La necesidad de las ilusiones: una charla con Óscar Sotillos

Franco Chiaravalloti entrevista a Óscar Sotillos, autor de la novela La orilla de las palabras, ganadora del IV Premio de Novela Corta “Encina de Plata”.

La memoria es una piedra lanzada a un río: la onda expansiva intenta llegar lo más lejos posible, empuja los recuerdos más allá, en radial movimiento, hasta encontrar un punto infranqueable. La piedra abre con fuerza las aguas, los anillos se extienden hasta desaparecer, hasta ensamblarse con otras ondas, o hasta alcanzar la orilla. La orilla de las palabras es esa zona donde los recuerdos se ocultan bajo una capa de espuma, parecen haber muerto pero ahí están, con su forma cambiada, dispuestos a resurgir. Lo afirma Serafín, el memorioso protagonista: “Las palabras tienen algo extraño. Las ves saltar de boca en boca y no puedes imaginar que cuando llegan a tus oídos se han convertido en mentiras. En realidad, ni siquiera puedes fiarte de que alguna vez fueran ciertas”.

Es que la memoria, como un río, cambia a cada segundo, hace elástico cualquier recuerdo, lo contamina de presente hasta tornarlo irreconocible. La orilla de las palabras (Aralama, 2011), segunda novela del escritor barcelonés Óscar Sotillos, relata con un singular punto de vista el paso de la infancia a la adultez de un niño de los suburbios. Mediante un lenguaje exquisito, Sotillos atraviesa ese puente para moldear una historia de maduración, de mentiras y recuerdos, de heridas de la Guerra Civil, del primer piti frente al río, o de darse cuenta que “darse cuenta” es no volver atrás, nunca más. La obra se alzó en 2010 con la cuarta edición del premio de novela corta “Encina de Plata”, organizado por el Ayuntamiento de Navalmoral de la Mata (Cáceres). Para Luis Mateo Díez, presidente del jurado, se trata de “una crónica particular nutrida de personajes muy bien perfilados; una novela hermosa y muy bien escrita”.

Sabato decía que vivir es construir futuros recuerdos. Pero parece que la vida de Serafín existe para deconstruirlos, para poner las piezas en su lugar.

Serafín es el protagonista de una novela y por tanto los recuerdos que le toca ordenar han sido cuidadosamente escogidos y desordenados para configurar la trama. Esa deconstrucción de la que hablas lo es de los recuerdos ajenos, la memoria de una familia que él hereda y asume orgulloso hasta que empieza a notar que las piezas no tienen los bordes definidos y por tanto el puzle no encaja del todo. A medida que crece se le va imponiendo una labor titánica: tapar los agujeros de ese puzle y completarlo. Lo sencillo sería ignorar las cuestiones que no le quedan claras, dar por ciertas las informaciones que le han dado sus mayores, pero entonces, una vez adulto, sería un gigante con los pies de barro. Serafín no es consciente de ello, pero sí lo intuye, por eso indaga.

Para reconstruir la historia de su familia, Serafín recoge las palabras de su abuelo, republicano que escapó por los pelos de la represión franquista. Palabras fascinantes para un niño virgen de historias, quien se las apropia, les da forma e imagina aquel pasado familiar. ¿Podemos confiar en los recuerdos de los demás? ¿Es mejor ser ingenuo y tragar? ¿O mejor escarbar hasta encontrar la respuesta y así romper la ilusión en la que vivimos?

Las ilusiones son necesarias para vivir, tanto como el aire o el arte. Lo malo es cuando las ilusiones no corresponden en absoluto al mundo de lo real, o cuando somos incapaces de apostar por esas ilusiones, de transformar la realidad que nos envuelve en la que querríamos que fuera. Las mentiras hacen precisamente ese proceso pero al revés. Ante la incapacidad de cambiar esa realidad nos inventamos otra. La orilla de las palabras se centra en la vida de un chaval que indaga en la historia de su familia en busca de unos cimientos necesarios para comprender el presente en el que se mueve, lo terrible es ver que actualmente las mentiras conforman la realidad a tiempo presente. En ese sentido sí, es ingenuo confiar en la mirada de los demás, y si no podemos ser testigos directos de los acontecimientos conviene consultar muchas fuentes, lo más directas posibles. Tener criterio y ser honesto. La peor mentira es la que te haces a ti mismo.

Acompañamos a Serafín en sus intentos por debutar sexualmente, por enamorarse y desenamorarse, lo seguimos en su perplejidad ante el desmembramiento de su grupo de amigos… Crecer duele: los huesos se agrandan, la ropa se encoge, los padres dejan de ser héroes para transformarse en gente normal.

Claro que duele, pero personalmente no dudaría ni un instante si tuviese la oportunidad de volver atrás. No para cambiar lo vivido –aunque, lógicamente, algún cambio me permitiría– sino para volver a sentir todo ese caudal de nuevas experiencias. Con mi hija estoy observando el proceso de descubrimiento del mundo. La primera vez que una burbuja le estalló en las manos, el primer juego de sombras… La pubertad es otro momento fantástico. Terrible y fantástico a un tiempo. Una especie de nuevo nacimiento. Caen unos héroes pero nacen otros en los que nos identificamos personalmente. En ese sentido los padres, abuelos u otros referentes básicos, pueden desmoronarse, pero nacen otros héroes que no son circunstanciales, sino escogidos: revolucionarios, cantantes, deportistas. Cada uno elige el espejo en el que quiere mirarse. Hasta ese momento el espejo estaba impuesto, nadie elige su familia a la hora de nacer. La infancia es el tiempo de los mitos, la pubertad el de los héroes.

Imagen: chimevapor.wordpress.com

Otro de los factores que moldean la historia de Serafín es el propio barrio, La Catalana, ese caserío que surge y desaparece como un Macondo industrial, escondido del resto de la ciudad tras el humo de las fábricas.

Me gusta la definición de “un Macondo industrial”. La Catalana es un barrio singular, una porción de tierra condenada al ostracismo, encerrada entre el barrio de la Mina, las vías del tren y la autopista, con la desembocadura del río Besòs, el Mediterráneo sin banderas azules y la periferia industrial y contaminante de los ochenta, que es cuando se centra la historia. Son los años de la transición, el horizonte empieza a coger color, pero en la periferia de Barcelona todavía es gris, muy gris. La heroína y el desempleo son sus protagonistas. El barrio coge el nombre de la empresa térmica, la de las chimeneas que dibujan el skyline de Sant Adrià del Besòs. Era un barrio de obreros, levantado con sus propias manos. La primera vez que tuve noticia de él fue a través de las ventanas del tren dirección Maresme, justo antes de cruzar el puente del Besòs y de la estación de Sant Adrià. Sus casas aparecen como un barrio escondido entre los juncos. Son casas bajas e irregulares. Tuve ocasión de entrevistarme con algunos vecinos que todavía vivían y otros que habían dejado el barrio cuando el ayuntamiento pretendió tirarlo abajo al tiempo que promovía nuevas viviendas en el casco urbano. Eso cercenó la población. La mitad de las casas se quedaron vacías y propició la ocupación ilegal. Sin embargo, los planes destinados a remodelar el barrio nunca llegaron y hoy es un barrio fantasma que la crisis ha dejado a medias. La Vanguardia publicó hace poco una noticia que daba muestras de su abandono (N. de la r: el autor se refiere a este artículo).

Volviendo al protagonista, podemos decir que la historia de Serafín es periférica. Y no me refiero a la situación geográfica del barrio, sino a que se trata de un sujeto al margen de una historia familiar construida bajo susurros.

Serafín podría ser un indignado del 15-M, alguien que reivindica que no le roben sus derechos, alguien que pide a gritos que no le mientan y le cambien la historia. Porque su historia bajo susurros es la historia de este país que despertó de una dictadura de cuarenta años, se tragó una transición que se ha tildado de “ejemplar” y tapó el pasado como si no hubiera ocurrido nada. Serafín pretende saber, que no es poco, pero también actuar en consecuencia. Ahora lo sabemos todo, la prensa nos cauteriza con recetas y dosis informativas, y parece que no le importe a nadie más que a cuatro melenudos que nos recorten todos los derechos o que el gobierno pague a los banqueros la deuda que ellos mismos han generado. No es que mi novela sea una obra social o reivindicativa, y si lo es, lo es en cuanto a esa búsqueda de la verdad, esa indagación para desenmascarar la mentira, pero tampoco creo que pueda definirse como una novela sobre la guerra civil. Es decir, la guerra civil española es el escenario de los recuerdos que remonta el protagonista para interpretar su presente. A estas alturas, en este país, la guerra civil es un tema recurrente, una purga que todavía dura y algún día dejará de sangrar. En literatura se ha convertido en una especie de género.

Los nombres, en tanto palabras, tienen un peso especial en la novela. Los personajes son caracterizados por lo que hacen pero también por cómo se llaman: Serafín (cuyo apócope es Sera, que significa noche en italiano), el Pecas, el Dedos, el Tiritas; o los nombres de las fábricas que rodean el barrio: la CELO, la Imbesa, la Erco…

Los nombres de las empresas a las que se hace mención son reales, con sus cambios a lo largo del tiempo debido a sus diferentes transformaciones. A Serafín le intriga el uso de las palabras que dan nombre propio a algo o a alguien. En síntesis una palabra cuenta toda una historia en el sentido que lleva oculto. Al Dedos lo llaman así porque cuando había exámenes se forzaba el vómito para salir de clase, el Gallego era aficionado a salir de pesca con el abuelo, y le llamaban así aunque fuera de Oviedo. En cambio, el abuelo no tenía apodos, decía que eso ofrecía diferentes caras de una misma persona, y él sólo tenía una.

La mili es otro de los momentos que queda fielmente retratado. Los quintos, ese rito iniciático que en otras culturas pueden ser una boda, o la circuncisión, o ir a matar al primer animal: la bofetada que nos despierta del sueño. O la certeza de que ya no hay nada que pueda evitar que, indefectiblemente, tenemos que crecer.

El protagonista y yo tenemos muchas cosas en común, los dos vivimos los últimos años del servicio militar obligatorio, aunque en mi caso no tenía ninguna intención de “crecer” mediante los ritos castrenses, así que realicé un servicio social en un barrio segregado de Cornellà. El caso de Serafín es diferente, en la novela ni se plantea esta posibilidad, él quiere marchar. El territorio de su niñez ha dejado de ser un espacio de juego, su abuelo se ha agriado con la vejez y ha dejado de ser un baluarte, sus padres se mudan, sus amigos se han desintegrado. Lo mejor que puede pasarle en esos momentos es coger un tren y desaparecer, no tanto porque le atraiga hacer la mili, sino porque le permitirá dejar atrás un presente vacío y lleno de telarañas. Durante un año, es cierto, pero a esas edades un año es la eternidad y, paradójicamente, el futuro no existe.

La noticia del galardón te llegó, precisamente, un día del libro, el del 2010. ¿De qué manera recibiste la novedad?

Sí, el 23 de abril de 2010 fue un gran día. Las mesas de Sant Jordi están llenas de novedades, pero si te paseas de una a otra casi siempre encuentras lo mismo, a veces ni siquiera escritos por escritores sino por jugadores de fútbol o personajes de televisión. El año pasado un grupo de autores decidimos romper esa tónica organizando nuestra propia carpa. La Associació del Raval nos cedió un espacio en su Rambla y nos reunimos un grupo de quince autores. Algunos nos conocimos ese mismo día. El ambiente fue festivo, muy agradable, y al margen de las ventas hubo muy buena sintonía entre nosotros. Ese día yo estaba invitado a una cena literaria en Navalmoral de la Mata: semanas atrás me habían comunicado que había quedado entre los siete finalistas del “Encina de Plata”, cuyo presidente del jurado es Luis Mateo Díez, un autor al que admiro desde hace años. Al margen de la alegría que este tipo de noticias proporciona, también surgen las dudas: ¿acudir a una cena a más de mil kilómetros de distancia habiendo otros seis finalistas? Yo acababa de ser padre y ese desplazamiento, dejando a mi pareja sola con la pequeña no me acababa de convencer. Decliné la invitación disculpándome y viví el día del libro en Barcelona. Sin embargo, a medida que avanzaba la jornada me fui cargando de buenas sensaciones, realmente fue un día muy bonito, y cuando desmontamos la carpa y volví a casa tenía confianza en que me llamarían. Bañé a la bebé y la dormimos. Ella por entonces era muy nerviosa y le costaba mucho dormir. Se despertaba y todo volvía a comenzar. Recuerdo que tuvimos mucho sueño atrasado los primeros meses. El caso es que nos acostamos pasada la medianoche y el teléfono no había sonado. Mi pareja, sin embargo, insistía en que sí, que me llamarían. Apagamos la luz, silencié el móvil y cerré los ojos. Al cabo de un rato, sin embargo, los volví a abrir. Había un resplandor en la habitación, era la luz del teléfono: me estaban llamando. Me dio la noticia la Concejala de Cultura y para subsanar el hecho de no encontrarme presente pusieron el teléfono ante el micro. Hablé sin poder establecer un discurso demasiado lúcido, extraño por no saber con quién hablaba. Cuando acabé oí una ovación y me emocioné. Este año he acudido a la presentación de la novela y he visto el auditorio, una sala enorme, una cena de gala con el jurado y los representantes de cultura de la región.

Supongo que más despierto que el año anterior (risas). Por cierto ¿cuánto tiempo te ha llevado escribir La orilla…?

Entre tres y cuatro años. No es que sea una novela muy larga, pero hay una parte muy importante de documentación que me ha costado recabar, escoger y sintetizar para unirla a la trama sin que resulte forzada. Hay un trabajo de campo con entrevistas a diferentes personas del barrio de la Catalana, consulta a archivos (Museu de la Immigració de Catalunya, Archivo de la Diputación de Almería), hemerotecas y también un par de viajes a Almería y Málaga donde se desarrolla una parte fundamental de la historia.

En ese tiempo ¿supiste siempre el destino final de la novela?

Hubo una intención inicial que se mantuvo, pero indudablemente la historia fue tomando las curvas del camino. En ese sentido se parece al río que está presente en toda la historia, nace en un punto y muere en el mar, pero su recorrido variará según las condiciones del terreno, con meandros, precipicios, contorneos y todo lo demás. En parte la documentación histórica es culpable de esta evolución mediante la marcha, porque ensamblar realidad y ficción exige al trabajo una mirada muy cuidadosa para evitar que el texto parezca una lluvia de datos sin alma y lograr que la trama fluya con la fidelidad de unos acontecimientos históricos.

¿Cuáles son tus referentes? ¿En quién te sientes reflejado?

Me impresiona la prosa precisa de Marguerite Yourcenar, la voz embaucadora de Auster, Murakami o Vilamatas. Admiro la poesía subyacente en la narrativa de Belén Gopegui, de Manuel Rivas o de Xuan Bello. Me siento deudor de maestros como Cortázar, Márquez o Borges. Poe, Maupassant, Tolstoi, Hemingway o Carver son una genealogía de narradores imprescindibles en mi biblioteca de pequeño formato. Me sorprendieron la prosa de Lorrie Moore, Mia Couto, Arundhati Roy o Ahmadou Kourouma. En fin, la lista sería interminable y espero que así continúe. Siempre es una alegría dar con un nuevo hallazgo. Lo que es cierto es que las influencias y el estilo ha variado mucho desde mi primer libro (N. de la r: María Triste y el cuentacuentos –Baile del Sol, 1999–) hasta La orilla de las palabras.

¿Cómo sigue esto?

Durante un breve lapso de tiempo tuve la ingenua impresión de que este premio me abriría muchas puertas. Tampoco quiero ser injusto y debo decir que es un premio relevante, pero no lo suficiente como para pensar que a partir de ahora podré dedicarme cien por cien a la escritura, así que tengo clara conciencia de que me queda mucho por escribir y también por pelear para ser leído, que es el “más difícil todavía” de la literatura.

Pero supongo que te habrá dado el impulso necesario para lanzarte a nuevos proyectos.

Sí, ahora mismo trabajo en diferentes frentes. Tengo una novela juvenil que estoy moviendo, un libro de recuerdos y viajes que tiene como referente la tierra de mis progenitores, Soria, y una colección de relatos que va aumentando. Por último, el embrión de una novela está germinando en mi ordenador. Tengo la idea y unas docenas de páginas escritas, veremos cuánto tiempo tarda en dar sus frutos. La vida de padre exige mucho tiempo y energía…

Franco Chiaravalloti
http://decatisondeteibol.blogspot.com

(Fotos cedidas por Óscar Sotillos)

Óscar Sotillos nació en Barcelona en 1973. Ha publicado la novela La fruta del tiempo (Baile del Sol, 2008) y el libro de relatos María Triste y el cuentacuentos (Baile del Sol, 2001). Entre otros premios recibió en 2003 el Francesc Candel de narrativa por el relato Alejandro Funerario S.A. Ha sido colaborador de diferentes revistas tanto en papel como en línea y en 2006 fundó el colectivo de poesía visual El Píxel en el Ojo, junto al poeta José G. Obrero. Sus trabajos como poeta visual se han recogido en diferentes revistas, así como en numerosas exposiciones.

Franco Chiaravalloti

Franco Chiaravalloti (Buenos Aires, 1979) Reside en Barcelona desde 2003, ciudad en la que cursó sus estudios de posgrado en Literatura Comparada. Vivió en Argentina, Italia, Inglaterra y Kenia. Especialista en narrativa breve, desde 2010 imparte clases de cuento y microrrelato en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès. Ha publicado los volúmenes de relatos 'Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente' (Hijos del Hule, 2009), 'Esos de ahí afuera' (Talentura, 2015; edición argentina de Baltasara, 2020) e 'Insular' (Tres Hermanas, 2020). Además, ha colaborado en numerosas antologías de narraciones breves e hiperbreves, tanto en España como en Argentina. En 2019 formó parte de la comitiva que representó a Barcelona en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.

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