Juan Pablo Villalobos | Foto: Ana Schulz | Anagrama

Villalobos: «En la sintaxis ya hay una visión del mundo»

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Juan Pablo Villalobos | Foto: Ana Schulz | Anagrama

Estamos a 31 de diciembre, son las 11 de la mañana y hemos quedado con el escritor mexicano Juan Pablo Villalobos (Guadalajara, 1973) en La Violeta. Se trata de un centro de cultura popular del barrio barcelonés de Gràcia, en cuya recepción un ruidoso corro de niños y padres, músicos y periodistas está esperando impacientemente, pero no a Villalobos sino a l’home dels nassos. El hombre de las narices es un personaje tradicional de Cataluña que, según se cuenta a los más pequeños, tiene tantas narices como días le quedan al año, pero solo se deja ver el 31 de diciembre. Por suerte, el cabezudo del hombre de las narices llega pronto y, después de la recepción de la banda, vuelve a salir a la calle, seguido por la comitiva. Mientras el pasacalles se aleja, nos preguntamos si Villalobos nos ha citado justo aquí, en la cafetería de La Violeta, para que veamos esta escena tan carnavalesca. Porque la infancia y el humor están muy presentes en las primeras novelas de Juan Pablo Villalobos, Fiesta en la madriguera (Anagrama, 2010) y Si viviéramos en un lugar normal (2012), que junto a Te vendo un perro (2015) conforman lo que ciertos críticos han llamado una «trilogía de México». Con No voy a pedirle a nadie que me crea (2016), su última novela, en parte ambientada en este barrio, ganó el 34.º Premio Herralde de Novela. Pero su último libro es Yo tuve un sueño (2018), diez historias reales de niños migrantes centroamericanos que lograron llegar a Estados Unidos.

Cuando el jolgorio del hombre de las narices y sus pequeños seguidores apenas se escucha, Juan Pablo Villalobos entra por la puerta de la cafetería, ajeno a todo. De haberse cruzado con el tropel, no se habría sorprendido: lleva más de diez años viviendo en Barcelona.

En varias entrevistas cuentas cómo publicaste tu primer libro, Fiesta en la madriguera. ¿Alguna vez piensas qué habrías hecho si Anagrama no te lo hubiera publicado? ¿Tenías un plan B?
Pues más bien ese era el plan B. Es decir, al ser una primera novela y al no tener yo agente ni contactos ni relaciones familiares en el mundo editorial, me parecía más lógico que la publicara una editorial pequeña, independiente, mexicana. Antes de mandarla a Anagrama, yo había enviado la novela a algunas editoriales con esas características. Ninguna la rechazó, de alguna manera había una señal de que se podía publicar. Lo que pasa con las editoriales pequeñas es que tienen poca capacidad de publicación. Ellos publican unos cuantos títulos al año y muchas veces tienen ya el programa definido de ese y la mitad del año siguiente. Y, además, saben que un autor de la casa les va a entregar un nuevo manuscrito… Entonces, hay poco espacio para escritores nuevos. Un día me cansé de esperar a que esas editoriales pequeñas se decidieran e intenté lo de Anagrama, que era el plan B. Porque una gran editorial me parecía una fantasía, era un poco difícil que me publicaran de la nada. Y resultó que la acabaron publicando.

Alguna vez mencionaste que cuando eras adolescente tenías una carpeta con cuatrocientas páginas de poemas, canciones, y que un amigo te la perdió…
No me acordaba que había contado eso [risas]. ¿A quién se lo conté?

A Daniel Fermín, de Zenda, en 2017.
Sí, es verdad. Era todo lo que había escrito desde la adolescencia, desde los catorce o quince años, hasta aquel momento, que tendría diecinueve. Y era una carpeta llena de páginas arrancadas de cuadernos, la mayoría escritas a mano y algunas a máquina. Y en realidad con este amigo…

¿Todavía es amigo?
Bueno, no. Pero no por eso sino porque cada quién siguió caminos distintos; de hecho, lo vi hace hace unos años. Sin rencor, quiero decir [risas]. Un día este amigo me pidió que si le dejaba leer mi carpeta porque él también tenía ciertas inclinaciones literarias y montaba unas lecturas dramatizadas en un bar, una especie de performance leyendo textos, y se le ocurrió que podía hacer algo con lo mío. Y lo perdió.

¿Intentaste volver a escribir algo de lo que ahí habías perdido?
No, no valía la pena. Eran ejercicios de escritura, cosas muy breves, incluso ideas que había abandonado, algunos poemas (nunca volví a escribir poesía), canciones escritas para amigos, cuentos… Pero eran fragmentos. Me gustaría tenerlo porque creo que ahí había una especie de educación sentimental, el proceso que confirmaba ese impulso vital por escribir. Había una cierta ingenuidad en ese impulso pero era más genuino, en el sentido de creer que tienes algo que decir, preguntas que te haces y piensas que escribiendo vas a encontrar respuestas. Es una visión muy naíf.

Para la gente que en estos tiempos empieza escribir, es habitual hacerlo en internet. ¿Alguna vez has escrito un blog?
Tuve un blog durante un tiempo, cuando llegué a vivir acá a Barcelona, en 2003. Fui poniendo algunas cosas que publicaba en México, en un suplemento del diario Milenio de Veracruz, que se editaba en Xalapa, donde yo había vivido y había conocido al editor antes de venirme a Barcelona. Y le dije: «oye, ¿por qué no te mando unas crónicas de viaje o alguna cosa?».

¿Eran sobre Barcelona?
Sí, y sobre lugares a los que viajaba mientras estaba aquí. Era una columna que no tenía regularidad ni compromiso: cuando tenía algo lo mandaba; pero escribí bastante. Me tomé estas crónicas como un divertimento y en ellas fui encontrando un tono narrativo que tiene más que ver con lo que después hice en las novelas. Y eran crónicas entre comillas, más bien eran ficción. Por ejemplo, había una en la que que yo caminaba por el barrio de Gràcia y que tiene mucho que ver con No voy a pedirle a nadie que me crea; hablaba de los grafitis del barrio, pero cambié un poco el mapa para que el recorrido tuviera una cierta coherencia. Y había otra sobre el día que la gente de Barcelona saca los muebles que no quiere a la calle: yo caminaba por el Galvany, un barrio bastante pijo que está aquí al lado, y me quedé alucinando porque había muebles muy buenos tirados para que se los llevara el camión y gente recogiéndolos; tenía poco que había llegado a Barcelona y esas escenas todavía me parecían chocantes. De ese tipo de mirada de extrañamiento, mezclada con mucha ficción, mucha exageración y mucha hipérbole, salían esas crónicas.

Anagrama

Y hablando un poco más de tus libros, en los primeros había solo un narrador mientras que en los últimos (No voy a pedirle a nadie que me crea, Yo tuve un sueño) hay muchas instancias narrativas. ¿Era esto una necesidad de explorar el uso de más voces?
Yo creo que se dio en parte por una especie de cansancio de quedarte atado a una voz durante toda una novela. La escritura de una novela se alarga mucho, por lo menos para mí, cosa de un año y medio o dos años, y encontrar una voz es un proceso tortuoso, que puede volverse algo paranoico. Por ejemplo, cuando empecé a escribir No voy a pedirle a nadie que me crea no pensé, de entrada, que tendría cuatro narradores. Otra vez estaba buscando una voz y tenía muchos problemas para encontrarla: era la voz de Juan Pablo, el primer narrador del libro. Y cuando por fin sentí que más o menos había algo y empezaron a surgir los personajes y la trama, me pareció que podía contarse la novela desde diferentes perspectivas. La voz de la madre salió muy fácil, y también la del primo, y ahí lo confirmé. Esta fue la única vez en mi vida que he escrito algo que me ha salido tan fácil. Y había más voces, solo que las fui quitando porque vi que se me iba mucho de las manos la novela. En aquel entonces incluso pensé que daba para continuarla, para tres o cuatro libros más, como una saga, pero ahora me da pereza, me interesan otras cosas. Pero en aquel momento la estrategia para poder descartar las otras voces fue pensar «ya las usaré después, en otras novelas».

Las voces que sí usas a menudo son las de niños, desde el primer libro hasta este último. ¿Hay alguna razón?
Eso podría explicarlo el psicoanálisis, supongo [risas]. Siempre intento buscar voces que narren desde el extrañamiento, en general, o desde la marginalidad, si se quiere, desde la irreverencia. Y los niños todavía tienen esa capacidad de extrañarse ante las cosas más obvias para nosotros. También me gusta mucho el malentendido como mecanismo narrativo y los niños son perfectos para interpretar las cosas de manera insólita, absurda, claramente equivocada o distorsionada, pero con potencial literario. En Fiesta en la madriguera y los relatos de Yo tuve un sueño, el narrador es realmente infantil, mientras que en Si viviéramos en un lugar normal hay una trampa, porque el narrador tiene emociones de adolescente pero intelectualmente es un adulto, narra con distancia ideológica. En Te vendo un perro, el narrador es un viejo, que narra desde los márgenes de la historia y Juan Pablo y Valentina de No voy a pedirle a nadie que me crea son inmigrantes recién llegados a Barcelona, con una mirada más interesante, menos informada, que la que yo tengo ahora, quince años después. Para mí, parte de lo literario está en encontrar esa mirada extraña que cuestione lo que suele entenderse por lo real.

En Yo tuve un sueño, los títulos de los cuentos, bastante largos, y el estilo, muy oral, sencillo y elíptico, recuerdan un poco a El llano en llamas de Juan Rulfo. ¿Tienes algún libro en mente cuando estás escribiendo?
Las influencias siempre son inadvertidas, pero sería una mentira decir que no existen, más bien pasan inadvertidas en el momento de creación. Y en mi caso justamente cuando doy entrevistas, surgen estas cuestiones. Sobre todo con Fiesta en la madriguera, me preguntaban: «Â¿en quién te inspiraste para la voz infantil, de dónde surgió, tienes hijos?». Y yo siempre respondía que no, que esa no era una voz real de un niño, sino una voz literaria con referencias literarias. Y entonces me decían: «bueno, ¿pues qué referencias tiene?» [risas]. Y ahí fue cuando recordé el Cartucho de Nellie Campobello, un libro de cuentos de la revolución mexicana narrados por una niña y que hacía mucho que yo no leía. Tuve la intuición de que podía estar relacionado, lo releí y me impresioné porque ahí había mucho, muchísimo: esa mirada inocente sobre la violencia, la crueldad disfrazada de chiste, etc. A partir de entonces sí que he ido reflexionando sobre ello.

¿Y has encontrado alguna otra influencia en tus libros?
Yo creo que el proceso de escritura de mis novelas es, por una parte, mi proceso de alejamiento de México y, por otra, la incorporación de influencias de otras tradiciones literarias, así como mi trabajo de traductor, todo está mezclado. Pero es verdad esto que dices de Rulfo en Yo tuve un sueño, no lo había pensado y es probable que haya algo. Aunque todas las frases de los títulos son literales, en el sentido de que las saqué del discurso de los testimonios. De pronto al escucharlas oí ecos de Rulfo sin darme cuenta [risas].

Y quizás algunas escenas de No voy a pedirle a nadie que me crea recuerdan a escenas de Palinuro de México: a la vez cómicas, intelectuales y escatológicas.
Pues lo del Palinuro lo veo más difuso. Me gusta mucho Fernando del Paso, pero para mí no es tan evidente.

Se ha dicho que tus tres primeras novelas son una «trilogía de México». ¿La concebiste de forma consciente?
Cuando escribí Fiesta en la madriguera no, porque ni siquiera sabía si iba a conseguir publicarlo o a seguir escribiendo. Pero una vez que se publicó, cuando estaba terminando de escribir la segunda, Si viviéramos en un lugar normal, me vino la idea de hacer tres libros. Con lo de la trilogía quería marcar un antes y un después. Pero también me parece muy tajante este tipo de decisiones, como decir «yo nunca voy a volver a hacer esto».

O sea que te planteas volver a escribir sobre México…
Sí, claro. De hecho, no es que lo haya dejado sino que en aquel momento me pareció que la perspectiva estrictamente mexicana dejaba de funcionar para mí, es decir, que había que mezclarla con otras cosas. Seguiré escribiendo sobre México siempre, pero desde otro lugar: el lugar del expatriado, del inmigrante…

Este precisamente es el tema de tu último libro, Yo tuve un sueño, y parece que estos días, con la Caravana Migrante, estamos viendo la cara más racista y xenófoba de México. Tú mismo, como inmigrante, ¿cómo ves a México desde fuera en este tema?
Creo que es un fenómeno global, no exclusivo de México ni de España o de Brasil. Me parece un ciclo que nos va a dar unos años duros; o al menos espero que sea solo eso, un ciclo. Y hay que posicionarse ante estos fenómenos, porque no tienen ambigüedad: hay que estar siempre contra el fascismo, siempre defendiendo una posición democrática. Gran parte del mundo intelectual y literario, ya sea por hacerse el inteligente, el provocador o el políticamente incorrecto y por hacer negocio, trata de defender una posición ambigua. «Bueno, tampoco exageremos, veamos qué hace Bolsonaro…». ¿Quieres esperar a ver qué hace? No, no hay que esperar nada. «Démosle una oportunidad…». No, no le demos una oportunidad. «Hombre, igual VOX no es lo que dice, si llegaran al gobierno ya veríamos…». No. Esto genera mucha confusión y yo creo que es necesaria una postura muy clara. México es el segundo país con más emigrantes del mundo, 12,5 millones, y que ahí exista un movimiento antimigrante es… directamente ridículo. También pasa en Italia, con un altísimo número de emigrantes, y tiene a Salvini. Pero más allá de estos que coquetean ambiguamente con el tema y hacen negocio con él, lo que más me preocupa es la gente que ahora ve la oportunidad de decir lo que piensa de verdad. Son un porcentaje no representativo de la población, pero hacen mucho ruido. Y en Brasil también se está viendo: «Antes me callaba mis burradas porque obviamente son tonterías, pero ahora veo que me las aplauden y puedo decir lo que pienso realmente, ¿no? ¡Hay que matar a la gente que se mete en mi casa!». Pues no.

En tus novelas hay críticas muy fuertes tratadas siempre con mucho humor. ¿Cómo se logra que el lector no se quede solo con la parte humorística?
Yo asumo que el lector es inteligente, que sabe ver las contradicciones y que entiende que el humor intenta ser crítico. Pero hay lectores que se ríen, por ejemplo, de los chistes racistas o clasistas de la madre de Juan Pablo [en No voy a pedirle a nadie que me crea], porque piensan igual que ella: se reconocen en un espejo pero no se ven críticamente. Para mí resulta obvio, pero hay lectores y lectores. También hay políticos que me siguen o me escriben en Twitter y pienso que no han leído mis libros o que los han entendido un poquito mal. Pasa muchísimo en las redes: tú haces bromas y la gente cree que es literal. Es un peligro para los escritores, pero hay que hacerse responsable de los efectos que tenga una obra. No como en algunos escándalos del periodismo: una columna que ofende y luego el autor dice: «no, no quería decir eso, lo están malinterpretando». Hombre, si lo malinterpretan veinte mil personas, probablemente el autor o el texto son el problema, no la interpretación.

El humor ha sido una constante en tus libros excepto en el último, Yo tuve un sueño. ¿El tema de los migrantes centroamericanos en EE. UU. requería un enfoque diferente?
Es que es otra cosa. Yo tuve un sueño es un libro que no tiene nada que ver en términos estilísticos o ideológicos con lo que yo he hecho en la ficción. Evidentemente, en la no ficción yo no puedo manipular el material para producir algo que se adecúe a lo que yo quiero contar. Y también me parecía bien hacer algo distinto. Pero sí reaparece la búsqueda de voces narrativas. Para mí en el tono narrativo y en la sintaxis hay una visión del mundo.

¿Y te has sentido cómodo en este nuevo tono, esta nueva forma de escribir?
Me he sentido cómodo en la escritura, pero no me deja cómodo lo que sucede después, con el libro ya publicado. Me parece que ahí hay un problema ético. Por eso no he hecho prácticamente nada de divulgación o promoción, comparado con lo que suelo hacer con mis novelas, porque no me siento a gusto. Yo hice lo que tenía que hacer, que era escribir el libro, luego la editorial hace lo que tiene que hacer para venderlo. Pero me incomoda el hacer mucho ruido. Mucha gente que publica un libro sobre algún tema polémico escribe luego textos afines para llevar al lector a su libro. Con la Caravana Migrante todo el mundo me dijo: «ya está, te hicieron la campaña de márketing». Y esto solo aumentó la incomodidad que ya tenía con el tema. De hecho, diferentes medios me pidieron que escribiera algo y lo rechacé todo. El espíritu del libro era que yo no apareciera en él, así que no quiero traicionar eso. Evidentemente mis opiniones están ahí porque yo elijo qué contar, el punto de vista, el tono. Esas decisiones son opiniones. De hecho, podría haber escrito un libro xenófobo perfectamente, manipulando los mismos testimonios. En Yo tuve un sueño hay una mirada, que es la mía, pero no es explícita. No quiero convertirme en portavoz de nada.

¿Pero no piensas que, por otro lado, esto ayudaría a que se conociera más este tema?
No hace falta, creo. O yo no quiero hacerlo, que lo haga otro. Ahí es donde veo el problema ético. Se ve mucho en las redes sociales. Hay quien publica un libro sobre un tema de actualidad y luego se la pasa en Twitter hablando de eso, interpretando todas las noticias en esa clave, escribiendo reportajes, artículos, columnas. Es un negocio, en el fondo, para traer agua a tu molino, y éticamente es muy difícil de defender porque parece que lo que interesa es vender libros, que te contraten para dar un taller o que te lleven de viaje. En España ha sido grotesco en algunos casos. A mí me parece que eso deslegitima al libro en sí. Es complicado. Y no digo que esté mal, digo que tiene una solución complicada. Hay quien lo hace y te lo puede explicar, se lo toma como si fuera embajador del tema. Lo entiendo, pero a mí me incomoda.

En No voy a pedirle a nadie que me crea juegas mucho con los equívocos propios de la autoficción, sobre todo con Juan Pablo, un personaje que se parece mucho a ti. ¿Has tenido alguna experiencia cómica con algún lector que te haya interpretado literalmente?
Yo creo que el lector no especializado, el lector que no es escritor, periodista, académico o crítico, hace casi siempre una asociación entre autor y narrador, establece un vínculo autobiográfico con lo que escribes. Aunque yo escriba una novela ambientada en el Congo belga, alguien puede decir: «ah, con esto te refieres a cuando te separaste y ese soldado eres tú». En ese sentido, No voy a pedirle a nadie que me crea me sirvió para decirle a mi gente más cercana: «así funciona la ficción». Mientras leían se decían: «ah, esto es verdad, se fue a Barcelona, vivió en Veracruz, estudió aquello, pero nada de lo que cuenta ha pasado y la madre de Juan Pablo no es así». La ficción no siempre se tiene que leer como si hubiera ahí algo autobiográfico, aunque en lo más profundo sí que lo hay, indirectamente, pero no en ese nivel de literalidad que la gente quiere ver. De hecho, hay elementos muy autobiográficos en el personaje de Valentina, como mi tesis de licenciatura y ciertas cosas que me pasaron en Barcelona. Yo estoy más cerca de Valentina que de Juan Pablo, en términos autobiográficos.

En tus otros libros también parodias otras formas literarias. ¿Siempre que escribes tienes en mente un género al que quieres atacar?
Me interesan mucho, desde un punto de vista formal, los géneros: cuáles son sus reglas, las opciones que dan y sus posibles transgresiones. De hecho, la utilización de un género para parodiarlo es el origen de muchos de mis proyectos, que algunos caminan y otros no, pero de ahí me vienen ideas. En las otras tres novelas que he escrito quizás era menos evidente que en No voy a pedirle a nadie que me crea, pero también estaba ahí. Te vendo un perro fue una huida de una novela histórica que no quería o no podía escribir, Si viviéramos en un lugar normal intentaba ser una novela política pero de una manera no convencional, Fiesta en la madriguera jugaba con la narconovela… Creo que bastante de lo que leemos, y vale la pena, sigue este patrón.

Guillem González y Alejandro Merino

Guillem González (Barcelona, 1986) es profesor de español en Cracovia. Estudió Humanidades en la UPF de Barcelona y luego un máster en Formación e investigación literaria y teatral en la UNED. Tiene un blog, 'De mí me río', y colabora en diversas revistas. |
Alejandro Merino (Ciudad de México, 1982) estudió Física y Periodismo y, posteriormente, un máster en Historia del Pensamiento. Ha vivido en Estados Unidos, la India y Polonia, donde actualmente enseña español. Tiene diversos cuentos publicados en revistas, un poemario ('Cada muerte el fin del mundo', Adarve, 2018) y un blog: untalmerino.com

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