Niñas y detectives. Giovanna Rivero
Bartleby Editores (Madrid, 2009)
Jab*
Los relatos de Giovanna Rivero golpean la mente del lector. Bien por el tema, bien por la forma narrativa, Giovanna quiere que nadie se quede indiferente ante sus propuestas literarias.
En Niñas y detectives nos ofrece una variada muestra de su bien hacer. Lo primero que llama la atención es su capacidad para contar un hecho sucedido tiempo atrás (anticipado en el primer párrafo de tal manera que contiene la esencia del relato). El lector se siente instalado en ese antes que se narra sin notar la transición temporal. Eso demuestra dos cosas: que sigue la norma que dice que en el primer párrafo debe estar contenido todo el cuento y que los cambios (tono narrativo, trama, tiempo de la acción) los marca en el relato cuando verdaderamente llega el momento, utilizando todo el poder que ofrece la narrativa para golpear.
El atrevimiento de Giovanna Rivero con temas y actitudes que podÃan considerarse tabú, es otro directo al mentón del lector. En alguno de estos cuentos como Honorarios, no sólo busca esa conmoción, sino que provoca el nocaut. Todo ese cuento se resume en el tÃtulo.
Destacan otros relatos como Medusa, con el que se abre el libro, Olas de satén o Sangre dulce, cuento ampliamente antologado. Sin embargo, el cuento que acompaña esta reseña, Perras y soldaditos, es la muestra definitiva de lo que el cuento significa para Giovanna Rivero.
Gracias a la autora y a su editor, Pepo Paz, puedo ofrecerles esta joya del arte de la narración breve.
Lean y opinen.
*Jab – Un puñetazo veloz y directo, lanzado con la mano delantera desde la posición de guardia (fuente: Wikipedia)
Esteban Gutiérrez Gómez
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Perras y soldaditos
Acababa de cumplir nueve años cuando ocurrió lo que voy a contarles. Mi abuela habÃa comprado a Yerka para que inspirara respeto a los soldaditos del Control PolÃtico de GarcÃa Meza. Yerka era grande y peluda, y cuando sonreÃa, porque les juro que antes de que ocurriera lo que ocurrió, la perra sonreÃa, mostraba unos colmillos tan blancos que me provocaba envidia, porque aunque yo le daba duro con el kolinos, nunca pude conseguir ese brillo. Después de que Yerka hiciera lo que hizo, mi abuela empezó a envejecer; a veces uno se identifica con los animales más que con las personas, y es posible que mi abuela se hubiera sentido culpable. No sé de qué modo ella podrÃa haberse sentido culpable por lo que ocurrió, pero es una impresión que me salta cada vez que pienso en ese asunto. Después de eso, nunca más hubo animales en la casa de mi abuela, nunca hubo, por decirlo de algún modo, ninguna criatura cuya forma de proceder se volviera incomprensible para la inteligencia humana. Los motivos de los animales son siempre extraños y si tratas de entenderlos puedes enloquecer. Sin embargo, hasta mis nueve años, los más felices de mi vida, tenÃamos a LucÃa, una gata de ojos bicolores, a Yerka, la perra sonriente, y tres gallinas ponedoras que alegraban mi infancia. En el caso de las gallinas, y aquà el lector puede pensar que me contradigo en cuanto a mis apreciaciones sobre los humanos y los animales, la razón para mimarlas y darles de comer de la propia mano era diabólicamente benevolente: la idea era engordarlas, engordarlas y engordarlas para desplumarlas en Navidad, a ellas y sus pollitos. Confieso que esto no me hacÃa sentir mal. En cada bocado que me metÃa a la boca, una alegrÃa ácida me hacÃa salivar, me abrÃa el apetito. Comer lo que tú mismo has alimentado es un aderezo irresistible.
LucÃa, la gata, siempre fue más astuta. No confiaba demasiado en los humanos, sospechaba que éramos seres crueles, del modo en que se puede ser cruel cuando eres humano. Quiero decir que hay formas de ser cruel y que los otros, estos seres a quienes creemos domesticar, también pueden ser crueles. Cuando a LucÃa le tocaba parir elegÃa tejados ajenos, sus crÃas eran bolas diminutas de pelos blancos y ojos bicolores que decÃan con un precoz cinismo: “los venden en óptica El Ojo Malditoâ€. La extradición de los gatitos era imposible. Los vecinos del lado izquierdo de la casa – donde casi siempre LucÃa decidÃa alumbrar– se enternecÃan y caÃan en la trampa del amor. Allá ellos con los dominios felinos a los que acababan de rendirse. Los vecinos del lado derecho de la casa, bueno, ella, la gorda enorme, sólo tenÃa un loro, un loro eterno y verde, y odiaba al resto de los animales. El loro decÃa “¡judÃos, judÃos!†en cuanto veÃa a uno de nuestros animales, fuera la gata, la perra o las gallinas. Pero no es del loro que quiero contarles, esto se trata de Yerka.
Ese verano, Yerka ostentaba una panza enorme y seis magnÃficos pezones, toda una madre. Por las tardes, Yerka se despatarraba sobre la losa frÃa del umbral para soportar el calor. Ese verano, los soldaditos sufrieron más que nunca, entraban a las casas y miraban bajo los catres y en los roperos por si encontraban a algún traidor a la patria. Con el tiempo, llegué a pensar que los traidores a la patria eran hombres que se acostaban con mujeres casadas y con viudas, una imprecisión, sin duda. Una vez realizada la inspección, los soldaditos exigÃan agua, bebÃan desaforados, se mojaban la nuca y seguÃan con la siguiente casa. Esto podÃa ocurrir cualquier dÃa de cualquier semana de aquel verano. TÃo Pinocho acababa de volver de La Paz, donde estaba terminando SociologÃa, y el pequeño infierno lo esperaba para cocinarle las tripas. Era la forma en que mi abuela se referÃa al futuro de sus hijos y sobrinos que habÃan preferido los estudios universitarios a los cupos para sembrar caña. Ese verano tÃo Pinocho no quiso llevarme a upa sobre sus hombros. Se sentaba bajo la parra de uva a pensar, eso decÃa, “quiero pensarâ€, y pensaba. Pensar cansa. TÃo Pinocho sudaba, pero no de la forma en que el verano te hace sudar, sudaba por las manos y por la frente, con gotitas frÃas y perfectas, canicas de cristal para jugar a las guerras. Eso era pensar. TÃo Pinocho abrÃa las palmas de las manos y Yerka se las lamÃa.
– ¿Por qué no tienes uñas? TÃo, ¿por qué no tienes uñas? ¿Por qué, por qué, por qué?
Los tÃos no son lobos feroces. No mi tÃo, él no era el tipo de persona que fuera a contestarte: “para limpiarte mejor los oÃdosâ€.
– ¿Van a crecerte de nuevo las uñas?
Pero pensar te atonta. Pensar te quita las ganas de tener amigos. Por lo menos mientras te crecen las uñas. Yerka lo lamÃa como toda una madre, esa panza era su tercera camada y ella ya tenÃa experiencia. Aun ahora creo que a tÃo le crecieron de nuevo las uñas por las lamidas de Yerka, la entrega con que Yerka lo cuidó, como toda una perra, una amiga verdadera y leal, alguien que no tiene un solo pensamiento de crueldad hacia ti.
Yo estaba feliz de tener nueve años aquel verano. No me importaba vivir en el pequeño infierno, no sabÃa que eso era un pequeño infierno. Cuando seas grande, me recomendaba mi abuela, vas a irte de aquÃ, no vas a volver, aquà no hay nada para nadie. Pero por ese entonces yo era feliz y me gustaba ver pensar a mi tÃo bajo la parra de uva. Además, LucÃa nos habÃa traÃdo un gatito asustado. Los ojos bicolores no le servÃan para nada, le habÃa nacido ciego. Nos enteramos de que todos los gatitos le habÃan nacido ciegos cuando vino la gorda de la vecina con una bolsa movediza, vociferando, gritándole a mi abuela acerca de ciertos abusos de confianza que ciertas personas se mandaban como si tal cosa. Su cocina, dijo la gorda, no era un lugar para que las gatas ajenas vinieran a parir ensangrentándolo todo, qué asco, decÃa la gorda, y vociferaba sobre la educación y por qué estaba de acuerdo con GarcÃa Meza y los soldaditos que transpiraban como chinos para recuperar el mar y poner algo de orden en la nación. Dijo que su loro habÃa empezado a gritar “¡judÃos, judÃos!†y que si un loro podÃa darse cuenta de las cochinadas de otros, cómo era posible que una persona no pudiera ser considerada con los demás. Un abuso de confianza. En ciertas casas, dijo la vieja gorda, indicando con el Ãndice cuál era esa cierta casa, y por supuesto apuntando a nuestra casa, no habÃa diferencia entre las personas y los animales. No habÃa ninguna diferencia, vociferaba, todos éramos unas bestias.
Y este es el punto donde Yerka crea un problema. Porque Yerka le salta a la vieja gorda y le arranca un pedazo de mejilla. Nadie vaya a creer que Yerka se comió el cachete, esto, en honor a la verdad, no ocurrió nunca. Que luego la vieja gorda dijera que Yerka era una perra muerta de hambre porque mi abuela era un puñete de avara, es una exageración. Yerka le arrancó la mejilla y se la llevó a su escondite como si llevara un hueso. En honor a la verdad, mi abuela acompañó a la vieja gorda hasta el hospital y luego estuvo pagando la curación durante largo, largo tiempo, incluso después de que llegaron los sures, el invierno, la primavera, la Navidad y yo cumplà diez años y luego once, doce, y el pequeño infierno se hizo todavÃa más pequeño.
El verdadero problema, sin embargo, no fue la mejilla arrancada, sino la venganza de la vecina gorda. La vieja “Máscara de plata†– que asà empezaron a llamarla los chicos de la cuadra– avisó al Control PolÃtico que mi tÃo Pinocho se pasaba la tarde “craneandoâ€, asà dijo la gorda, “craneando†un modo de tomar el poder. Los soldaditos vinieron una tarde, la más calurosa de todas las tardes, e hicieron todo al revés, es decir, primero exigieron agua, mi abuela les dijo que ahà estaba el grifo, que se sirvieran todo lo que quisieran pero que a ella nadie le exigÃa nada de mala manera. Uno de los soldaditos la golpeó en la cara pero ella ni se movió, ni siquiera lloró, sólo dijo: “eso se llama ser machito, ¿no?â€. Lo estoy viendo, clarito, como si tuviera nueve años otra vez, como si fuera aquel verano: el soldadito bajó la cabeza. Por suerte, porque si todos los soldaditos llegaban a enojarse, es seguro que venÃa el segundo paso: mirar debajo de las camas, abrir los roperos, y ahÃ, en el ropero que olÃa naftalina y polvo Maja, estaba escondido mi tÃo Pinocho, sudando, sudando harto, de calor y de miedo.
Los soldaditos se fueron sin tomar agua. Y recién cuando ellos terminaron de irse mi abuela se largó a llorar. TÃo Pinocho salió del ropero, le habÃan vuelto a sangrar los dedos y Yerka no estaba cerca para lamerlo como toda una perra, se habÃa escondido porque la hora de tener a los cachorros habÃa llegado. Todo junto esa tarde de verano, los soldaditos, mi tÃo sin uñas, los soldaditos, Yerka, los soldaditos, mi abuela que no pone la otra mejilla. Y de fondo, del lado derecho de la casa, el loro eterno que gritaba eternamente “¡judÃos, judÃos!â€. Qué inteligencia, qué vivaz.
Mi deseo de escribir esta historia tiene, sin embargo, otro corazón. No sé si es de mi abuela que quiero hablar, de mi tÃo que al principio era como un perro bravo y luego fue aprendiendo a ladrar despacito, de mÃ, que pese a todo, pese al verano hirviente, a los ladrillos desiguales del patio, a los gusanos gelatinosos de la parra de uva, a la vieja “Máscara de plataâ€, al aburrimiento de cada tarde, al miedo suavito, a todo, todo, era feliz, no sé si es de mÃ, digo, o de Yerka, que era otra forma de ser yo, porque la respiración de Yerka me gustaba, me daba aire. El corazón de esta historia siempre estuvo en la panza de Yerka y ella fue la única que lo supo de esa manera salvaje.
Yerka se comió a sus cachorros. Eran cinco, tres hembras y dos machos. Todos tenÃan ese color que las mujeres piden a sus peluqueras: chocolate beniano hervido a fuego lento. Los vimos una sola vez. Al dÃa siguiente del nacimiento, un olor a carnicerÃa te hacÃa picar la nariz. Por un instante mi abuela temió que a la vieja gorda se le hubiera gangrenado la cara. Pero la “Máscara de plata†estaba en su mejor momento, gozando su venganza.
Los motivos por los que Yerka se comió a sus propias crÃas, sólo ella podrÃa explicarlos. Pero no es cosa de andar pidiendo explicaciones a un animal. Asà que los restos, pelos color chocolate, pedacitos de corazón que más parecÃan de pájaros que de perros, fueron echados a la basura.
Desde ese momento, Yerka nunca más quiso entrar a la casa, aun cuando las tropas de soldaditos pasaran trotando y jugaran a amenazarla con sus escopetas de mentira (ahora ya sé que no tenÃan balas, que las habÃan heredado de la Guerra del Chaco y estaban todas oxidadas por dentro y todo era una pose, una pose de machitos, como decÃa mi abuela). HabÃa que servirle su plato en el corredor, bañarla con manguera en plena calle y hacerle caricias alguna vez, con cuidado, porque en el fondo, lo más triste, y es lo que desde el principio de este relato querÃa contar, es que a Yerka empezamos a tenerle miedo. No el miedo natural que se le tiene a un perro, miedo a que te muerda, era un miedo distinto, miedo de mirarla a los ojos, miedo de reconocer a alguien atrapado en esos ojos. Es bien triste tenerle miedo a alguien que has amado mucho. De todas las cosas de este mundo, les juro que ésa es la más triste.
Relato extraÃdo del libro Niñas y detectives, de Giovanna Rivero (Bartleby Editores – Madrid, 2009-)
Quedé pasmado.
Magistral.
[…] Giovanna: Niñas y detectives Velilla de San Antonio, 2009. ISBN: […]
Acabo de descubrir a esta escritora, que genialidad!