«La primera guerra de Hitler», de Thomas Weber | Revista de Letras
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“He vivido las cosas que describo aquÃ- y peores que las que describo-. Aquellos oficiales, que cultivaban champiñones para ellos, en vez de ocuparse de los soldados enfermos; que se escondÃan en un refugio cuando llegaba el fuego artillero; que querÃan castigar a un enfermero porque no llevaba el distintivo de enfermero que tenÃa que llevar; que estaban borrachos cuando era decisivo que estuvieran sobrios: puedo decir los nombres de aquellos oficiales y tengo testigos que podrÃan corroborar la veracidad de lo que he descritoâ€.
(Alexander Moritz Frey y su visión sobre el Regimiento List).
Adlof Hitler (abajo a la izquierda) junto a compañeros del Regimiento List (foto: Katharina Weiss)
La primera guerra de Hitler de Thomas Weber tiene entre sus mayores virtudes el modo en que se ha enfocado la investigación. Con la primera parte se desmiente el mito del aguerrido caporal. Ni eso. Nunca ascendió de rango y tampoco mostró dotes de mando ni capacidad de liderazgo. Era uno más en menos, un taciturno privilegiado sin grandes amigos. EscribÃa pocas cartas, y cuando recibÃa permisos no acudÃa raudo y veloz a ningún destino en particular, prefiriendo viajar en plan turista por Alemania sin detectar ni por asomo el lamentable y alicaÃdo estado de ánimo de la población. El único rasgo que permite vislumbrar al fanático del mañana es su nulo derrotismo, su fe a prueba de bombas la victoria final.
Hablamos de un individuo que se alista con veinticinco primaveras en una fuga hacia delante carente de contenido polÃtico, neutro hasta en su antisemitismo. Fue un judÃo del regimiento, Hugo Guttmann, quien propuso a Hitler para la Cruz de Hierro de primera clase, hecho que motivará una de las múltiples tramas detectivescas que el dictador emprenderá en la cumbre de su poder para hacer desaparecer cualquier indicio que se desviara del guión marcado en el relato oficial de valor, coraje y apoteosis.
SÃ, fue herido dos veces, la última en 1918, dato que nos traslada al segundo sector del ensayo, el perÃodo oscuro de la inmediata posguerra entre una ceguera psicosomática, la surrealista participación del Führer en el sepelio de Kurt Eisner, artÃfice de la revolución que derrocó a la monarquÃa en Baviera, y su apuesta por un modesto partido de trabajadores, plataforma que derivó en el Nacionalsocialismo, estructurado en su jerarquÃa desde esquemas cuartelarios, con tÃtulos rimbombantes que proporcionaban ego a sus portadores, magnÃfico ardid en pos de obtener rendimiento y compromiso para la causa.
La historia de las vicisitudes de Hitler es bien sabida. Weber le confiere otra dimensión al escarbar en lo concreto centrándose en la afinidad de sus antiguos compañeros de regimiento. Tal análisis exhibe una escasa adhesión a los postulados nazis hasta 1933, un ligero incremento hasta la invasión de Polonia y un continuo desentenderse hasta abril de 1945, con los rusos a las puertas de la cancillerÃa. La evolución cuadra con la del resto de la ciudadanÃa del Reich. Los que le siguieron la corriente lo hicieron, salvo contadas excepciones, desde una óptica conservadora que esperaba del nazismo un retorno al orden tras las convulsiones de la República de Weimar, rematada y en coma profundo desde el crack bursátil de 1929.