Recuperar la amnesia, solear los claroscuros: «Y siguió la fiesta», de Alan Riding

Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis. Alan Riding
Traducción de Carles Andreu
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores (Barcelona, 2011)

La Historia que cuenta Alan Riding en Y siguió la fiesta tiene un origen lejano, tanto que si quien escribe se pusiera quisquilloso podría remontarse a Carlomagno y hasta a la noche de los tiempos. No lo haré, aunque sí precisaré que desde 1870 la situación estaba al rojo vivo entre Francia y Alemania. Alsacia y Lorena. Proclamaciones imperiales. Derrotas inasumibles. Paces en vagones y un tratado imposible de cumplir facilitaron la tarea hasta llegar al maldito diez de mayo de 1940, fecha de la invasión nazi contra el Benelux y Francia. El otrora país henchido de igualdad, libertad y fraternidad gozaba de un significado especial para el resto del mundo. En décadas recientes la historiografía cultural ha destacado con mucho tino la labor fundamental de Viena para comprender las revoluciones intelectuales del siglo pasado, pero hasta hace bien poco París era la luz que eclipsaba cualquier otra referencia. La llamada de Baudelaire inició una senda que en lo literario convocó a escritores de todas las nacionalidades que querían embriagarse de una misteriosa magia de modernidad, y lo mismo hicieron los pintores, bien conscientes que quien no residía en la capital del Hexágono corría el riesgo de quedar fuera de juego en el gran tablero de las artes.

Desfile de tropas alemanas en los Campos Elíseos, el 14 de junio de 1940 (foto: no consta autor)

En 1940 la urbe del amor, hasta en eso destacaba, también era famosa por cines, teatros, cabarets e infinitos espectáculos que eternizaban su noche en una fiesta no muy distinta a la que Hemingway proclamó en su famoso libro de recuerdos. No es que las personas ignoraran la amenaza que se cernía en el horizonte: simplemente optaron por divertirse hasta que el sonido militar pisara los adoquines de los Campos Elíseos, lo que acaeció el 14 de junio, jornada infame para la libertad y gloriosa para el miedo. A Hitler sólo le quedaba una batalla pendiente en Europa. Inglaterra esperaba, y mientras tocaba adoptar medidas para con la vencida, que a nivel territorial fue dividida en dos partes, una ocupada y otra colaboracionista, el Régimen de Vichy, que paradójicamente, o no tanto, comandaba el Mariscal Pétain, héroe de la Primera Guerra Mundial. ¿Y en lo cultural?

Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del Tercer Reich, tenía las ideas claras. El objetivo de la campaña de Francia era poner fin a la dominación cultural gala en Europa y a lo largo y ancho del globo terráqueo. París era la clave y por eso una de las manos derechas del Führer creó un departamento con más de mil doscientos empleados destinados a controlar los avatares del mundillo que hasta aquel entonces había marcado tendencia. Selección, aceptación y censura. El complejo de inferioridad teutón era enorme. Se dieron órdenes para que ninguna propuesta francesa traspasara la frontera alemana sin permiso y se extremaron las medidas para que la vida volviera a su cauce bajo una apariencia de normalidad una vez las bombas cesaron y los uniformes plagaron las avenidas con su tela de advertencia. Los gerifaltes se dieron el lujo de un tour turístico y Hermann Goering sació sus ansías saqueadoras para decorar su palacete y exportar grandes obras que por suerte fueron recuperadas tras el conflicto gracias a la habilidad de una funcionaria del Jeu de Paume que anotó con meticulosidad todo lo que entraba en el recinto usado por los nazis como depósito previo a los trenes. El Louvre quedó a salvo porque desde 1938 el gobierno Daladier inició el traslado de gran parte de la colección para evitar su confiscación y posterior traslado. El arte degenerado, al que los nazis dedicaron una muestra que exhibiera lo que para ellos era el horror, fue expuesto en galerías donde los marchantes superaban el temor de presentar lo prohibido apoyándose en clientes de confianza.

Soldados alemanes en el Barrio Latino de París, en 1940 (foto: no consta autor)

El mayor y más apasionante problema, que Alan Riding analiza al pormenor, se centró en cómo enfocar aguantar la pesadilla sin salpicarse. Los soldados de la Wehrmacht asistían con descuentos a la Ópera, donde tenían asientos reservados. Los burdeles estaban a rebosar y la música era el único punto de unión entre dos pueblos opuestos entregados a un más que comprensible recelo mutuo que aconsejó a los grandes nombres actuar con mucha cautela, si bien algunos no mostraron pudor alguno a la hora de codearse con sus nuevos amos. Sacha Guitry prosiguió con su hiperactividad y asistía a cualquier sarao de los nazis. Jean Cocteau fue algo más comedido. Su presencia en la grandilocuente exposición dedicada a ensalzar la escultura de Arno Breker contrasta con su arrojo al respaldar a un desconocido decisivo, Jean Genet, que de no ser por el dandi opiómano no hubiese encontrado acomodo a hurtadillas para su Notre-Dame des fleurs, de la que Robert Denoël imprimió treinta copias. Cocteau arriesgó más de la cuenta por su fervor estético al recrear en un guión para Jean Delannoy la leyenda de Tristán e Isolda. Los protagonistas de L’éternel retour fueron su amante Jean Marais y Madeleine Sologne, tan rubios que después de la liberación muchos opinaron que su cabellera era un alegato a la raza aria, por la que bebía los vientos Pierre Drieu La Rochelle, antisemita irredento que dirigió durante la ocupación la emblemática Nouvelle Revue Française. El mantenimiento de la publicación fundada por André Gide supuso un respiro para Gallimard, acusada de bolchevique, y un extraño paradigma de amistad entre literatos. Drieu La Rochelle pidió, en una especie de conciliación ideológica, que el resistente Jean Paulhan fuera su adjunto. Este se negó, pero aceptó colaborar, quizá porque sabía que el autor de Gilles había hablado con los nazis para protegerle junto a Louis Aragon, que a lo largo de esos cuatro años de íncubo transformó su lírica para dar esperanza al pueblo con la poesía, y lo mismo aplicó a sus versos Paul Éluard, estandarte de la resistencia con Liberté.

Picasso junto a, entre otros, Lacan, Reverdy, Simone de Beavoir, Sartre, Camus, Leiris y Aubier (foto de Brassaï, 16/6/1944)

Pese a que la Historia lo ha absuelto e idolatrado como un tótem sacro, no podía decir lo mismo Jean Paul Sartre, que en la investigación premiada con el Premio Internacional de Ensayo Josep Palau i Fabre aparece como un inteligente estratega que supo vender su compromiso patriótico a la perfección pese a ser un oportunista de última hora bien diferente de Camus, un recién llegado que causó sensación, y el inagotable Malraux. Este círculo elitista nos lleva a Picasso, quien llegó a pedir la nacionalidad francesa por pavor a ser deportado por su defensa de la República Española. El genio del Gernika permaneció en su hogar de adopción sin apenas ser molestado. Recibió la visita de Ernst Jünger, oficial nazi que transcurrió su estancia en París entre el salón de Florence Gould, americana que organizó en sus aposentos una peculiar tertulia en la que cabían asesinos, figurantes, espontáneos y cualquiera que quisiera sentirse alguien en medio de tinieblas y una decrepitud que no arruinó la tan querida nocturnidad y los aplausos en las plateas.

Resumir el volumen editado por Galaxia Gutenberg requeriría un ensayo suplementario, y francamente no hay ninguna necesidad de redactarlo porque Riding ha elaborado un texto definitivo sobre un período convulso y en demasía olvidado. Los aficionados a la Segunda Guerra Mundial, entre los que me incluyo, suelen desmenuzar la conflagración sin penetrar en el pantano de la ocupación francesa. Se menciona la invasión y hasta 1944 nuestro vecino desaparece del mapa. Normandía lo resitúa. La excepción es la Resistencia, que desde mi punto de vista se observa y se menta sin exhaustividad.  Quizá ello se deba a que no aceptamos un universo con la tricolor manchada. Puede ser. Tampoco descartaría una vergüenza colectiva fruto de una ceguera para apaciguar los pecados de figuras sospechosas. Lo mismo debieron pensar en 1945. Los juicios fueron cortos y se diluyeron para no causar escándalo y propiciar la desmemoria. Hubo poca sangre, escasas ejecuciones y mucho perdón. Las imágenes de las amantes rapadas engaña, es una verdad que nutre una manipulación tan grande como que el ejército galo ganó por méritos propios la contienda. Lean Y siguió la fiesta. Cambien su paradigma. La Historia, más tarde que temprano, suele ajustar cuentas.

Jordi Corominas i Julián
http://corominasijulian.blogspot.com

Jordi Corominas i Julián

Jordi Corominas i Julián (Barcelona, 1979) ha publicado dos novelas en catalán ('Una dona que sap jugar amb els peus' y 'Colors', editadas por Abadía Editors), una biografía histórica en italiano ('Macrina la Madre', 2005) y el poemario 'Paseos simultáneos' (Ed. Vitrubio, 2010). En 2009 coeditó la antología 'Matar en Barcelona' (Alpha Decay). En 2011 publicó 'Loopoesía(s)' (Descrito Ediciones) y el cuento 'John Wayne' (Sigueleyendo). Es integrante y fundador del proyecto poético-experimental Loopoesia. Como crítico coedita 'Panfleto calidoscopio', y colabora en varios medios, entre los que destaca RNE. En 2012 ha publicado los poemarios 'El gladiador silenciado' (Versos&Reversos), 'Oceanografías' (Vitruvio) y la novela 'José García' (Barataria). En 2013 salió su poemario 'Los lotófagos' y en 2014 aparecerá su suite 'Al aire libre', versos con los que el proyecto Loopoesía cumplirá un lustro de existencia.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

«Setenta acrílico treinta lana», de Viola di Grado

Next Story

Jacques Bouveresse: «El poder absoluto de la imagen debilita y anestesia la imaginación»

Latest from Reseñas