niño, una perspectiva que, sin embargo, está tamizada, como la obra en su conjunto, por la experiencia del padre. La parte inventada no es una obra inaudita por tratar este tema, más bien es una obra que ilustra el signo de nuestro tiempo, los cambios que ha habido en relación a la paternidad.

Pero todavía hoy es paradójico cómo se hace hincapié en la reflexión acerca de la maternidad de Jenn Díaz en Mujer sin Hijo y no sobre la presencia temática de la paternidad en la novela de Fresán.
Porque todavía hoy no se espera encontrar la tematización de la paternidad en una obra literaria y menos todavía en la obra de un escritor y, por tanto, directamente no se busca, no se analiza el texto bajo esta perspectiva y tampoco se vende haciendo énfasis sobre este aspecto. También es cierto que en el caso de Fresán, como seguramente en el de otros escritores, el tematización de la paternidad no se convierte en un rasgo militante de la obra y es difícil saber cuán consciente es el autor de dicha tematización. En mi caso, como la paternidad me cambió desde el primer momento en que supe de la existencia de Pablo, fui inmediatamente consciente de que el hecho de ser padre iba a penetrar indudablemente en mi literatura, iba a incorporarse a mi obra y a modificarla. La desgracia es que mi paternidad terminó por incorporarse en mi narrativa de esta forma, evidentemente yo nunca pensé, no podía esperar, que mi experiencia como padre iba a estar marcada por una experiencia tan trágica como la que relato. Por otro lado, si es cierto que a mí la paternidad me cambió desde el primer momento, es decir, no fue la enfermedad la que me hizo ser consciente de la paternidad.

Porque lo que te hizo cambiar fue la existencia del hijo.
Exacto, el saber que iba a tener un hijo me cambió, cambió mi lugar en el mundo y, por tanto, cambió mi lugar como escritor y como ser humano. La escritura es, al menos para mí, la expresión de mí mismo, la literatura expresa mi percepción del mundo y el lugar que yo ocupo en él. Era inevitable, positivamente inevitable, que la paternidad cambiara mi literatura desde el momento en que había cambiado toda mi realidad y había modificado mi percepción sobre ella.

La escritura es tu forma de expresión y, de hecho, confesaste, que te hiciste periodista para poder escribir, pero paradójicamente, terminaste por dejar el periodismo para escribir.
No es paradójico. Recuerdo que un grandísimo amigo y maestro periodista me comentó en más de una ocasión que el periodismo está muy bien para coger el oficio de escribir, pero que, después de un tiempo relativamente largo, es imposible no agostarse y es necesario buscar la escritura más allá de la práctica periodística. Yo entré en el periodismo porque era muy vago, por talante hubiera tenido que estudiar algo vinculado directamente con la literatura, como una filología por ejemplo, pero la perspectiva de convertirme en profesor o en investigador dentro del ámbito universitario, me angustiaba, yo no sé enfrentarme a una aula con alumnos, no hubiera sido capaz de enfrentarme a esa vida que el estudio de la filología parecía ofrecerme. Decidí estudiar periodismo simplemente para poder escribir y, de hecho, mi pasión fue sobrevenida, solamente cuando ya trabajaba como periodista empecé a disfrutar con el periodismo y con la posibilidad que me ofrecía de poder contar historias, hasta que al final me di cuenta de que disfrutaba demasiado contando historias. Entonces vi que para poder construir historias, crearlas y contarlas debía alejarme del periodismo y centrarme en la escritura. A fin de cuentas, si buscas la excelencia en algo, la dispersión es lo menos apropiado, es necesario centrarse y es lo que hice abandonando el periodismo para dedicarme a la literatura.

La literatura y la creación literaria siempre se han vinculado a una especie de bohemia, pero la creación literaria requiere mucha soledad y horas de trabajo.
El mejor consejo que un escritor puede seguir es el de Flaubert: “vive como un burgués, escribe como un loco”. Las locuras deben verterse en la escritura, en la narración, pero para hacer esto el escritor debe mantener un orden y, sobre todo, una disciplina en el propio día a día. Toda una noche de absenta únicamente te va a ayudar para que el día siguiente no puedas escribir ni tan siquiera una línea con algo de coherencia. No me creo las famas disolutas, no me creo del todo, ahora que precisamente vuelvo de Argentina, la fama de Fogwill, del que se dice que escribió Los Pichiciegos puesto hasta arriba de cocaína. No me lo creo porque se trata de una novela perfecta, muy complicada a nivel de estructura y muy trabajada; Fogwill pudo tener mucha intuición, mucho destello, pero Los Pichiciegos es una obra que conlleva mucho trabajo y se aprecia con el simple hecho de leerla. El trabajo del escritor es un trabajo de picapedrero, nada tiene que ver con el mito bohemio que le rodea, si se toma en serio la literatura y la propia labor de escritor, es necesario ser disciplinado y dedicar muchas horas.

De hecho, el propio Jack Kerouac insistió al editor en la necesidad de pulir On the road antes de su publicación.
Y no se trata sólo de cuando Kerouac decidió pulir el texto antes de publicarlo, pues si vemos el manuscrito original que ahora se ha publicado, nos encontramos ante un texto muy trabajado; podemos decir que es un texto muy pasional, vehemente, no pulido, pero no podemos negar el trabajo que hay detrás de su escritura. Kerouac no es un loco alucinado hasta arriba de marihuana, es un señor, un escritor, que se sienta a escribir muy consciente de la tarea y del reto que tiene por delante.

Me gustaría preguntarte si tu alejamiento del periodismo tiene que ver con la pérdida del talante narrativo que este ha padecido y padece.
Lo ha perdido en España, o al menos lo ha perdido a medias. A los medios no les interesaba nada el talante narrativo de la crónica larga o del reportaje, pues lo consideraban muy caro y muy minoritario, y precisamente por ello fue lo primero que los medios se cargaron. En cambio, en Hispanoamérica, el periodismo narrativo está viviendo una edad de oro, en Argentina la crónica narrativa está pasando por un momento de máximo esplendor, basta pensar en Leila Guerriero. Con ella hablaba precisamente hace algunos días y le comentaba, que ella, en verdad,  hacía literatura y que, por mucho que insistieran en catalogarlos como crónicas literarias o periodismo narrativo, sus textos eran literatura y se leen como tal. En mi caso, yo no me sentía a gusto en un periodismo en el que no encontraba un hueco para poder escribir largos reportajes, crónicas, como sí había hecho al inicio de mi carrera, antes de la llegada de la crisis.

Puede que con la crisis hay un resurgimiento del periodismo narrativo, pero lo hay a base de precariedad.
A base de un periodismo de guerrilla. Y eso que creo que actualmente estamos viviendo un momento fundacional para el periodismo en España; creo, sinceramente, que va a cambiar el paradigma periodístico y va a cambiar para bien. Estamos en un momento muy duro donde muchas cosas se van literalmente a la mierda y sin duda este periodismo que ahora está naciendo no va a generar los beneficios económicos que, en cambio, si se generaron anteriormente. Por lo que veo, creo que nos estamos encaminando hacia un periodismo de minorías, quizás de élites, en el cual se inscriben algunas publicaciones que deben buscar, como ya hacen muchas, otras maneras de financiarse y un público más fiel. Lo que está claro es que nunca más volverá a haber gente ganando 4000 euros en una redacción de periódico.

Al recibir el premio El ojo crítico afirmaste que lo que más habías apreciado es que el jurado hiciera hincapié en el valor literario de la obra, pero ¿nunca pensaste en encuadrarla dentro del género periodístico, de la crónica por ejemplo?
No habría sido muy distinto si me hubiera decantado más hacia un estilo periodístico porque, si lo piensas bien, el libro de por sí se sitúa en un territorio hibrido en el que yo mismo me encuentro. La literatura, además, vive precisamente en ese territorio fronterizo y me gusta que La hora violeta se sitúe precisamente allí porque se dificulta así su catalogación, se hace más complicado etiquetarla según un género o un tipo de narrativa; los libreros no saben dónde situar la obra, pero a veces tampoco la crítica sabe muy bien qué hacer con ella cuanto tienen realizar una clasificación taxonómica según géneros de ficción o no ficción. Yo soy un profundo detractor de la botánica literaria, del género de especie, creo que en la narrativa las fronteras son mucho más difusas y creo que es obligación del autor subrayar esa mezcla y no ahondar en las compartimentaciones por géneros; el autor tiene que ir más allá de las catalogaciones y trascender los géneros y poner énfasis que narrativa lo es todo.

“Creí entenderlo entonces y hoy sé que no entendí nada”, dices sobre tu primera lectura de Mortal y rosa, ¿es imposible la comprensión completa sino es a través de la propia experiencia vital?
Precisamente en relación a esto, un día tuve una discusión con un escritor que sostenía que todo narrador hábil y con experiencia es capaz de transmitir y hacer pasar por verdad una experiencia que, en verdad, él no ha vivido. Él sostenía que era posible escribir una obra en primera persona sobre un judío que había estado en Auschwitz y hacer creer al lector que esa primera persona reflejaba una experiencia realmente vivida por el autor. Sin embargo, yo considero, y así se lo dije, que una narración de este tipo puede, en cierta manera, engañar al lector que no ha estado en Auschwitz, pero no a aquel que ha estado y ha vivido esa experiencia en carne propia. Y esto sucede porque en el momento de narrar una experiencia no vivida, como puede ser Auschwitz, el autor recurre inevitablemente a otros relatos, a un imaginario compartido sobre esa realidad, recurre, en breve, a un arquetipo y, al menos para mí, los arquetipos no son literatura, son lo contrario a la literatura.

Fuiste consciente, por tanto, del verdadero sentido de Mortal y rosa solamente después de haber vivido la enfermedad de tu hijo.
Cuando leí la novela de Francisco Umbral creí entenderla porque, en cierta manera, manejaba el imaginario en torno a lo que podía significar la enfermedad de un hijo, pero cuando, años más tarde, me encuentro en esa situación, me doy cuenta de la distancia que hay entre lo que yo creía haber comprendido y la realidad de la propia experiencia. Cuando, en esas circunstancias, vuelvo a leer la novela de Umbral, lo hago desde otra posición, ocupo el lugar de la parte afectada y, por tanto, percibo unos detalles y unos matices que se me habían escapado en la primera lectura y, además, percibo la trampa, veo aquello que ha ocultado, aquello que no ha querido decir.

En una ocasión, comentaste que admirabas, no tanto el estilo, pero sí el compromiso de Umbral hacia la literatura. ¿Cuál es el compromiso que tu sientes hacia la literatura, hacia la palabra escrita?
Es un compromiso con la inutilidad. Creo que la literatura tiene que ver con lo inútil, es decir, con lo inaprehensible, con algo que no se puede explicar; para mí, por tanto, el compromiso está en expresar esa inutilidad, una inutilidad práctica, y a la vez indispensable. Creo que la literatura es esencial, la cultura es imprescindible y como tal es imprescindible que se permitan estas expresiones culturales de inutilidad, puesto que son el más claro síntoma de civilización. En otras palabras, la literatura es la expresión de la civilización de una sociedad que nos consiente a algunos cuantos hacer algo inútil –literatura-, que nadie sabe definir muy bien para qué sirve, pero que es extremadamente importante para los lectores, para quienes disfrutan de dicha inutilidad. No creo que deba explicarse para qué sirve la literatura o para qué sirve la cultura en general, se debe dar por sentado de que es algo primordial en la sociedad y para el individuo; una sociedad que alcance este grado de sofisticación será, al menos para mí, una sociedad en la que valdrá la pena vivir. Yo no quiero vivir en un mundo en el que estas expresiones culturales-literarias están proscritas y, por tanto, las reivindico.

Pero, ¿cómo reivindicarla?
La reivindico desde la convicción de que la defensa de la belleza es una postura política, puesto que la reivindicación de la belleza estética es la defensa de la inutilidad de la literatura y del arte. Creo, por el contrario, que la literatura política que quiere intervenir directamente en el discurso político hace un flaco favor a la literatura y a su esencia de inutilidad y de belleza que yo reivindico. Esa no es la función de la literatura, creo que la forma que tiene la literatura de intervenir en la política es, precisamente, no interviniendo, es siendo sólo y radicalmente literatura.

Como dice Juan Diego Botto en su obra Un trozo invisible de este mundo, “necesitamos pan y rosas”.
¡Las rosas! Este es el gran valor de la cultura y el hecho de que históricamente en Occidente nos hayamos dado cuenta de ello es algo a lo que no podemos renunciar, no podemos abandonar esta confianza en la cultura. Se me ocurren pocas formas de resistencia política más transgresoras que la de reivindicar a Proust; y puede que resulte naif esta afirmación, pero creo que, precisamente ahora que estamos teniendo una literatura política muy ingenua y muy oportunista, lo más sensato y lo más radical es leer a Proust.

Anna Maria Iglesia

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura

y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la

UB. Es colaboradora habitaual de Panfleto Calidoscopio, ha publicado breves ensayos

en la Revista Forma de la UPF y reseñas en 452f. También ha publicado artículos en El

núvol o Barcelona Review.

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