La huella. Pierre Bergounioux
Traducción de Isabel Trillo y Miguel Ãngel Pando
DÃas Contados (Barcelona, 2010)
Bajo el tÃtulo genérico de La huella el presente volumen recoge dos piezas breves del prolÃfico escritor francés de origen lemosÃn Pierre Bergounioux titulados «Puntos cardinales» (Points cardinaux, 1995) y «La huella» (L’empreinte, 2007).
Se trata prácticamente de la primera obra de Bergounioux traducida al castellano, y no se me ocurre ninguna explicación plausible para esta falta de atención por parte del mundo editorial español hacia su extensa obra, como no sea consecuencia del funesto prejuicio hacia la literatura «de ideas», y más si es de origen francés; Bergounioux lleva publicando, desde mediados de los años ochenta del siglo pasado, con una regularidad de metrónomo, al menos un volumen al año de una obra que se resiste a la clasificación: prosa filosófica, autobiografÃa, autoficción, carnets que abarcan una década, ensayos sobre temas escurridizos, numerosas colaboraciones en revistas y en publicaciones periódicas… Un conjunto de piezas, en suma, que bien podrÃan considerarse capÃtulos no consecutivos en el tiempo ni contiguos en el contenido, de una sola gran obra cuya temática podrÃa ser su propia existencia, recreada mediante una especie de inspiración autobiográfica que busca, mediante la escritura de episodios breves y la reiteración en los temas, aquellos elementos que persisten inamovibles pese al transcurso del tiempo, y que solemos llamar individualidad.
Unos motivos literarios tan particulares requieren, para su correcta exposición, un estilo narrativo poco común. Bergounioux es una referencia en la frase formalmente corta pero de largo alcance en cuanto a contenido, el estilo frÃo, cortante casi, en el que la economÃa en la expresión es el reverso de una impresionante riqueza de significados. A menudo ha sido comparado con Pierre Michon y Pascal Quignard, pero esa comparación no es válida; la prosa de Bergounioux es mucho más esencial, sin la artificiosidad del primero ni la pretenciosidad del segundo. Las palabras de Bergounioux son las justas, tanto en el aspecto numérico como en el de la precisión, para revelar un riquÃsimo mundo de significados, uno de los mejores regalos que pueden hacerse al lector inquieto: es tanto y tan variado lo que puede hallarse tras sus sugerentes frases que cada lectura es, necesariamente, un descubrimiento.
«La huella» es un homenaje a Brive-la-Gaillarde, localidad natal del escritor, cuyo narrador fantasea con la idea de la relación entre las particularidades del paisaje, tanto fÃsico como humano, y el carácter de los nativos; asÃ, igual que considera que
«para tomar la medida del mundo hacen falta vastos horizontes»,
y cita como ejemplo a Descartes en la llanura alemana, los paisajes recogidos dan la sensación contraria:
«Con la ayuda de la conformación natural del lugar, pude creer que éste encerraba el conjunto de la creación o, es igual, que la suma de lo existente cabÃa en su interior».
La memoria de la infancia está llena de olores, de sonidos, de sabores; de carreteras estrechas, «abombadas», con los juegos de sombra que producen los árboles en los márgenes, recorridas en un automóvil que parecÃa conocerlas de memoria; y del mar,
«Era inmenso y glauco, crestado de espuma e increÃble. Era el mar».
esa incógnita apenas desvelada por los libros de la infancia. Sensaciones, experiencias, recuerdos de un tiempo pasado y de un lugar al que no se puede volver.
Junto a los viajes reales, a otras poblaciones del entorno, primero; más lejos después, incluso al lejano ParÃs de las pelÃculas; y mucho más lejos más tarde, los viajes a la lectura, al interior de los libros:
«TenÃa entre las manos uno de esos volúmenes que son, cuando se los abre, como un rincón escondido en la espesura del mundo».
Tal vez no sean los únicos recuerdos válidos, pero sà los más útiles, aunque utilidad no sea quizás el término exacto, aquellos que miramos a través del tamiz de la perspectiva. En todo caso, para observar, más vale detenerse en aquellos puntos elevados que alejan el horizonte. No se puede apreciar la grandiosidad de un valle desde la orilla del rÃo que discurre por su interior, ni un episodio de la propia vida desde el momento en que es vivido.
«Sólo los conoceremos por lo que somos después de haber dejado de serlo. El exilio está en el principio de conocimiento y cualquier conocimiento es un exilio».
«Puntos cardinales» empieza donde acaba «La huella». La mirada se abre y, al tiempo que se aleja, como esos objetivos angulares de las cámaras fotográficas, de «la concavidad» en la que se halla resguardada la región de Brive, abarca las regiones limÃtrofes desde los cuatro puntos cardinales. La llegada de un hermano del narrador, un coche más potente y el hecho de que la madre supiera conducir contribuyen a descubrir el mundo, antes sólo si acaso adivinado, situado más allá de donde alcanzaba la vista. Un mundo nuevo que facilita también el acceso a nuevas experiencias y, transcurrido el tiempo, a nuevos recuerdos.
Entre esos recuerdos, la excepcionalidad de la preparación de la excursión familiar semanal, con todo un horizonte por descubrir y la emoción que provoca la expectativa acerca de lo que puede deparar el viaje a lo desconocido.
«Tenemos la premonición de lo que no va bien, de los obstáculos, del Norte, del exilio que el tiempo nos reserva. La pura felicidad que nos confiere, al principio, adivinamos de forma confusa que es precaria. Cuán frágil y fugitivo es el buen momento, el lado bueno».
Pero no sólo por carreteras secundarias transcurre el viaje a los confines, para los ojos infantiles, de la región. También de rÃos majestuosos, de bosques misteriosos, de cantos rodados que guardan la memoria, y las cicatrices, de múltiples siglos, y que nos hablan en su peculiar lenguaje, más inteligible cuanto más elemental.
«HabÃa allà montones que no eran más que guijarros. Pero otros eran, al mismo tiempo, otra cosa -una mujer inclinada bajo sus velos de luto, mientras que la forma dominante era la del huevo o la del riñón, o bien la de la luna, cuya esfera de cuarzo lechoso, ligeramente rosado, brillaba a plena luz del dÃa bajo algunos centÃmetros de agua».
Joan Flores Constans
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