Ignacio Vidal-Folch | Foto: Txema Salvans

Vidal-Folch: «A Brodsky siempre lo tengo presente»

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Ignacio Vidal-Folch | Foto: Txema Salvans
Ignacio Vidal-Folch | Foto: Txema Salvans

Resulta imposible resumir en pocas líneas la extensa trayectoria profesional de Ignacio Vidal-Folch, por ello nos limitaremos a presentarles Pronto seremos felices, su última novela. Con esta última obra, publicada en Destino, Vidal-Folch, escondido tras la mirada de su protagonista, regresa a la Europa del Este, antes de la caída del muro. A través de una serie de personajes y en un amplio recorrido geográfico por distintos países, describe la vida en aquellos últimos años antes de la caída del muro, reconstruye aquellos últimos años de un sistema comunista ya agotado y el inicio esperanzado de una nueva etapa. Con una mirada retrospectiva, la del recuerdo, el escritor consigue impregnar el relato de comprensión y distancia, a la vez que de una añoranza no exenta de auto-crítica.

Usted comenta, en relación a su novela Pronto seremos felices, que el proceso de transición del comunismo al capitalismo estuvo marcado por una euforia inicial y melancolía. ¿Aquella euforia se ha convertido en desesperación por lo que supone el capitalismo hoy día?
En algunos de los países del bloque soviético, hacia finales de los años ochenta se había llegado a una situación verdaderamente desesperada y desesperante. De ahí que la implosión del sistema comunista fuese en general acogido con tanta euforia. Fue una verdadera explosión de entusiasmo por el acceso a libertades que hasta entonces eran impensables, entre ellas la libertad de viajar y la de expresarse. Lo que sucedió luego también fue el desencanto ante un nuevo sistema que no solucionaba ni mucho menos todas las carencias, y que en algunos países supuso el sacrificio de generaciones enteras. Piense que el capitalismo es la libertad para enriquecerse, pero también para empobrecerse. Para hacer realidad los sueños, pero también las pesadillas.

Ediciones Destino
Ediciones Destino

Y por tanto, ¿podemos decir que se despierta un cierto sentimiento de melancolía hacia este pasado en tanto que el presente no es tan satisfactorio como se pensaba?
Creo que la cuestión entorno al sentimiento de melancolía va más allá de las cuestiones meramente políticas, la melancolía es un sentimiento consustancial al paso del tiempo. En la novela, en efecto, se narra un lapsus de tiempo que abarca veinticinco años y, por tanto, la mirada, desde el presente, hacia ese pasado transcurrido no puede sino estar teñido de un ciert halo melancólico: los personajes de Pronto seremos felices son personas que pasan de la juventud a la edad adulta, es decir, personas que, al abandonar la juventud, entran en zonas y periodos que son por definición melancólicos, al menos con respecto a los años de juventud. Pero se puede ser melancólico y añorante ya desde muy joven, ejemplo de ello es la canción de los Roxy Music, If there is something, una canción que Brian Ferry compuso con veinticinco años, pero que describe aquel sentimiento de melancolía que caracteriza la edad adulta, que es resultado de la añoranza por aquella juventud perdida, añoranza que comparten casi todos los personajes de mi novela.

El paso del tiempo y la melancolía que conlleva es combatido a través del relato, de la literatura.
La cultura sirve precisamente para darle a la vida un barniz de sentido, de dirección. Y el humor es una parte muy importante de la cultura. El humor, del que creo que mi libro está lleno, es una manifestación feliz del descrédito del mundo. Necesitamos humor, necesitamos cultura, necesitamos ideología. Si nosotros tuviéramos solamente la conciencia de ser animales que nacen, crecen, se reproducen y mueren, valdría más cortarse literalmente la cabeza; afortunadamente, tenemos la cultura, tenemos el humor y la representación.

Y sin embargo esta cultura y la representación de la historia la que se pregunta acerca del fracaso del capitalismo y despierta la añoranza hacia el pasado
El capitalismo necesita ser reformado, creo que en eso estamos todos de acuerdo. Tiene problemas intrínsecos, como por ejemplo las crisis cíclicas, que merecen que nos paremos a pensar cómo paliarlos para que no se repitan en el futuro o para que no sean tan dolorosos. Para ver esto no hace falta ser de izquierdas. Otra cosa es que en lso países con tradición comunista haya capas de la población que añoran la seguridad y la tranquilidad de aquel régimen.

En su artículo ¿Qué perdimos con la caída del Muro?, recordaba el entusiasmo que despertó la realidad comunista en los países del sur Europa, como por ejemplo Francia o Italia, principalmente.
Es verdad que había esta satisfacción, pero también en cierto que hubo voces críticas con respecto a ella; en el artículo menciono, precisamente, a Brodsky, que en su ensayo sobre Philby, el famoso espía británico a favor de la URSS, criticaba la fascinación de cierto tipo de ciudadano occidental por el mundo soviético. Brodsky dirigía sus críticas en concreto hacia esos ingleses que se quedan fascinados ante un ascensor que no funciona, ante la pobreza, la escasez, todo lo que demostrase que en ese mundo no se desperdiciaba. La escasez tiene a veces un aura de romanticismo, de delgadez, de ascetismo, que puede parecer atractivo. El premio Nobel ruso criticaba esa atracción.

Esta fascinación que impregnó a muchos en los años sesenta era una fascinación desde la distancia, la fascinación por un imaginario, por un ideal.
Exacto, es la fascinación por algo que en realidad no se padece personalmente: la fascinación por lo derruido, por esas acercas con baches, por la ausencia de todo de publicidad y de decoración urbana. Para ciertas miradas, esta realidad tenía un encanto, una fascinación, que preservaba cierto genius loci, es decir, el carácter de los sitios, de las ciudades. Ese carácter diferenciado es obvio que queda destruido por la igualación de espacios que produce el capitalismo. Por no hablar de la capacidad destructora del turismo, que es una de las manifestaciones más llamativas del capitalismo triunfante.

Parece casi una mirada romántica que encuentra belleza en las ruinas.
Sí, es una mirada romántica y, a la vez, frívola y es precisamente esta frivolidad de la mirada aquello que critica Brodsky: los occidentales se complacen, se sienten complacidos, por esta realidad romántica porque no viven en ella, porque están de paso, porque tan pronto se fascinan, regresan a sus países, a sus casas, que quizá no sean tan románticas pero son más cómodas.

Su novela plantea en parte ese mismo sentimiento contradictorio que relata Brodsky en Una habitación y media: el recuerdo teñido de añoranza y fascinación por la Rusia en la que había crecido y, a la vez, el rencor por lo que allí se vivía.
Yo a Brodsky lo tengo siempre presente, a él y a su obra y, por tanto, seguramente es más que acertado este paralelismo. Pronto seremos felices es la historia de un viaje de un representante comercial que, durante muchos años, recorre repetidamente distintos países del Este de Europa y se encuentra y reencuentra con determinados personajes, y que, al final, tras su definitivo regreso, hace un balance su vida y de su experiencia a lo largo de los años, de sus viajes y de las relaciones que ha establecido con las distintas personas que ha ido encontrando. En este balance que realiza el protagonista hay implícita una cierta autocrítica, es decir, el protagonista se da cuenta de que su goce y disfrute de todos aquellos años son fruto de su no compromiso.

¿En qué sentido?
Podríamos decir que la relación que establece el protagonista a lo largo de los años con los países de la antigua Unión Soviética es paralela a aquella que establecemos nosotros con los países del tercer mundo: nosotros disfrutamos de aquellos países sin padecer el malestar en que viven las poblaciones. Me resulta molesta la retórica de aquellos que viajan a estos países y alaban los distintos valores que tienen sus gentes, su sencillez, sin tener en cuenta de que, al fin de cuentas, esa misma gente es la que intenta escapar desesperadamente de sus países para venir aquí, a Occidente, a la vez que nosotros no tenemos ninguna intención de ir a vivir a sus países, que simplemente visitamos temporalmente. Hay una hipocresía en este tipo de relación con la variedad del mundo y de discursos exaltando la pobreza.

En cierta retomando la idea romántica de la mirada, ¿podemos hablar una mirada estetizante ante una realidad reconvertida en espectáculo?
Exacto, precisamente se trata de la reconversión de la pobreza y de las difíciles realidades que no se padecen en espectáculo, en imágenes falseadas. Recuerdo conversaciones de occidentales que, tras viajar a Cuba, alababan la bella delgadez de los y las cubanas, su elegancia física, sin detenerse a pensar que esto no era más que el resultado de la pobreza, de la falta de alimentación y de los numerosos quilómetros que estaban obligados a recorrer caminando cada día a falta de infraestructuras. No sé si ahora habrá cambiado la realidad en Cuba, pues hace ya muchos años que no voy, pero hasta hace algunos años estos comentarios eran comunes, yo los he escuchado en primera persona, en los aviones de vuelta de La Habana; se trata de comentarios tan frívolos que rozan el cinismo.

Usted es periodista, pero se ha decantado por la novelística, ¿la ficción resuelve los vacíos que el periodismo, tendiente a la objetividad, no puede colmar?
Sí, está bien visto. Puede que más que resolver estos vacíos, la ficción complementa la narración periodística. Antes que nada uno es un ser humano y, luego, es periodista: por una parte, como periodista, he conocidos todos los países que describo en la novela, pero, precisamente, en mi labor como periodista, tan sólo me he relacionado con representantes políticos, escritores y figuras destacadas de la cultura; por otra parte, como ser humano, independientemente del aspecto profesional, tenía mis relaciones personales gracias a las cuales veía y descubría una realidad, y sus protagonistas, que no tenían valor para el periodismo y, por tanto de las que no podía escribir en el periódico.

Usted, en efecto, relata desde la ficción la microhistoria, la historia de los que no aparecen en las portadas de los diarios.
Se trata de historias y experiencias que se han quedado en mi recuerdo y que han tenido una importancia y un impacto para mí persona indudablemente mayor que entrevistar a los grandes protagonistas de la historia reciente, como Vaclav Havel, con quien pude mantener una conversación de veinte minutos, y con intérprete; además, él era perfectamente consciente de que lo estaba entrevistando para un influyente periódico español y, por tanto, no iba a decirme nada verdaderamente revelador, se iba a limitar –como así fue- a transmitir un determinado mensaje político que le resultara conveniente para su política y para las relaciones internacionales. Por tanto, como persona esa conversación tuvo valor cero, aunque evidentemente como periodista tenía algo de valor.

Usted escribe para salvar el olvido del que habla el poeta Lenski: “Dejarán de recordarnos los amigos, los enemigos, los amantes…”
Efectivamente la novela es un canto por y para todas aquellas personas que he conocido a lo largo de mi experiencia en los países del este y que la historia nunca recuerda. Para mí, Pronto seremos felices es un acto de amor, sin duda a momentos nostálgico y melancólico, aunque principalmente quiere ser una celebración de gentes y de historias. A la vez quiere ser una oportunidad de contar esa misma historia que hemos estado contando en la prensa mil veces, pero desde otro punto de vista, con otros protagonistas y con otras prioridades: quería que esta gente anónima fuera la verdadera protagonista de la historia y que la superestrucutra del poder, la lucha por el poder o el cambio de régimen fuera simplemente el ruido de fondo, el escenario en el que se desarrolla la vida de estos protagonistas anónimos.

Dar voz a quienes nunca la han tenido.
Se trata de dar voz a personajes que están dentro de un campo de batalla, un campo en el que ellos son los soldados, no los generales.

El primer capítulo lo dedica a Isabela, una mujer convencida por el comunismo, que ejerce como espía y que, con el cambio de régimen, es rechazada por la historia e, incluso, por quienes antes la vitoreaban.
Me jacto por haber descrito, creo yo, por primera vez un chivato de la policía secreta, lo convierto en personaje de la novela, pero no lo describo en cuanto chivato deleznable, en cuanto traidor, como es costumbre –puesto que un chivato lo es por definición, al traicionar la confianza de sus propios amigos o vecinos–, sino como un ser humano que en el fondo también es una víctima, víctima de los demás y de si misma. En general, muchos de los episodios que relato en la novela tienen su origen en anécdotas reales, extraídas de la vida cotidiana, y en el caso de Isabela, la historia nace a partir de una escena muy concreta que presencié: era la época de la transición, las cosas estaban cambiando de forma radical, y yo me encontré haciendo cola ante una ventanilla junto a una mujer profundamente comunista, profundamente convencida por los ideales de un sistema que había llegado a su fin, cuando de repente alguien trató de colarse, cosa que irritó profundamente a aquella mujer. Se puso como un basilisco y logró evitar que aquella persona se colase; yo, que estaba junto a ella, le dije: “¿Por qué te has puesto así? ¿No ves que está bien que de vez en cuando alguien se salte la norma, que un “listillo” logre lo que se propone?”; pero ella me contestó, muy segura de su criterio: “a ninguna nos gusta hacer cola, y todos la hacemos”. Es una anécdota que creo es ejemplar de la mentalidad comunista: lo pasamos mal, pero somos todos los que lo pasamos mal.

Isabela responde al ideal de orden y de igualdad de condiciones que definía a esas sociedades.
La mentalidad de aquella mujer es una mentalidad ultrademocrática o, si se prefiere, profundamente comunista, una mentalidad que no consigue entender, como yo trataba de explicarle, que no es forzosamente que malo que de vez en cuando alguien trate de colarse, incluso que lo logre. Si todo el mundo se escapa de la cola es un caos, pero si lo hace uno, entonces apuntamos a que se dé la posibilidad de la suerte, del azar, de la casualidad, de lo juguetón y lo arbitrario.

La historia de Isabela refleja cómo la historia y el cambio de régimen convierten los aplausos en condena, y ella pasa de ser verdugo a víctima
Esto sucede ahora mismo, en nuestros días, con mucha gente: cambian las estructuras económicas o políticas, o las dos cosas, y de repente gente que estaba definida como valiosa por el contexto, pasa a valer cero. Y esto está ahí, siempre ha estado ahí.

¿Quería que Pronto seremos felices fuera también una lección o una clave de lectura para nuestros días?
No tenía pretensión de dar lección alguna, mi idea era, como he dicho, cantar y homenajear a toda esa gente anónima y protagonista de la historia. Ahora bien, efectivamente esta reflexión que realizas está juntamente a una reflexión crítica de lo que fue el comunismo y de lo que supuso. Toda la historia del comunismo está patente en la novela como fracaso, en cuanto el intento de montar una sociedad sin clases, la “dictadura del proletariado” y la eliminación de la clase burguesa, tiene como inmediato resultado la conformación de una nueva clase, tal y como lo explicó, muy pronto además, Milovan Djilas en su importantísimo libro La nueva clase, libro que le costó muy caro al escritor.

En un artículo –Volver a empezar– en parte como en su novela, proponía la necesidad de una reflexión crítica hacia aquellas sociedades comunistas.
La misma palabra comunismo está siendo hoy repensada; lo malo es que al ver que fenómenos como Podemos entonan las mismas canciones de antes, las canciones de Sabina o de Lluis Llach, te das cuenta de que están cometiendo los mismos errores que ya se cometieron años atrás. ¿Adónde vas con estos referentes estéticos, culturales, de estar por casa? ¿Te crees revolucionario y aceptas el apoyo de Miguel Bosé? Estamos y tenemos que estar en una relación dialéctica con la historia, una dialéctica entendida desde Hegel, es decir, tesis-antítesis-síntesis, y por tanto no podemos volver a algo que fracasó en el año 1968. Es verdad que el fracaso definitivo del comunismo es del año 1989, pero empieza ya en los años sesenta.

En Checoslovaquia.
Sí, en Checoslovaquia, pero también en París. Ya entonces, aunque luego se prolongue veinte años más, se constata el fracaso del comunismo y, por tanto, resulta del todo inaudito volver ahora a tocar la misma guitarra de antaño, recuperar los mismos conceptos y volver a cantar La estaca. Me indigna que los indignados no se tomen en serio la cultura.

Usted terminaba el artículo, nada ingenuamente citando a Zizek.
Es un filósofo que me gusta mucho porque es un gran provocador, aunque al mismo tiempo reconozco que da escalofríos.

Sin embargo, Zizek representa una relectura actual del comunismo desde la izquierda en contraposición a los teóricos clásicos.
Zizek tiene el conocimiento personal e histórico de lo que fue el estalinismo, aunque paradójicamente reivindica la figura de Stalin de una manera entre sincera y provocadora, no lo sé muy bien y, sinceramente, tampoco lo quiero saber. Lo que dice Zizek, y no sólo él, es que ahora, tras haber pasado la orgía anti-comunista, en la que yo como corresponsal participé activamente, ha llegado el momento de pensar que la democracia teatral no es, parafraseando a Churchill, “el peor de los sistemas existentes excluidos todos los demás”, y hay que ir más allá, puesto que es evidente que la gente está decepcionada, si no indignada, aquí en España así como en Grecia, o en Bulgaria, con esta representación que ya no nos parece verosímil y que incluso a veces nos parece repugnante.

En su novela describe la figura de un intelectual reconvertido en próspero empresario: ¿la adaptación e integración al sistema del intelectual es la muerte del intelectual?
El personaje al que usted se refiere encarna la confrontación y la completa diferencia, que se ha señalado en más de una ocasión, entre el rol que juega la cultura, de la literatura y el pensamiento, bajo los sistemas tiránicos y despóticos y aquel rol que juegan todos estos componentes la cultura en sistemas definidos como democráticos. El personaje se encuentra con que la importancia de la cultura libre como medio de contestación era muy importante, y por esto estaba muy perseguida, en los países del este, sometidos a regímenes comunistas; por otro lado, se da cuenta que una vez alcanzada la democracia y, por tanto, desaparecida la censura y el control estatal, esta misma lectura y, en general, cultura ya no tiene esa misma importancia.

Es decir, ¿el papel que juega el intelectual en dictadura es determinante, mientras que en democracia pierde relevancia?
En parte podría decirse que es así. El papel del intelectual bajo las dictaduras, aun siendo represaliado y perseguido, es fundamental, basta con pensar que son precisamente dos de los intelectuales más influyentes quienes, tras la disolución del comunismo, se convierten en presidentes de gobierno. Sin embargo, este recorrido histórico, el pasado del intelectual en cuanto figura pública pierde todo interés en Occidente: en efecto, el intelectual resituado en democracia se convierte en uno más.

Sin embargo, en su artículo El peso (leve) de ser español, usted escribía que el intelectual de la democracia será aquel que “respete su propia inteligencia (sea poca o mucha)” y que no “adulará a la masa ni se pondrá al servicio del gobierno de turno”.
La dignidad está precisamente en esto, al margen de la utilidad y de la repercusión que se tenga. Recuerdo en Rumanía un periodista de una revista satírica, Joan T. Morar, que, en la época de Ceaucescu, cuando trabajaba en una revista, le tocó escribir el elogio semanal del presidente, que era algo que le tocaba a un redactor cada semana, pero él se negó; a pesar de que el director de la revista le insistió en que era un elogio sin importancia, en cuanto nadie lo tomaría en consideración –era un ritual hueco, propio del régimen–, Morar se negó, aludiendo que no quería manchar su propio currículum con aquel elogio pues no quería que en el futuro, en el momento que el régimen cayese, alguien lo exhumase y le recordase por ser un adulador del tirano.

Fue un acto heroico que le podía condenar.
Sí, fue un acto heroico y al mismo tiempo un acto de salvación: su renuncia le salvó, puesto que, como también pasó aquí en España, la caída del régimen supuso un vaciamiento de periodistas que fueron olvidados, relegados por haber actuado como aduladores ante sistemas represivos. Por tanto, no hay duda de que el intelectual debe ser siempre independiente, no puede adular ni a las masas ni a los poderosos; otra cosa es que sea, como mínimo, curioso que en Occidente los más críticos con el Estado sean profesores universitarios que están pagados por el Estado. Esto es un hecho tan cómico como el que los artistas se disfracen de antisistema pero luego expongan en el Macba.

Grandísimos prosistas y periodistas narrativos como Josep Pla o Julio Camba reflejan ese vaciamiento periodístico que usted comentaba.
Ahora la situación está cambiando, ahora a Josep Pla no sólo se le puede citar, sino que se le reconstruye para que ocupe una plaza que nunca ocupó. Estamos siempre a tiempo de los reproches, de mostrar los pecados y los pecadillos de la gente y, sobre todo, de no comprender. Los hechos son los hechos y no se pueden negar, pero otra cosa muy diferente es pedir a la gente un carácter y una actitud heroica y, sobre todo, exigirle que se comporte como se cree, o al menos cree un determinado sector, que debe comportase. En cuanto a Julio Camba, las cosas también están cambiando, cada vez se le reivindica más.

En efecto, han salido distintas reediciones de sus libros de artículos.
Lo preocupante de este país es que todavía hoy se considera un acto heroico reivindicar a Julio Camba, es como si se debiera pedir permiso por ello. Y esto no sucede sólo con periodistas o intelectuales españoles, sino también con autores del ámbito germánico, como por ejemplo Ernest Junger: en el momento de reivindicarlos siempre aparece el descrédito hacia ellos, que son acusados de fachas. Y habría que preguntar a quién emite dichos juicios, desde dónde los emite y con qué legitimidad lo hace. Nos llevaríamos algunas sorpresas, se lo aseguro. Pero no vale la pena.

Anna Maria Iglesia

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura

y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la

UB. Es colaboradora habitaual de Panfleto Calidoscopio, ha publicado breves ensayos

en la Revista Forma de la UPF y reseñas en 452f. También ha publicado artículos en El

núvol o Barcelona Review.

1 Comentario

  1. el libro es malo, malo, malo… una especie de revoltijo de autores… cero talento.

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