Eduard Márquez: «Los escritores debemos ser capaces de que el lector huela la realidad»

Durante los años que llevo paseándome de manera profesional por historias noveladas, pocas veces he encontrado a autores (vivos) por los que mantenga un interés permanente. Los libros de Eduard Márquez (Barcelona, 1960) se encuentran entre mis favoritos. Quizás por su musicalidad, por su constante búsqueda de las obsesiones, por la capacidad demostrada, una y otra vez, en sintetizar la complejidad del ser humano en mazazos narrativos concisos, pulidos y, sin embargo, repletos de pliegues y cruces de caminos, algo que también, aunque en una escala más sencilla, disfrutan sus lectores de novela juvenil. Cinco noches de febrero, La decisión de Brandes, La elocuencia del francotirador, El silencio de los árboles o, ahora, El último día antes de mañana (Alianza Editorial, en castellano; Empúries, en catalán) nos demuestran el interés de Márquez por entendernos. Por entenderse.

Eduard Márquez (Foto: Grup 62)

La muerte de la hija del protagonista y su reencuentro con un viejo compañero, convertido en un «sin techo»,  hace saltar la chispa para que revivamos momentos vitales de este personaje de El último día antes de mañana, en una suerte de laberinto que nos lleva a su infancia en el colegio de curas de La Salle, su juventud en la facultad, las experiencias con Roberto (el amigo recuperado) y Francesca, las relaciones paterno-filiales o el drama en el que desemboca su matrimonio.

Tenía algo de miedo con tu novela porque me cansan las que no muestran la historia de manera lineal. El acierto, en el caso de El último día antes de mañana, es el conocimiento profundo de los personajes, que te permite darle una forma compleja pero muy fluida.

Claro, es que el origen de la historia es real. Seguramente nunca había escrito sobre gente tan cercana. Por lo tanto, se trata del peso de la vida, no hay más. El punto de partida es el descubrimiento de mi amigo en la calle. En el momento en que encuentras, paseando por Portal de l’Àngel, a un amigo convertido en indigente, activas la maquinaria, que es lo que hice cuando me sucedió. Vi a este tío allí y no tuve el valor de acercarme. Le reconocí, no tuve ninguna duda de quién era. Habían pasado veintidós años. Le observé y comencé a pensar y a hacerme preguntas. ¿Por qué él? ¿Por qué no yo? ¿Qué ha sucedido para que la vida le haya conducido hasta aquí? Además, hacía tiempo que quería escribir alguna cosa sobre mi infancia y mi juventud, no porque considere que sea representativa o importante, es más la necesidad de recuperar hilos, anécdotas. Encontrarme a este amigo generó preguntas y recuerdos, experiencias compartidas, la memoria comienza a hacer su trabajo. Todo esto fue cociéndose en mi subconsciente. Por aquellas fechas, te hablo de 2006, leo un artículo de Javier Marías en El País titulado «Los antiguos amigos». En él habla de los amigos que desaparecen, de personas a las que has querido y que, de repente, ya no están. Leo, voy maquinando, tomo notas. En aquella misma época descubro un libro portentoso titulado La última noche, de James Salter, de donde saco la cita «Una cosa sí había visto: cuan cerca podía estar el hombre de la catástrofe por más seguro que se sintiera. Él había visto cambiar situaciones, malograrse una cosas detrás de otra. Era algo que podía suceder sin previo aviso. A veces la gente conseguía salvarse, pero llegaba un punto en que no podía. A veces se preguntaba sobre sí mismo: cuando llegara el revés y las vigas empezaran a venirse abajo, ¿qué sucedería?”. La fragilidad del mundo que nosotros mismos nos montamos. La novela nace de aquí, de la confluencia de todos estos estos elementos. Tiré del hilo, de personas reales y, por tanto, del pasado. Es la vida.

Todo esto queda plasmado en los dos planos del libro. El inmediatamente anterior al encuentro con el amigo, que es todo real, y la parte de las consecuencias de ese reencuentro, cuando el protagonista incorpora a su vida a un desconocido, que es ficción. La novela va saltando de un plano al otro.

¿Consideras que la fragilidad de la vida proviene de agentes externos o de que no sabemos gestionarla?

Creo que son las dos cosas a la vez. La mayoría de la gente no es habilidosa. No sabemos gestionar nuestra vida. Intentamos protegernos pero no acabamos de hacerlo bien. Necesitaba hablar de esto y de lo mal que nos lo montamos, de que no somos capaces de lograr salir de nuestros problemas. La mayoría de la gente vive muy atropellada. ¿Cómo hemos construído un mundo en el que no se consigue ser lo que se quiere? Este libro está escrito bajo el efecto de recordar constantemente a quien fue uno de mis grandes maestros leídos, Juan Ramón Jiménez, autor de aquella conferencia maravillosa, El trabajo gustoso, en la que decía aquello de que se le debía dar agua al jardinero y madera al carpintero. ¡Démosle a la gente la posibilidad de ser felices y el mundo irá mejor! Pues no, hacemos lo contrario. Nos complicamos la vida. Al final la novela también habla de eso. Un amigo me comentó que le había resultado una historia muy dura y le respondí que sí, que el problema es que todos estamos haciendo fotocopias.

Claro pero, el protagonista, excepto por el freno que representa su padre, sí que dispone de las herramientas para hacer el trabajo que quiere, que es escribir. Aunque más tarde aparezca Gil de Biedma y le diga que es un desastre…

Pero el poeta le da otras herramientas…

Y aún así lo acaba dejando.

Sí, es una novela sobre la incapacidad que tenemos para montárnoslo bien. Y no me refiero a dar «el pelotazo», triunfar económicamente, que es algo estúpido aunque parezca que es en lo que estamos inmersos ahora. Hablo de tirar adelante con nuestra vida. Y de cómo es posible que nos empeñemos en hacerlo tan difícil. No acabamos de arrancar en el diálogo entre la realidad y nosotros mismos. Y no vivimos con la intensidad que deberíamos, siendo conscientes de que la vida se nos escapa, somos cobardes. Quería reflexionar sobre estas cuestiones haciendo uso de mi experiencia y de la ficción. Por eso el libro respira vida, los personajes o son tal y como eran, o son mezcla de diferentes personas reales. Pero absolutamente todos pertenecen a la realidad. El padre, por ejemplo, es monolítico, pero el protagonista es la unión de dos o tres personas reales.

Todo esto que explicabas respecto a la vida viene dado por esa pasividad con la que nos mantenemos.

Claro, hay mucha resignación y nos olvidamos de nosotros mismos cuando, en el fondo, lo más importante está en nuestro interior. Es esta necesidad constante de vivir volcado en el exterior. Es algo que comporta la tecnología. Nos conectamos hacia fuera y nos desconectamos de dentro. Y no veo que la gente esté saltando de alegría por ello, al contrario. Algo está fallando, ¿no?

Por todo lo que comentas, debe ser el libro en el que más has trabajado con la memoria.

He hecho una conexión de hilos, una unión de hilos que estaban separados. Es la manera de descubrir el valor de algunos recuerdos que, aparentemente, no tenían ninguno. Al conectarlos a otros, se percibe que tienen su peso. Es un ejercicio que me ha permitido pasear por mi historia, pero al mismo tiempo es doloroso porque me he tenido que enfrentar a personas que ya no están. He conseguido llevar mi interés por la memoria y por lo que somos, aspectos que estaban en mis otras novelas, a un grado más personal.

Trabajo de introspección.

Un trabajo enorme, sí. Analizándolo todo, la familia, los amigos… Conectándolos y viendo cuáles son las consecuencias, qué puedo aprender de todo ello.

Hay un aspecto muy presente, el de la pérdida.

Bueno, ya está en el título. Muchos lectores me han comentado que les parece muy pesimista. Soy menos pesimista de lo que parece. Creo en la capacidad de redención, en la capacidad de cambio, en la capacidad de revuelta. Pero entiendo que nos lo ponen muy difícil. Mi protagonista tiene la oportunidad de lograrlo, porque la paliza que recibe es descomunal, al igual que las lecciones que se desprenden de ellas, por lo que quiero creer que aprende alguna cosa.

La crudeza de la infancia del personaje, con todo lo referente a los abusos sexuales, resulta incluso natural, no has querido hacer un gran drama de ello.

No quería que fuera un tema del libro. Forma parte del telón de fondo. Está presente en la formación religiosa de una generación. Está en la vida, igual que el descubrimiento de la droga en un concierto, el del sexo… Estaba ahí, de igual manera que la bofetada o el tirón de orejas. Era algo más de ese mundo sórdido, totalmente reprobable, en el que te das cuenta, ya tarde, de que hay algunos que viven en permanente contradicción defendiendo valores que no practican. Y eso es algo repugnante. Creces es este ambiente de falta de valores y de criterio. Piensas «no lo entiendo», pero ya está, estaba ahí, formaba parte de ese momento. Todas estas experiencias las incorporo como flashbacks que muestran ese fondo que te decía y en el que ninguno pesa más que los otros.

Esos flashbacks no son distantes ni tampoco contienen un peso dramático excesivo. En este sentido, hay respeto hacia el lector.

Y hacia mi propia vida. Los escritores debemos ser capaces de que el lector huela la realidad. Y eso es posible cuando el escritor también la huele y es capaz de transmitirlo. El último día antes de mañana está empapada de vida. Todos los detalles, esos golpes de vida, pertenecen a la realidad. Las películas de animación que hacía mi padre, mi primer trabajo, las fotos, la revista que dirigía en la facultad con la portada de Tàpies, incluso la anécdota de Jaime Gil de Biedma son fragmentos que forman parte de la novela y que están presentes en mi vida. Es el olor de la vida. Mi madre era tal y como aparece en el libro. Pero no era importante hablar de ella, sino de lo que representa contemplar que las personas que me han creado y me han cuidado están perdiendo el mundo de vista. Es otra vida que cae cuando el mundo se descompone. Lo que entendía como estravagancias de mi madre, con el tiempo, descubrí que no lo eran, simplemente estaba enferma. Y la gracia es que el lector no sabrá nunca en qué punto está la frontera entre lo verídico y lo ficticio. Siempre se ha de mantener ese juego, que el lector nunca sepa donde está pero manejando lo creíble. Es el reto del novelista.

¿Cómo trabajaste con el juego temporal?

Está muy meditado. Cogí cada uno de los hilos y los compuse en cinco bloques: El trío (protagonista, Francesca y Roberto); el «dos» (protagonista y Roberto), dividido en dos sectores, el reencuentro y lo que sucede posteriormente; la familia y, finalmente, la esposa y la hija. Estos bloques componen el edificio de la novela. De cada uno de estos hilos, apuntaba los recuerdos que iba recuperando. Por ejemplo, de «Roberto» y yo la escuela, las anécdotas, el concierto de Patti Smith, la facultad… Eran simples títulos para representar hechos que me parecían ejemplificadores de lo que quería decir porque cada escena tiene su sentido narrativo. Cuando lo tenía todo escribía. Una vez acabadas las escenas, elaboré el puzle. ¿Cómo? En mis novelas siempre hay una cierta fluidez, una cierta cadencia repetitiva muy estudiada y, al mismo tiempo, hay mucho trabajo de ir comprobando las concomitancias entre escenas, qué efectos tiene cada una unida a la anterior o a la siguiente. De esta manera consigo que el lector pase por diferentes estados, dándole una cadencia rítmica, un «tempo». Hay escenas que se complementan, otras que se rechazan… Es el grado máximo de mi manera de narrar. Se trata de que el lector también trabaje.

La incorporación de la voz en off del documental sobre Terranova, provoca que el lector puede sentirse fuera de juego pero, claro, a pesar del estado de asombro del principio, le das un sentido dentro de la historia.

Sí, y vi ese documental, ¿eh? De madrugada y en la peor época de los últimos meses de vida de mi madre, que fueron un despropósito absoluto. Recuerdo estar a las cuatro de la madrugada, insomne y con ese documental en la tele. Me quedé alucinando. Me dije «aquí los tengo. Gente perdida en el quinto pino, dándole sentido a sus vidas, criando ponis, pescando bacalaos y buscando oro en mitad de la nada». Por eso lo introduje en la novela. De hecho, el libro se titulaba «Terranova». Fíjate que nunca digo los títulos de mis novelas antes de que salgan publicadas, pero en la editorial me insistían tanto con lo de que el título no era apropiado que empecé a divulgarlo. Nadie lo entendía. Así que hubo que cambiarlo. Estuve todo el verano buscándole título. Desde frases de la propia novela a un brainstorming con amigos que se la habían leído. Hice de todo.  Finalmente, empecé a trabajar con el concepto «mañana». Y salió. Pero en la carpeta de mi ordenador permanece «Terranova».

Es la primera novela que te traduces tú mismo al castellano.

Sí. Y todo nace de la idea de hacer un booktrailer. Se me ocurrió encargárselo a una persona que no lee en catalán. Así que, aprovechando que este amigo tenía que pasar una noche en Barcelona, vino a casa y le leí la novela traduciéndola. En ese momento, después de tantas horas traduciendo «a vista», pensé que podría hacerlo yo. Y estoy muy contento de haberlo hecho, me lo he pasado muy bien. Y ha representado un viaje de ida y vuelta, porque llegué a retocar el original en catalán. Incluso algunas escenas cambiaron completamente.

Gracias a esta novela te has podido montar también tu banda sonora.

Ahí está lo que leía, lo que escuchaba… Piensa que fue una época extraordinaria en la que discutíamos entre nosotros sobre todo lo que caía en nuestras manos. Éramos muy temerarios, ¡lo que hace la ignorancia! Nos pasábamos el día en el bar de la facultad hablando sobre Rilke, al que no entendíamos para nada. Recuerdo la osadía de subir a los altares o hundir a escritores, poetas… Era auténtica pasión. Y echo de menos esa desinhibición.

José A. Muñoz

José A. Muñoz

José A. Muñoz (Badalona, 1970), periodista cultural. Licenciado en Ciencias de la Información, ha colaborado en varias emisoras de radio locales, realizando programas de cine y magazines culturales y literarios. Ha sido Jefe de Comunicación de Casa del Llibre y de diversas editoriales.

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