En estos versos, el poeta y el historiador – los dos monstruos de una cabeza que hay en Jordi Corominas i Julián – serpentean combinando narratividad e iconografÃa. De la ciencia al colonialismo, del olvido a una reivindicación que se convierte en otra humillación más. Y sumando.
El caso del negro de Banyoles es una metáfora sobre quiénes somos como sociedad, y cómo nos gustarÃa vernos cuando miramos al espejo común. La identidad, a través de ocultar, bajo la alfombra de los actos, nuestras indecencias.
El poema es una épica inversa, sin héroes, y con muchos SÃsifo(s) que arrastran, como condena, la pesada roca de pertenecer a ese artificio llamado exotismo. La sal tártara y el arsénico en polvo son instrumentos que convierten al cadáver en una escultura, un monumento de aquellos que se creen que el mundo es un zoológico y, ellos, unos niños que pueden divertirse con el globo terráqueo.
El juguete – “de pasarelaâ€, nos dirá Corominas – está hecho de paja, de metal y clavos, con una columna de madera y alambres. Es un Frankestein en formato bosquimano, con taparrabos y pedestales.
DecÃamos que «El negro de Banyoles», con todos sus saltos y malabarismos lÃricos, es narrativo, porque bien podrÃa tratarse de un relato o un micro-ensayo. De 1830 a la actualidad, de ir viajando como feria de circo, a quedarse en la huella de una imagen en movimiento, abandonada, con el silencio de un video mudo. Aquà está el núcleo de la trama, el desarrollo, y un desenlace con todas las potenciales conclusiones.
El antiguo soldado lleva ojos de cristal, donde se reflejan el ansia de civilización y progreso, sin cuestionarse que la rapidez también puede ser una huida, aunque sea hacia delante. Un “catalán aficionado a los dardos†dispara para buscar el mejor regalo, tesoro de un universo desconocido.
Todos los lagos quieren su monstruo, su bicho, su esoterismo. Los metemos en casillas – en este caso, la 1004 – y ya podemos exponerlo. Los museos han de mostrar, enseñar, ofrecer conquistas. Sean las que sean. Y Corominas disecciona este ejemplo como un tótem que sólo pudo convertirse en tabú tarde, y mal.
La elegÃa – silenciosa, pero clara y definida – llega al clÃmax en 1992. Barcelona se hace bonita, y el diseño nos diseña nuestros paseos, nuestras vidas sin putas tristes, y construye una ciudad sin ciudadanos. El tour como un “ismo†más, con todos sus dogmatismos y hogueras. El fascismo quema libros en las hogueras. El diseño las dibuja en plástico ardiendo.
El bosquimano, cansado, aguanta en la trastienda. Va escuchando los gritos de unos y de otros, esperando que un camión de mercancÃa, sucio y destartalado, se lo lleve de nuevo a un entierro que, entre todos, han considerado “dignoâ€.
Acto seguido, la pieza de Corominas cobra un ritmo inesperado, con un diálogo dadaÃsta entre una tal Cristina y su interlocutor, en el que el sinsentido se enfrenta a una tradición con olor a “pocilga inconcienteâ€. La “tolerancia†como escudo, y no como arma. “El malestar que os carcomeâ€, grita.
El discurso del poeta, pues, disecciona – como el taxidermista responsable de los restos del que fue habitante de Botswana – la vergüenza histórica. Una tibia, y el racismo. Un peroné, y los prejuicios. Un fémur, y la lejÃa que limpia las conciencias, sin dejar mancha, ni olor.
El final del poema de Jordi Corominas y Julián se sitúa en la actualidad, donde el fútbol es el antÃdoto. Un gol por la escuadra, “y el futuro no tiene ayerâ€. Los Ãdolos, los caramelos y las cucarachas de un mismo futuro que, si no se recuerda – y mejor si se hace desde la estética, como en este caso – vuelven al mismo terreno de juego. El menos re-creativo.
[Prólogo a la suite «El negro de Banyoles», del libro LoopoesÃa(s) (Descrito Ediciones), de Jordi Corominas i Julián].
Albert Lladó
www.albertllado.com